Dormir, en mi modesta opinión y en la de otros muchos expertos, es signo de afeminamiento y degeneración.
Bien es sabido que desde tiempos inmemoriales los hombres de verdad no duermen, sino que caen en un varonil sopor de vez en cuando. Llegado el momento, nada puede imperdir el suenno al hombre de verdad, bombardeos atomicos lo arruyan, las trompetas del apocalipsis le cantan nanas, el sol cegador del polo sur es luz tenue y el duro suelo plumas de pato.
Piensenlo, el hombre ha conquistado imperios, cruzado oceanos y escalado las mas altas cumbres durmiendo sobre montones de trabajo manual o directamente sobre la cubierta de una bodega o el duro suelo, en medio de tormentas pavorosas, bajo el ruido de los bombardeos, en el vaiven de las olas del Pacifico, en el verano polar, en el calor del Sahara y el frio de los Andes, entre ratas, en trincheras, camiones, trenes y aeroplanos.
Esos hombres de verdad no necesitaban antifaces ni tapones, pues el suenno es un lujo burgues y su reclamación, vicio de blandos e inmaduros, que reclaman como necesidad para el desempenno de sus banales tareas horas ingentes de suenno en camitas blanditas y sin ruidos.
Si durmieran lo que necesitan y no tomaran el suenno como otro lujo con el que llenar sus insustanciales vidas, se dormirían hasta de pie, sin valerianas ni platanos, en un concierto de los Slayer, como ha hecho el hombre desde tiempos inmemoriales y hasta que esta sociedad acomodada lo ha convertido en el engendro, a mitad de camino entre Pomerania y cotorra gris, en el que parece haberse convertido.
Reflexionen sobre ello