̷p̷ɔ̷d̷n̷ ̷nike
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Discu(r)siones: La hipócrita moda de viajar
Viajar. Se ha convertido en un obsesión en sí misma para nuestra generación. Encerrados en asfixiantes horarios laborales que limitan el tiempo de ocio casi a la nada de lunes a viernes durante once meses al año, nuestra generación, la mileurista, descubrió pronto que había algo que nuestros padres jamás habían podido hacer y que los avances tecnológicos, la desaparición de la fronteras en Europa y el abaratamiento de los viajes internacionales y nacionales permitían realizar ocasionalmente con una rentabilidad personal y social muy importante. Convirtió el viajar en un signo de estatus, de relevancia entre amigos y familia. Mediante mecanismos aprendidos en sus años universitarios, estos jóvenes están avezados en la caza de las mejores y más baratas ofertas de vuelos y viajes, desligadas muchas veces de las agencias de viajes y con un coste económico que sin ser bajo, es rentable desde el punto de vista de la importancia que se otorga al hecho de escapar de la rutina durante unos días. Escapar... Sólo esa idea debería hacernos reflexionar sobre lo gris y monótona que resulta la vida diaria para tantos jóvenes que hace muy poco planeaban ambiciosos conseguir unas vidas completamente diferentes a las de sus padres, emocionalmente más ricas y laboralmente más emocionantes. Y a los que al final sólo les queda escapar.
Los mileuristas (escribiré un post próximamente sobre ellos (nosotros), cuando termine la lectura del libro de Espido Freire que los (nos) retrata) ansían esfumarse, escabullirse de sus obligaciones diarias, pero se han acostumbrado a que todo lo que realizan tenga y deba tener un valor añadido (algo grabado con fuego en nuestra conciencia capitalista). Viajar no sólo aporta la posibilidad de disfrutar de otros entornos y experiencias diferentes, sino que introduce nuevas variables en las conductas y relaciones sociales intrínsecamente relacionadas con el acto de viajar, pero fuera por completo de su ámbito inmediato. Viajar no es sólo viajar. Viajar es también tener la posibilidad posterior de contarlo. De hecho ya muchos sólo parecen viajar para eso, para contarlo. A este hecho les ha ayudado otra de las obsesiones de nuestra generación, que además han extendido a sus mayores y a sus hermanos pequeños. Se trata por supuesto del gusto por todo tipo de artefactos tecnológicos de última generación Gracias a ellos pueden registrar cada momento de sus emocionantes, extraordinarios y sorprendentes desplazamientos. Cada vez en busca de destinos más exóticos con los que poder impresionar (e impresionarse). Desde hace unos años hemos pasado de aquellos amigos, aficionados a la fotografía, que se tiraban horas para hacer un instantánea que consideraban mágica y especial, o de los miembros de la familia que eran los encargados (por tener cierto gusto e interés) de realizar las fotografías de los eventos familiares y que poseían cámaras tradicionales con un número limitado de fotos que tirar (principalmente por la pasta que costaban los revelados), a que cada miembro de la familia y cada miembro de un grupo de amigos tenga un cámara de fotos digital con la que hacer cientos de fotos (literal) en un fin de semana cualquiera de turismo. Todos ellos con una dedicación y un fervor que para sí hubiera deseado hasta el mismísimo Robert Capa. El asunto empeora con las cámaras de vídeo. La gente ya se perfecciona. Yo he sido testigo en la Casa-museo de César Manrique, en Lanzarote de cómo un tipo grababa en vídeo cada obra de la casa del artista (le daba igual que fuera un urinario o la piscina) mientras comentaba la jugada al micrófono del artefacto y hacía chistecitos petulantes con la intención (seguro) de luego atormentar a sus conocidos con las hermosas e impactantes imágenes de sus vacaciones. Mientas esto sucedía su hija realizaba fotos por doquier con su cámara digital, importándole un carajo lo que fotografiaba y su mujer retransmitía en directo a su hermana, a través del móvil, gritando por supuesto, la belleza de los maravillosos paisajes lunares que esa isla proporciona Al escucharla entraban ganas de cometer un crimen basado en objetivos criterios estéticos.
Porque al final lo que permanece es esa actitud: se trata de viajar siempre que uno pueda, irse a dónde sea. Quedarse en casa es de orates, de pobres. Sólo se queda uno en casa si no puede evitarlo. Da igual si existe motivación de algún tipo para ese viaje, si hay algo de real interés salvo el del mismo hecho de viajar. Y por supuesto después, contarlo a la vuelta. Mediante imágenes. Cientos a ser posible. Además, no hay que ser muy listo para saber que existen pocos genios o artesanos cualificados en cualquier arte en general. Es decir, lo de menos es la calidad de lo que muestres sino que lo muestres muchas veces, desde muchos ángulos distintos, muchas poses, muchas risas, muchas puestas de sol que fueron maravillosas pero que en imagen sólo son anodinas, muchos edificios y monumentos que descontextualizados carecen de toda importancia y presencia. Muchas veces muchas mismas cosas. Pero da igual. Algunas veces, pocas, encuentras una fotografía maravillosa, o simpática, o impactante entre toda la morralla que te enseñan, pero hay que tener una constancia y una paciencia infinita para esperarla y apreciarla. A veces cuando llega esa joya, el sentido de la vista y de la estética está ya tan colapsado que ni siquiera tiene fuerza para valorarla. ¿Por qué esa necesidad de vivir a través de lo que cuentas a los demás? No me vale la excusa de que se quiere compartir lo vivido. Es mentira. Es una falacia para mentes petulantes. ¿Nos estamos tras*formando en unos replicantes humanos capaces sólo de sentir a través de las imágenes?
Siempre ha existido gente con ímpetu viajero. Con un ansia descomunal de descubrir y sentir la realidad de otros lugares, de apoderarse de sensaciones y costumbres diferentes, de conocer parajes y paisajes singulares. Yo creo que todos poseemos algo de ese ímpetu en mayor o menor medida. A todos no gusta salir de nuestro entorno habitual y plantarnos en lugares diferentes. Descubrir la belleza de otras ciudades o sentir el aire fresco en una montaña perdida. Pero lo que no me creo es esta avalancha de Admunsens y Scotts urbanitas. Me parece un tara más de esta sociedad nuestra que nos obliga a sublimar nuestros problemas reales con dosis de imbecilidades varias, que tomamos dóciles y gustosos porque somos incapaces de decidir con madurez y criterio cuáles son nuestras preferencias, nuestras prioridades y nuestros hobbies, más allá de lo que la masa impone que es la moda.
Desde que hace unos meses Carol anunció que en navidades iría a Australia para visitar a su amiga Elena, y que yo había decidido que no iba a ir con ella he experimentado con cierta sorna el grado de tontería que se ha generado entre todos en torno al tema de los viajes, la relevancia que ha cobrado y el tótem en el que se ha convertido entre la gente de nuestra edad. Obviando comentarios de familiares y amigos muy cercanos cuya lógica confianza les permite soltarme lo que les de la gana desde el cariño y la amistad, lo cierto es que todas las personas que por un motivo u otro se han enterado de la situación que se planteaba han reaccionado de la misma forma (eliminando los malévolos que han visto en ello algún problema oculto en nuestra relación): “¿Tú no vas? ¿Por qué? ¡Qué orate!... Anda que si yo pudiera...” Con dos huevones. Da igual que yo, educado, les respondiera que me parecían muchas horas de avión, que significaba utilizar todas las vacaciones de navidad, que en este momento por circunstancias personales me parecía que era un viaje demasiado lejos y demasiado largo para afrontarlo. También que a mí Australia tampoco me llamaba mucho... Da igual, el gesto de sorpresa en la cara no se les iba. A viajar no se renuncia. Definitivamente yo era un iluso. Viajar (y encima a un lugar exótico como ése) significa demasiado emocionalmente en nuestra perdida generación para desperdiciar un cartucho de elefante como éste. Yo hasta ahora tras las pertinentes explicaciones me callo y cambio de asunto. Lo que pienso realmente lo estoy exponiendo aquí por primera vez. Vamos a ver: ¿Por qué huevones tengo que ir yo a Australia? ¿En mi trayectoria vital ese país significa algo que compense y dé sentido a ese desplazamiento? A Australia sólo me liga el factor humano. El enorme placer que supondría volver a ver a Elena. El gustazo que significaría tomarme unos whiskies con ella y Rhyall. Charlar con ellos. Pero nada relacionado con esa zona del mundo. En mi vida, antes o después de conocer a Carol, nunca me habría planteado viajar allá. Entonces: ¿Por qué tengo que ir? ¿Por ese motivo? Bueno, pero es que por ese motivo debería viajar antes a Francia a ver a mi hermano Migue, o podría irme a Colorado a tomarme otro copazo con Juanma. ¿Porque una oportunidad así no se puede desperdiciar? Como que oportunidad. Un viaje como ése cuesta 1500 euros del ala. Allá aquél al que le parezca poco. Para mí desde luego que todavía no he cobrado mi primera nómina es un pasta, pero a todos los lúcidos que me miran con cara de pasmarote cuando les digo que no voy les invito que retiren ese dinero de sus cartillas y disfruten de ese viaje inaplazable. ¿Qué podría conocer un sitio completamente diferente? Pues lo siento señores, a mí me gusta viajar pero ese ímpetu tan marcado no lo tengo. No me voy a marcar cada año un viaje de este tipo y la verdad es que si lo racionalizo, por cuestiones personales, literarias sentimentales y culturales preferiría afrontar un viaje a la Patagonia argentina o un recorrido de meses por toda Latinoamérica. Que está claro. Que me cuesta bastante viajar lejos. Punto. Que es un viaje muy largo. Punto. Que es un pena no ver a Elena. Sí. Pero seguro que ella disfruta con la presencia de su amiga y yo, mientras, me tomaré muchos whiskies con mis hermanos en Sevilla. Y qué le vamos a hacer, lo siento, seré feliz y me lo pasaré muy bien. A pesar de no haber viajado a las antípodas. A pesar de no poder contar nada a la vuelta.
Viajar. Se ha convertido en un obsesión en sí misma para nuestra generación. Encerrados en asfixiantes horarios laborales que limitan el tiempo de ocio casi a la nada de lunes a viernes durante once meses al año, nuestra generación, la mileurista, descubrió pronto que había algo que nuestros padres jamás habían podido hacer y que los avances tecnológicos, la desaparición de la fronteras en Europa y el abaratamiento de los viajes internacionales y nacionales permitían realizar ocasionalmente con una rentabilidad personal y social muy importante. Convirtió el viajar en un signo de estatus, de relevancia entre amigos y familia. Mediante mecanismos aprendidos en sus años universitarios, estos jóvenes están avezados en la caza de las mejores y más baratas ofertas de vuelos y viajes, desligadas muchas veces de las agencias de viajes y con un coste económico que sin ser bajo, es rentable desde el punto de vista de la importancia que se otorga al hecho de escapar de la rutina durante unos días. Escapar... Sólo esa idea debería hacernos reflexionar sobre lo gris y monótona que resulta la vida diaria para tantos jóvenes que hace muy poco planeaban ambiciosos conseguir unas vidas completamente diferentes a las de sus padres, emocionalmente más ricas y laboralmente más emocionantes. Y a los que al final sólo les queda escapar.
Los mileuristas (escribiré un post próximamente sobre ellos (nosotros), cuando termine la lectura del libro de Espido Freire que los (nos) retrata) ansían esfumarse, escabullirse de sus obligaciones diarias, pero se han acostumbrado a que todo lo que realizan tenga y deba tener un valor añadido (algo grabado con fuego en nuestra conciencia capitalista). Viajar no sólo aporta la posibilidad de disfrutar de otros entornos y experiencias diferentes, sino que introduce nuevas variables en las conductas y relaciones sociales intrínsecamente relacionadas con el acto de viajar, pero fuera por completo de su ámbito inmediato. Viajar no es sólo viajar. Viajar es también tener la posibilidad posterior de contarlo. De hecho ya muchos sólo parecen viajar para eso, para contarlo. A este hecho les ha ayudado otra de las obsesiones de nuestra generación, que además han extendido a sus mayores y a sus hermanos pequeños. Se trata por supuesto del gusto por todo tipo de artefactos tecnológicos de última generación Gracias a ellos pueden registrar cada momento de sus emocionantes, extraordinarios y sorprendentes desplazamientos. Cada vez en busca de destinos más exóticos con los que poder impresionar (e impresionarse). Desde hace unos años hemos pasado de aquellos amigos, aficionados a la fotografía, que se tiraban horas para hacer un instantánea que consideraban mágica y especial, o de los miembros de la familia que eran los encargados (por tener cierto gusto e interés) de realizar las fotografías de los eventos familiares y que poseían cámaras tradicionales con un número limitado de fotos que tirar (principalmente por la pasta que costaban los revelados), a que cada miembro de la familia y cada miembro de un grupo de amigos tenga un cámara de fotos digital con la que hacer cientos de fotos (literal) en un fin de semana cualquiera de turismo. Todos ellos con una dedicación y un fervor que para sí hubiera deseado hasta el mismísimo Robert Capa. El asunto empeora con las cámaras de vídeo. La gente ya se perfecciona. Yo he sido testigo en la Casa-museo de César Manrique, en Lanzarote de cómo un tipo grababa en vídeo cada obra de la casa del artista (le daba igual que fuera un urinario o la piscina) mientras comentaba la jugada al micrófono del artefacto y hacía chistecitos petulantes con la intención (seguro) de luego atormentar a sus conocidos con las hermosas e impactantes imágenes de sus vacaciones. Mientas esto sucedía su hija realizaba fotos por doquier con su cámara digital, importándole un carajo lo que fotografiaba y su mujer retransmitía en directo a su hermana, a través del móvil, gritando por supuesto, la belleza de los maravillosos paisajes lunares que esa isla proporciona Al escucharla entraban ganas de cometer un crimen basado en objetivos criterios estéticos.
Porque al final lo que permanece es esa actitud: se trata de viajar siempre que uno pueda, irse a dónde sea. Quedarse en casa es de orates, de pobres. Sólo se queda uno en casa si no puede evitarlo. Da igual si existe motivación de algún tipo para ese viaje, si hay algo de real interés salvo el del mismo hecho de viajar. Y por supuesto después, contarlo a la vuelta. Mediante imágenes. Cientos a ser posible. Además, no hay que ser muy listo para saber que existen pocos genios o artesanos cualificados en cualquier arte en general. Es decir, lo de menos es la calidad de lo que muestres sino que lo muestres muchas veces, desde muchos ángulos distintos, muchas poses, muchas risas, muchas puestas de sol que fueron maravillosas pero que en imagen sólo son anodinas, muchos edificios y monumentos que descontextualizados carecen de toda importancia y presencia. Muchas veces muchas mismas cosas. Pero da igual. Algunas veces, pocas, encuentras una fotografía maravillosa, o simpática, o impactante entre toda la morralla que te enseñan, pero hay que tener una constancia y una paciencia infinita para esperarla y apreciarla. A veces cuando llega esa joya, el sentido de la vista y de la estética está ya tan colapsado que ni siquiera tiene fuerza para valorarla. ¿Por qué esa necesidad de vivir a través de lo que cuentas a los demás? No me vale la excusa de que se quiere compartir lo vivido. Es mentira. Es una falacia para mentes petulantes. ¿Nos estamos tras*formando en unos replicantes humanos capaces sólo de sentir a través de las imágenes?
Siempre ha existido gente con ímpetu viajero. Con un ansia descomunal de descubrir y sentir la realidad de otros lugares, de apoderarse de sensaciones y costumbres diferentes, de conocer parajes y paisajes singulares. Yo creo que todos poseemos algo de ese ímpetu en mayor o menor medida. A todos no gusta salir de nuestro entorno habitual y plantarnos en lugares diferentes. Descubrir la belleza de otras ciudades o sentir el aire fresco en una montaña perdida. Pero lo que no me creo es esta avalancha de Admunsens y Scotts urbanitas. Me parece un tara más de esta sociedad nuestra que nos obliga a sublimar nuestros problemas reales con dosis de imbecilidades varias, que tomamos dóciles y gustosos porque somos incapaces de decidir con madurez y criterio cuáles son nuestras preferencias, nuestras prioridades y nuestros hobbies, más allá de lo que la masa impone que es la moda.
Desde que hace unos meses Carol anunció que en navidades iría a Australia para visitar a su amiga Elena, y que yo había decidido que no iba a ir con ella he experimentado con cierta sorna el grado de tontería que se ha generado entre todos en torno al tema de los viajes, la relevancia que ha cobrado y el tótem en el que se ha convertido entre la gente de nuestra edad. Obviando comentarios de familiares y amigos muy cercanos cuya lógica confianza les permite soltarme lo que les de la gana desde el cariño y la amistad, lo cierto es que todas las personas que por un motivo u otro se han enterado de la situación que se planteaba han reaccionado de la misma forma (eliminando los malévolos que han visto en ello algún problema oculto en nuestra relación): “¿Tú no vas? ¿Por qué? ¡Qué orate!... Anda que si yo pudiera...” Con dos huevones. Da igual que yo, educado, les respondiera que me parecían muchas horas de avión, que significaba utilizar todas las vacaciones de navidad, que en este momento por circunstancias personales me parecía que era un viaje demasiado lejos y demasiado largo para afrontarlo. También que a mí Australia tampoco me llamaba mucho... Da igual, el gesto de sorpresa en la cara no se les iba. A viajar no se renuncia. Definitivamente yo era un iluso. Viajar (y encima a un lugar exótico como ése) significa demasiado emocionalmente en nuestra perdida generación para desperdiciar un cartucho de elefante como éste. Yo hasta ahora tras las pertinentes explicaciones me callo y cambio de asunto. Lo que pienso realmente lo estoy exponiendo aquí por primera vez. Vamos a ver: ¿Por qué huevones tengo que ir yo a Australia? ¿En mi trayectoria vital ese país significa algo que compense y dé sentido a ese desplazamiento? A Australia sólo me liga el factor humano. El enorme placer que supondría volver a ver a Elena. El gustazo que significaría tomarme unos whiskies con ella y Rhyall. Charlar con ellos. Pero nada relacionado con esa zona del mundo. En mi vida, antes o después de conocer a Carol, nunca me habría planteado viajar allá. Entonces: ¿Por qué tengo que ir? ¿Por ese motivo? Bueno, pero es que por ese motivo debería viajar antes a Francia a ver a mi hermano Migue, o podría irme a Colorado a tomarme otro copazo con Juanma. ¿Porque una oportunidad así no se puede desperdiciar? Como que oportunidad. Un viaje como ése cuesta 1500 euros del ala. Allá aquél al que le parezca poco. Para mí desde luego que todavía no he cobrado mi primera nómina es un pasta, pero a todos los lúcidos que me miran con cara de pasmarote cuando les digo que no voy les invito que retiren ese dinero de sus cartillas y disfruten de ese viaje inaplazable. ¿Qué podría conocer un sitio completamente diferente? Pues lo siento señores, a mí me gusta viajar pero ese ímpetu tan marcado no lo tengo. No me voy a marcar cada año un viaje de este tipo y la verdad es que si lo racionalizo, por cuestiones personales, literarias sentimentales y culturales preferiría afrontar un viaje a la Patagonia argentina o un recorrido de meses por toda Latinoamérica. Que está claro. Que me cuesta bastante viajar lejos. Punto. Que es un viaje muy largo. Punto. Que es un pena no ver a Elena. Sí. Pero seguro que ella disfruta con la presencia de su amiga y yo, mientras, me tomaré muchos whiskies con mis hermanos en Sevilla. Y qué le vamos a hacer, lo siento, seré feliz y me lo pasaré muy bien. A pesar de no haber viajado a las antípodas. A pesar de no poder contar nada a la vuelta.