No sabía que existía la catinga ésa.
Pues a mí el pavo sólo me gustaba asado. Entero, claro. Pavita, pavita pequeña decía mi abuela. Con sus castañas y ciruelas y cosas así, y metiéndole jeringazos de brandy en las carnes, y luego de su salsita. Pero esos muslos tan enormes, o sea los despieces, nunca me han gustado. Y son tan industriales como el pollo, ya ves. Pero me echa para atrás el pavo troceado. Y el pavo en Navidad, es que no lo venden en otro momento. Aunque yo prefiero casi el pato. O el capón. Si lo que me gusta es la guarnición, mucha ciruela y mucho orejón con las patatas y zanahorias y cebollitas. Se me abre el apetito
Una vez encargué el capón, casi cinco quilos. Y cuando lo subí a casa y lo desprecinté resultó que la carnicería se había limitado a traerlo de donde fuera, creo que algún lugar de Gerona. Y ahí estaba el pollo con su casi todo. Sólo le habían quitado las patas. Pero la cabeza y, sobre todo, el interior, estaba ahí. Por si quería añadir los higaditos al mortero, tal vez. Me tuve que poner los guantes de fregar para meter el brazo. Creí que la fastidiaría y al arrancar las vísceras derramaría la hiel y lo echaría todo a perder. Pero lo hice bien. A la semana siguiente el carnicero me oyó. Bueno, no soy de pegar broncas. Pero se lo estuve echando en cara durante algún tiempo, con mucho rencor disfrazado. Aún me revive un poco ahora, al recordarlo