La organización de la derrota de Pearl Harbor fue un verdadero «chef d'oeuvre». Rockefeller y el grupo Sorge ya habían cumplido su misión de hacer cambiar de dirección el proyectado golpe japonés. La etapa siguiente, o sea, obligar a los nipones a atacar, precisamente, en un punto determinado, Pearl Harbour, fue preparada con virtuosismo extraordinario por un general experto en derrotas: George Catlett Marshall, jefe del Estado Mayor de la Armada,
La flota sacrificada en la base naval de Pearl Harbour había sido situada allí por orden especial del presidente Roosevelt, el 22 de abril de 1940. El almirante Richardson, jefe de la flota del Pacifico, fue personalmente a Washington a visitar al secretario de Marina, Stimson y al mismo Roosevelt, exponiéndoles su punto de vista, opuesto al estacionamiento de una gran flota en Pearl Harbour. Su oposición se basaba en las razones siguientes:
a) Los buques carecían de la tripulación necesaria para un caso de emergencia.
b) Las islas Hawai estaban demasiado expuestas por su situación a los ataques del presunto adversario de los Estados Unidos en aquella zona, el Japón.
c) Los elementos defensivos de la base eran netamente insuficientes para protegerla contra los ataques aéreos o submarinos.
En consecuencia pedía que la flota del Pacífico fuera retirada de Pearl Harbour y enviada a cualquier otro lugar. Pero la flota seguiría atracada en Pearl Harbour... y el almirante Richardson, insólitamente, cambiado de destino.
Entre tanto, el embajador en Tokio, Grew, uno de los más prestigiosos dentro del escalafón diplomático yanki, comunica a Roosevelt que los servicios de información de la Embajada le han hecho participe de la intención de los japoneses de atacar Pearl Harbour, en los primeros días de diciembre (1941), si las últimas propuestas de Nomura para hacer levantar el bloqueo no son aceptadas por Washington. Pero en la Casa Blanca no parecen darse por aludidos.
El almirante Husband E. Kimmel, comandante de la plaza de Pearl Harbour manda, a, su vez, un informe a Washington, pidiendo baterías antiaéreas, cien aviones patrulleros Y ciento ochenta cazabombarderos. Pero el Departamento de Guerra le contesta que no dispone de ese material. Esto es una mentira flagrante: Estados. Unidos está enviando aviones por millares a la Gran Bretaña y a la Unión Soviética. Kimmel se queja a sus superiores por la falta absoluta de defensas de Pearl Harbour pide personal especializado para las instalaciones de detección, pero, según el Departamento de Guerra, presidido por el inefable Marshall, los Estados Unidos no disponen de técnicos en detección.
Marshall hace bien las cosas. Sabe que si se dota a la base de Pearl Harbour de unas defensas adecuadas, Japón no atacará -pues Tokio sabe perfectamente que su única posibilidad de victoria en la guerra radica en dar un fuerte golpe inicial por sorpresa; de lo contrario la enorme potencialidad americana se impondrá rápidamente- y si Japón no ataca a América, se decidirá a cumplir lo pactado con Alemania y se lanzará sobre la Rusia asiática. Y esto es, precisamente lo que Marshall interpretando sin duda consignas de Roosevelt, debe evitar a toda costa.
Es un hecho históricamente admitido, hoy día, que la Casa Blanca sabía, desde el 24 de septiembre por lo menos, que los japoneses atacarían Pearl Harbour el 7 de diciembre, en caso de que los americanos no levantasen su bloqueo. El Servicio de Contraespionaje americano logró, incluso descifrar el código secreto japonés llamado "Código Púrpura", lo que permitió a Washington captar todos los mensajes que Tokio enviaba a sus diplomáticos en territorio americano y conocer no solamente las intenciones japonesas, sino incluso la hora exacta del ataque
Pero Roosevelt y Marshall mantuvieron deliberadamente en la ignorancia de lo que se tramaba a la base de Pearl Harbour. Frustraron todo intento de movimiento defensivo por parte de los comandantes de la base y, no contentos con ello -para facilitar aún más el ataque nipón y hacer más atrayente el cebo- mandaron a los dos portaaviones Lexington, anclados en Pearl Harbour a las islas Samoa, en el Pacífico Sur. El grueso de la flota del Pacifico quedaba, así, insólitamente desprotegido, sin aviación de patrulla, privado de toda información sobre la situación real de las relaciones yanki-japonesas, Y encerrado en una auténtica ratonera.
El vicealmirante Robert E. Theobald, uno de los jefes de la flota del Pacífico, escribe:
"... y a pesar de conocerse con lujo de detalles el plan de ataque japonés, sólo se envió un mensaje de alarma a la base (de Pearl Harbour)... pero utilizando la vía ordinaria, cuando Marshall tenía a mano el teléfono tras*pacífico. Esa inútil comunicación llegó a manos de Kimmel ocho horas después de haber comenzado el ataque..." .
Mauricio Karl relata con todos los pormenores los subterfugios empleados por Roosevelt y Marshall para mantener en la ignorancia del ataque nipón a la base de Pearl Harbour. Marshall conocía la hora exacta del ataque y no podía ignorar el tiempo que tarda en llegar un telegrama desde Washington a las islas Hawaii. De haber usado el teléfono tras*pacífico, el mensaje hubiera llegado bastante antes de la hora en que se había previsto el ataque nipón. Kimmel hubiera tenido aún tiempo de colocar a sus fuerzas en estado de alerta y mandar fuera del puerto a algunas patrullas de observación... y a Marshall y a sus superiores les constaba que los japoneses, informados al minuto por sus agentes en Pearl Harbour de los movimientos americanos, darían media vuelta, desistiendo de atacar si éstos se apercibían de la proyectada agresión.
El radiotelegrama sólo se envió, a sabiendas de que llegaría demasiado tarde, para procurar a Marshall una tosca coartada.
John T. Flynn, biógrafo de Roosevelt, relata que «... el presidente le dijo a Stimson que la mejor táctica era obligar a los japoneses a descargar el primer golpe. Esto conduciría automáticamente a la guerra con Alemania e Italia, Y el problema se resolvería de la mejor manera posible... » Y añade Flynn: «Roosevelt consiguió lo que hacía años buscaba afanosamente». Como es natural, el traidor ataque japonés unió a toda la nación en derredor del Gobierno. La conclusión la ofrece el propio Flynn: «Los japoneses atacaron, Norteamérica se encontró en guerra. Y ROOSEVELT VIO ASÍ RESUELTO SU PROBLEMA».
El domingo, 7 de diciembre de 1941, a las siete de la mañana, la aviación japonesa se lanzó a un devastador ataque sobre la flota americana del Pacifico, anclada en Pearl Harbour. Dieciocho grandes navíos de guerra, entre ellos seis acorazados y un crucero pesado, fueron hundidos. Otros once buques de guerra, incluyendo dos acorazados más fueron seriamente averiados. Las instalaciones de la mayor base naval americana fueron totalmente destruidas. Ciento noventa aviones pesados fueron destruidos en tierra. Tres mil cuatrocientos marinos y soldados americanos perecieron y otros mil cuatrocientos resultaron heridos. Las pérdidas japonesas. como consecuencia del factor sorpresa, fueron mínimas.
A la misma hora en que se iniciaba el ataque, el embajador japonés en Washington notificaba, oficialmente, al Gobierno de los Estados Unidos, la declaración de guerra. Y, APROXIMADAMENTE, TAMBIÉN, A LA MISMA HORA, UN MILLÓN Y MEDIO DE SOLDADOS SOVIETICOS EMPEZABAN A SER PRECIPITADAMENTE tras*PORTADOS DE SIBERIA Y MONGOLIA HACIA LA RUSIA EUROPEA.
La doble maniobra de la Casa Blanca -meter a los Estados Unidos en la guerra e impedir un "segundo frente" contra el comunismo en Asia Oriental- había sido coronada por el éxito. Y Roosevelt pudo anunciar, triunfalmente, al Congreso: «A pesar de que Alemania e Italia no han hecho todavía, una declaración "formal" de guerra, se consideran tan en guerra con los Estados Unidos como con Inglaterra y Rusia».
En efecto, el día siguiente, Alemania e Italia, amparándose en las «constantes violaciones de la neutralidad cometidas por el Gobierno de los Estados Unidos» enviaron sendas declaraciones de guerra. En realidad, esa declaración de guerra no tiene más efecto que permitir a los submarinos alemanes responder a los ataques de los buques yankis, toda vez que el estado de guerra existía, en realidad, desde seis meses atrás. La única variante consistirá, ahora, en la participación efectiva de tropas americanas en la lucha, pero Hitler confía en que los japoneses distraerán una buena parte de tales tropas en el área del Pacifico. En cualquiera de los casos, en Berlín se dan cuenta de que la guerra será larga y difícil, pues mientras es evidente que el Japón se limita a hacer «su guerra» e Italia resulta ser más un lastre que un aliado, Alemania se encuentra prácticamente sola frente a la mayor coalición que los siglos han visto: el imperio británico, la Unión Soviética y los Estados Unidos, más sus innumerables "satélites", unidos bajo el signo de la democracia...