Aragón en sí es que nunca ha sido gran cosa. No nos engañemos, sobrevivió como reino y se expandió gracias a la unión dinástica con Barcelona, que le permitió conservar el título de reino y le dio a sus reyes el doble o más de territorio, acceso al mar y una esfera de influencia que incluía el Lenguadoc y Provenza al ser frecuentes los matrimonios entre nobles catalanes y de estas tierras, entonces tierras de entre las más prósperas y cultas de Europa, en pleno auge del comercio mediterráneo y de la literatura trovadoresca de la cual surge el concepto que tenemos en Occidente de lo que es el amor, por ejemplo. Sin matrimonio de Ramón Berenguer IV y Petronila, Aragón, que entonces se reducía a los valles pirenaicos, hubiera sucumbido a Castilla, a Navarra, a los catalanes o a los francess más pronto que tarde.
Una ucronía interesante sería cómo serían España, Francia y Europa en general si en la batalla de Muret, que los aragoneses y catalanes conoceréis bien, Pedro II le hubiese dado candela a los francess. Las cosas podrían haber sido muy distintas.