Estos son nuestros problemas; nos los tomamos muy en serio y
no podría ser de otro modo. La vida, aquí en la frontera de la fin,
tiene una línea de extraordinaria simplicidad, se limita a lo
estrictamente necesario; el resto está profundamente dormido. Esto
es nuestro primitivismo y nuestra salvación. Si nos comportáramos de
otro modo, haría tiempo ya que habríamos enloquecido, desertado o
muerto. Es como una expedición a las regiones polares; toda
manifestación vital ha de aplicarse, tan sólo, a conservar la existencia y debe forzosamente orientarse en este sentido, el resto está de más,
ya que consumiría inútilmente energías.
Es el único modo de salvarnos, y a menudo, yo me considero
un extraño cuando en las horas de tranquilidad, el reflejo misterioso
de otros tiempos me revela, como en un espejo empañado, el
contorno de mi actual existencia; entonces me admira que esa
inefable actividad que conocemos por vida haya podido adaptarse
incluso a esta forma. Todas las demás manifestaciones están sumidas
en un sueño invernal; la vida es tan sólo un constante estar alerta
contra la amenaza de la fin; nos ha convertido en bestias
pensantes para entregarnos el arma del instinto; ha embotado
nuestra sensibilidad para que no desfallezcamos ante el horror que,
con la conciencia clara, nos aniquilaría; ha despertado en nosotros el
sentido de camaradería para librarnos del abismo del aislamiento; nos
ha prestado la indiferencia de los salvajes para que, a pesar de todo,
podamos encontrar siempre el elemento positivo y nos sea posible
conservarlo como defensa contra los ataques de la nada; vivimos así
una existencia cerrada y dura, puramente superficial y sólo de vez en
cuando, un acontecimiento hace saltar algunas chispas de nuestro interior. Entonces, sin embargo, se levanta en nosotros una enorme
llamarada, pesada y terrible, de anhelo...