Identidad Hispana: ¿Cristiana, hispanorromana o germana?

La identidad hispana, ¿es de origen cristiano, hispanorromano o germano?

  • Cristiano-católico

    Votos: 4 11,1%
  • Hispanorromano

    Votos: 11 30,6%
  • Germánico-gótico

    Votos: 3 8,3%
  • Las tres a la vez

    Votos: 18 50,0%

  • Total de votantes
    36
Bueno, señora etniana, aquí le pongo una muestra de impuestos en la época medieval, que no son los únicos, hay otros extraordinarios que no aparecen, pero se puede dar una idea de cómo iba esto.

Diezmo: gravamen correspondiente a la décima parte de las cosechas que recaudaba la Iglesia y servía para el mantenimiento del clero. Se generalizó en el siglo XI y permaneció hasta el XIX.

Alcabalas: impuesto castellano que gravaba el comercio de mercancías. En 1342 se generalizó y en 1349 se convirtió en un impuesto permanente. Suponía el 5% y luego el 10% del valor de la venta (aunque raras veces se llega a pagar esta cuantía). Su recaudación se hacía por arrendamiento o por encabezamiento (los municipios se comprometían a cobrar una cantidad, recaudada entre sus vecinos, y a cambio recibían contrapartidas políticas de los monarcas).

Tercias reales: representaban dos novenas partes del diezmo y eran recaudadas de forma similar a las alcabalas.

Excusado: implantado en 1567, consistía en la cesión del diezmo de la tercera mayor casa o hacienda (luego sería la primera) de cada parroquia.
Primicias: consistentes en la cuadragésima y sexagésima parte de los primeros frutos de la tierra y el ganado.

Portazgos: impuesto que se exigía en las puertas de las ciudades y villas principales del reino, sobre las mercaderías que los forasteros introducían en ellas para su venta.

Pontazgos: similar al anterior, pero se paga al cruzar puentes.

Sisas: impuesto indirecto implantado en Aragón y luego en Castilla. Consistí*a en descontar en el momento de la compra una cantidad en el peso de ciertos productos (pan, carne, vino, harina); la diferencia entre el precio pagado y el de lo recibido era la “sisa” (os suena). Como gravaba bienes de primera necesidad era muy impopular.

Millones: impuesto extraordinario fijado por las Cortes de Castila, que se reservaban el control de su administración a través de una Comisión de Millones y comprometían a la Corona a dedicar lo recaudado a un gasto determinado (el primero se concedió a Felipe II en 1590 para reponer las pérdidas de la Armada Invencible).

Sabes cual es el oficio que más peligro tenía?. el de molinero!!. Porque en tiempos de crisis se le acusaba de quedarse con harina, de no pesar bien los panes que hacía, y de "sisar" más de la cuenta.

Era el oficio más peligroso y a la vez más querido. En el molino nunca se pasaba hambre. :cool::cool:
 
Os dejo un ensayo al respecto:

GERMÁNICOS CONTRA BEREBERES;
QUINCE SIGLOS DE HISTORIA DE ESPAÑA.

¿Qué fue la Reconquista? Un criterio superficial de la Historia tiende a considerar España como una especie de fondo o substratum permanente sobre el cual desfilan diversas invasiones, a las que nos hace asistir como solidarios con aquel elemento aborigen. Dominación fenicia, cartaginesa, romana, goda, del sur muy sur... De niños hemos presenciado mentalmente todas esas dominaciones en calidad de sujetos pacientes; es decir, como miembros del pueblo invadido. Ninguno de nosotros, en su infancia romancesca, ha dejado de sentirse sucesor de Viriato, de Sertorio, de los Numantinos [sic]. El invasor era siempre nuestro enemigo; el invadido nuestro compatriota.

Cuando la cosa se considera más despacio, ya al apuntar la madurez, cae uno en esta perplejidad: después de todo -se pregunta- no sólo mi cultura sino aún mi sangre y mis entrañas ¿tienen más de común con el celtíbero aborigen que con el romano civilizado? Es decir, ¿no tendré un perfecto derecho, aún por fuero de la sangre, a mirar la tierra española con ojos de invasor romano; a considerar con orgullo esta tierra no como remota cuna de los míos sino como incorporada por los míos a una nueva forma de cultura y de existencia? ¿Quién me dice que, en el sitio de Numancia, haya dentro de las murallas más sangre mía, más valores de cultura míos, que en los campamentos sitiadores?

Quizá podamos entender esto señaladamente bien los que procedemos de familias que han visto nacer muchas de sus generaciones en la América hispana. Nuestros antepasados tras*atlánticos, como nuestros actuales parientes de allá, se sienten tan americanos como nosotros españoles; pero saben que su calidad americana les viene como descendientes de los que dieron a América su forma presente. Sienten a América como entrañablemente suya porque sus antepasados la ganaron. Aquellos antepasados procedían de otro solar, que ya es, para sus descendientes, más o menos extranjero. En cambio la tierra en que actualmente viven, siglos atrás extranjera, es ahora la suya, la definitivamente incorporada por unos remotos abuelos al destino vital de su estirpe.

Estos dos puntos de vista descansan sobre dos maneras de entender la patria: o como razón de tierra o como razón de destino. Para unos la patria es el asiento físico de la cuna; toda tradición es una tradición espacial, geográfica. Para otros la patria es la tradición física de un destino; la tradición, así entendida, es predominantemente temporal, histórica.

Con esta previa delimitación de conceptos cabe reasumir la cuestión inicial: ¿qué fue la Reconquista? Ya se sabe: desde el punto de vista infantil, el lento recobro de la tierra española por los españoles contra los jovenlandeses que la habían invadido. Pero la cosa no fue así. En primer lugar los jovenlandeses (es más exacto llamarles "los jovenlandeses" que "los árabes"; la mayor parte de los invasores fueron berberiscos del Norte de África; los árabes, raza muy superior, formaban solamente la minoría directora) ocuparon la casi totalidad de la Península en poco tiempo más del necesario para una toma de posesión material, sin lucha. Desde Guadalete (año 711) hasta Covadonga (718) no habla la Historia de ninguna batalla entre forasteros e indígenas. Hasta el reino de Todomir, en Murcia, se constituyó por buenas componendas con los jovenlandeses. Toda la inmensa España fue ocupada en paz. España, naturalmente, con los españoles que habitaban en ella. Los que se replegaron hacia Asturias fueron los supervivientes de entre los dignatarios y militares godos; es decir, de los que tres siglos antes habían sido, a su vez, considerados como invasores. El fondo popular indígena (celtibérico, semítico en gran parte, norteafricano por afinidad en otra, más o menos romanizado todo él) era tan ajeno a los godos como a los agarenos recién llegados. Es más: sentía muchas más razones de simpatía étnica y consuetudinaria con los vecinos del otro lado del estrecho que con los rubios danubianos aparecidos tres siglos antes. Probablemente la masa popular española se sintió mucho más a su gusto gobernada por los jovenlandeses que dominada por los germanos. Esto al principio de la Reconquista; al final no hay ni que hablar. Después de 600, de 700, de casi (en algunos sitios) 800 años de convivencia, la fusión de sangre y usos entre aborígenes y bereberes era indestructible; mientras que la compenetración entre indígenas y godos, entorpecida durante 200 años por la dualidad jurídica y en el fondo rehusada siempre por el sentido racial de los germánicos, no pasó nunca de ser superficial.

La Reconquista no es, pues, una empresa popular española contra una oleada turística extranjera; es, en realidad, una nueva conquista germánica; una pugna multisecular por el poder militar y político entre una minoría semítica de gran raza -los árabes- y una minoría aria de gran raza -los godos-. En esa pugna toman parte bereberes y aborígenes en calidad de gente de tropa unas veces y otras veces en actitud de súbditos resignados de unos u otros dominadores, quizá con marcada preferencia, al menos en gran parte del territorio, por los sarracenos.

Hasta tal punto es la Reconquista una guerra entre partidos y no una guerra de la independencia que a nadie se le ha ocurrido nunca llamar los "españoles" a los que combatían contra los agarenos, sino "los cristianos" por oposición a "los jovenlandeses". La Reconquista fue una disputa bélica por el poder político y militar entre dos pueblos dominadores, polarizada en torno de una pugna religiosa.

Del lado cristiano los jefes preeminentes son todos de sangre goda. A Pelayo se le alza en Covadonga sobre el pavés como continuador de la Monarquía sepultada junto al Guadalete. Los capitanes de los primeros núcleos cristianos tienen un aire inequívoco de príncipes de sangre y mentalidad germánica. Más: se sienten ligados desde el principio a la gran comunidad catolicogermánica europea(1). Cuando Alfonso el Sabio aspira al trono imperial no adopta una actitud extravagante: pleitea, con el alegato de la madurez política de su reino, por lo que podía alentar desde siglos antes en la conciencia de príncipe cristianogermánico de cada jefe de los Estados reconquistadores. La Reconquista es una empresa europea -es decir, en aquella sazón, germánica-. Muchas veces acuden de hecho para guerrear contra los jovenlandeses señores libres de Francia y de Alemania. Los reinos que se forman tienen una planta germánica innegable. Acaso no haya Estados en Europa que tengan mejor impreso el sello europeo de la germanidad que el condado de Barcelona y el reino de León.

* * *

En esquema -abstracción hecha de los mil acarreos e influencias recíprocas de todos los elementos étnicos removidos durante ochocientos años- la Monarquía triunfante de los Reyes Católicos es la restauración de la Monarquía góticoespañola, católicoeuropea, destronada en el siglo VIII. La mentalidad popular distinguía entonces difícilmente entre nación y rey. Por otra parte, considerables extensiones de España, singularmente Asturias, León y el Norte de Castilla habían sido germanizadas, casi sin solución de continuidad, durante mil años (desde principios del siglo V hasta fines del XV, sin más interrupción que los años que van desde el Guadalete hasta el recobro de las tierras del Norte por los jefes godocristianos) sin contar con que su afinidad étnica con el Norte de África era mucho menor que la de las gentes del Sur y Levante. La unidad nacional bajo los Reyes Católicos es, pues, la edificación del Estado unitario español con el sentido europeo, católico, germánico, de toda la Reconquista. Y la culminación de la obra de germanización social y económica de España, no se olvide esto, porque quizá por ahí va a encontrar la constante berebere su primera rendija para la rebelión.

En efecto: el tipo de dominación árabe era preponderantemente político y militar. Los árabes tenían vagamente el sentido de la territorialidad. No se adueñaban de las tierras, en el estricto sentido jurídicoprivado. Así pues la población campesina de las comarcas más largamente dominadas por los árabes (Andalucía, Levante) permanecía en una situación de libre disfrute de la tierra, en forma de pequeña propiedad y, acaso, de propiedades colectivas. El andaluz aborigen, semiberebere, y la población berebere que nutrió más copiosamente las filas árabes, gozaba, pues, una paz elemental y libre, inepta para grandes empresas de cultura, pero deliciosa para un pueblo indolente, imaginativo y melancólico como el andaluz. En cambio los cristianos, germánicos, traían en la sangre el sentido feudal de la propiedad. Cuando conquistaban las tierras erigían sobre ellas señoríos, no ya puramente políticomilitares como los de los árabes, sino patrimoniales al mismo tiempo que políticos. El campesino pasaba, en el caso mejor, a ser vasallo; tiempo adelante, cuando por la atenuación del aspecto jurisdiccional, político, los señoríos van subrayando su carácter patrimonial, los vasallos, completamente desarraigados, caen en la condición terrible de jornaleros.

La organización germánica, de tipo aristocrático, jerárquico, era, en su base, mucho más dura. Para justificar tal dureza su comprometía a realizar alguna gran tarea histórica. Era, en realidad, la dominación política y económica sobre un pueblo casi primitivo. Toda aquella enorme armadura: Monarquía, Iglesia, aristocracia, podía intentar la justificación de sus pesados privilegios a título de cumplidora de un gran destino en la Historia. Y lo intentó por doble camino: la conquista de América y la Contrarreforma(2).

* * *

Es un tópico (puesto en circulación por la literatura berebere de que se hablará más tarde) el decir que la conquista de América es obra de la espontaneidad popular española, realizada casi a despecho de la España oficial. No se puede sostener esa tesis en serio. Muchas de las expediciones se organizaron, ciertamente, como empresa privada; pero el sentido de la cristianización y colonización de América está contenido en el monumento de las Leyes de Indias, obra que encierra un pensamiento constante del Estado español al través [sic] de vicisitudes seculares. Y la conquista de América es también una tesis catolicogermánica. Tiene un sentido de universalidad sin la menor raíz celtibérica y berebere. Sólo Roma y la Cristiandad germánica pudieron tras*mitir a España la vocación expansiva, católica, de la conquista de América. Lo que se llama el espíritu aventurero español ¿será español de veras en el sentido aborigen o berebere o será una de las señales de la sangre germánica? No se desdeñe el dato de que, aún en nuestros días, las regiones de donde sale mayor número de emigrantes, es decir, de aventureros, son las del norte, las más germanizadas, las más europeas, las que, desde un punto de vista castizo y pintoresco, podrían llamarse menos españolas. En cambio es todavía abundantísimo el número de andaluces y levantinos que se trasplanta a jovenlandia, a Orán, a Argelia y que vive allí absolutamente como en su casa, como una cepa que reconoce la tierra lejana de donde arrancaron a su ascendiente. Esta derivación meridional y levantina hacia África no tiene la menor homogeneidad con las expediciones colonizadoras hacia América. Incluso África y América han sido constantemente como las consignas de dos partidos políticos y literarios españoles. De dos partidos que coinciden exactamente en casi todos los instantes con el liberal y el conservador; el popular y el aristocrático; el berebere y el germánico. Era cosa casi obligada que un escritor antiaristocrático, antieclesiástico, antimonárquico, incorporase a su repertorio frases como ésta: "Más valía que la Monarquía española, en vez de extenuar a España en la empresa de América, hubiera buscado nuestra expansión natural, que es África".

Al lado de la conquista de América la España germánica (doblemente germánica ahora bajo la dinastía de los Habsburgo) riñe en Europa el combate católico por la unidad. Lo riñe y, a la larga, lo pierde. Y, como consecuencia, pierde América. La justificación jovenlandesal e histórica de la dominación sobre América se hallaba en la idea de la unidad religiosa del mundo. El catolicismo era la justificación del poder de España. Pero el catolicismo había perdido la partida. Vencido el catolicismo, España se quedaba sin título que alegar para el imperio de Occidente. Su credencial estaba caducada. Ya lo vio el astuto [sic] Richelieu que, para hundir a la casa de Austria, no vaciló en auxiliar a los paladines de la Reforma. Sabía muy bien que la piedra angular de los Habsburgo era la unidad católica de la Cristiandad.

Y así, perdida la partida en Europa primero, en América después ¿qué tarea de valor universal alegaría la España dominadora -Monarquía, Iglesia, aristocracia- para conservar su situación de privilegio? Falta de justificación histórica, dimitida toda función directiva, sus ventajas económicas y políticas quedaban en puro abuso. Por otra parte, con la falta de empleo, las clases directoras habían perdido el brío, incluso para la propia defensa. Se observa una colección de fenómenos semejantes en extremo a la decadencia de la monarquía visigótica. Y la fuerza latente, nunca extinguida, del pueblo berebere sometido, inicia abiertamente su desquite.

* * *

Porque, aún en las horas cenitales de la dominación, la "constante berebere" no había dejado de existir y de obrar nunca. Los pueblos superpuestos, dominador y dominado, germánico y aborigen berebere, no se habían fundido. Ni siquiera se entendían. El pueblo dominador vigilaba el no mezclarse con el dominado (hasta 1756 no se deroga una pragmática de Isabel la Católica que exigía probar pureza de sangre, es decir, condición de cristiano viejo, sin mezcla de judío o jovenlandés, aún para desempeñar modestísimas funciones de autoridad). El pueblo dominado, entre tanto, detesta al dominador. Con un giro muy típico, adopta respecto de los dominadores apariencia de sumisión irónica. En Andalucía se llega a los más exagerados extremos de adulación; pero bajo esa adulación aparente se venga la más desdeñosa zumba hacia el adulado. Esta actitud, la burla, es la más dulcemente resignada que adopta el pueblo desposeído. Más arriba aparece ya el repruebo y, sobre todo, la afirmación permanente de la separación. En España la expresión "el pueblo" guarda siempre un tono particularista y hostil. El "pueblo hebreo" comprendía, naturalmente, a los profetas. El "pueblo inglés" incluye a los lores; ¡a buena hora permitiría un inglés corriente que no le considerasen solidarizado, bajo la denominación popular de inglés, con los primeros jerarcas del país! Aquí no: cuando se dice "el pueblo" se quiere decir lo indiferenciado, lo incalificado; lo que no es aristocracia, ni iglesia, ni milicia, ni jerarquía de ninguna especie. El mismo Don Manuel Azaña ha dicho: "no creo en los intelectuales, ni en los militares, ni en los políticos; no creo más que en el pueblo". Pero entonces los intelectuales, los militares, los políticos, como los eclesiásticos y los aristócratas ¿no forman parte del pueblo? En España no, porque hay dos pueblos, y cuando se habla del "pueblo", sin especificar, se alude al sojuzgado, al sustraído a su siempre añorada existencia primitiva, indiferenciada, antijerárquica y que, por lo mismo, detesta rencorosamente toda jerarquía, característica del pueblo dominador.

Tal dualidad ha penetrado todas las manifestaciones de la vida española, incluso las de apariencia menos popular. Por ejemplo, el fenómeno europeo de la Reforma tuvo en España una versión reducida, pero absolutamente impregnada de la pugna entre germánicos y bereberes, entre dominadores y dominados. En España no se dio un solo caso de hereje príncipe, como en Francia o en Alemania. Los grandes señores se mantuvieron aferrados a su religión de casta. Todo hereje, pequeño burgués o letrado, era como un vengador de los oprimidos. En su disidencia alentaba más que un tema teológico una incurable inquina contra el aparato oficial, formidable, de Monarquía, Iglesia, aristocracia...

Y así hasta las fechas más recientes. La línea berebere, más aparente cada vez según ve declinar la fuerza contraria, asoma en toda la intelectualidad de izquierda, de Larra hacia acá. Ni la fidelidad a las modas extranjeras logra ocultar un tonillo de resentimiento de vencidos en toda la producción literaria española de los cien últimos años. En cualquier escritor de izquierdas hay un gusto morboso por demoler, tan persistente y tan desazonante que no se puede alimentar sino de una animosidad personal, de casta humillada. Monarquía, Iglesia, aristocracia, milicia, ponen nerviosos a los intelectuales de izquierda, de una izquierda que para estos efectos empieza bastante a la derecha. No es que sometan aquellas instituciones a crítica; es que, en presencia de ellas, les acomete un desasosiego ancestral como el que acomete a los etnianos cuando se les nombra a la bicha. En el fondo los dos efectos son manifestaciones del mismo viejo llamamiento de la sangre berebere. Lo que odian, sin saberlo, no es el fracaso de las instituciones que denigran, sino su remoto triunfo; su triunfo sobre ellos, sobre los que las odian. Son los bereberes vencidos que no perdonan a los vencedores -católicos, germánicos- haber sido los portadores del mensaje de Europa.

El resentimiento ha esterilizado en España toda posibilidad de cultura. Las clases directoras no han dado nada a la cultura, que en ninguna parte suele ser su misión específica. Las clases sometidas, para producir algo considerable desde el punto de vista de la cultura, tenían que haber aceptado el cuadro de valores europeo, germánico, que es el vigente; y eso les suscitaba una da repelúsncia infinita por ser, en el fondo, el de los odiados dominadores.

Así, grosso modo, puede decirse que la aportación de España a la cultura moderna es igual a cero. Salvo algún ingente esfuerzo individual, desligado de toda escuela, y algún pequeño cenáculo inevitablemente envuelto en un halo de extranjería.

* * *

Tras de las escaramuzas tenía que llegar la batalla. Y ha llegado: es la República de 1931; va a ser, sobre todo, la República de 1936. Estas fechas, singularmente la segunda, representan la demolición de todo el aparato monárquico, religioso, aristocrático y militar que aún afirmaba, aunque en ruinas, la europeidad de España. Desde luego la máquina estaba inoperante; pero lo grave es que su destrucción representa el desquite de la Reconquista, es decir, la nueva oleada turística berebere. Volveremos a lo indiferenciado. Probablemente se ganará en placidez elemental en las condiciones populares de vida. Acaso el campesino andaluz, infinitamente triste y nostálgico, reanude el silencioso coloquio con la tierra de que fue desposeído. Casi media España se sentirá expresada inmejorablemente si esto ocurre. Desde luego se habrá conseguido un perfecto ajuste en lo natural. Pero lo malo es que entonces será pueblo único, ya dominador y dominado en una sola pieza, un pueblo sin la más mínima aptitud para la cultura universal. La tuvieron los árabes; pero los árabes eran una pequeña casta directora, ya mil veces diluida en el fondo humano superviviente. La masa, que es la que va a triunfar ahora, no es árabe sino berebere. Lo que va a ser vencido es el resto germánico que aún nos ligaba con Europa.

Acaso España se parta en pedazos, desde una frontera que dibuje, dentro de la Península el verdadero límite de África. Acaso toda España se africanice. Lo indudable es que, para mucho tiempo, España dejará de contar en Europa. Y entonces, los que por solidaridad de cultura y aún por misteriosa voz de sangre nos sentimos ligados al destino europeo, ¿podremos tras*mutar nuestro patriotismo de estirpe, que ama a esta tierra porque nuestros antepasados la ganaron para darle forma, en un patriotismo telúrico, que ame a esta tierra por ser ella, a pesar de que en su anchura haya enmudecido hasta el último eco de nuestro destino familiar?

13 agosto 1936

(1) En esta cuartilla, la numerada con el 10 en el original, aparece escrito al margen: Referencia a la legislación (Fuero Real, germánico, etc...), arquitectura, literatura (afinidad con la francesa, etc. apenas influencia literaria árabe).

(2) Aquí, en la cuartilla numerada con el 17 en el original, aparece escrita la nota: hasta aquí.



[Versión contrastada con el texto manuscrito, recogida en Rafael Ibáñez Hernández, "La memoria escrita de José Antonio", Aportes (Madrid) 50, p. 146-161]
 
Recomiendo el museo de la tortura medieval de Santillana del Mar, por si vais por ahí. Lo malo en la Edad Media no era morir, que en cierto modo descansabas, sino las torturas antes de morir, a eso le tenían miedo. La fin era una liberación para gente que era explotada y no podía salir de las tierras de su señor, los famosos Siervos de la Gleba.

Yo estuve en una exposición sobre instrumentos de tortura, y la verdad es que te da una idea de lo persuasivos que eran... :rolleye: hay incluso dibujos y retratos de gente torturada con una cara de loca que ni en mis peores sueños.

Primicias: consistentes en la cuadragésima y sexagésima parte de los primeros frutos de la tierra y el ganado.

Estas yo las he conocido en mi pueblo hace 20 años. El cura nos mandaba una carta recordándonos que llegaba el Domingo de Primicias, y se supone que cada familia aportaba lo que fuera en el mismo sobre, así el cura se enteraba de cuánto aportaba cada quién.
 
Yo estuve en una exposición sobre instrumentos de tortura, y la verdad es que te da una idea de lo persuasivos que eran... :rolleye: hay incluso dibujos y retratos de gente torturada con una cara de loca que ni en mis peores sueños.



Estas yo las he conocido en mi pueblo hace 20 años. El cura nos mandaba una carta recordándonos que llegaba el Domingo de Primicias, y se supone que cada familia aportaba lo que fuera en el mismo sobre, así el cura se enteraba de cuánto aportaba cada quién.


Ummm creo que aquí puede haber tema. He ligao!!. Me acercaré un poco más y dejaré el cubata en la barra... y le hablaré de cosas bonitas:rolleyes:

Pues sí amiga etniana, hablando de locos,:rolleye: se creían que estaban poseídos por le malo y para curarlos les hacían mil torturas. Desde trepanar el cráneo hasta sumergirlo en agua fría. La que más se utilizaba era ponerle atado en un taburete mientras el loco chillaba. Se le daba vueltas...y más vueltas y más vueltas...hasta que perdía la conciencia.

No curaba, pero al menos descansaban los oídos.

Una manera muy práctica de saber si una persona era culpable de un delito, es de la forma siguiente: Le ataban una piedra en el cuello y lo tiraban al lago o al río, si se hundía era que era inocente o que Dios le perdonaba los pecados, si salía a flote es que las aguas le escupían y era culpable, con lo cual había de quemarlo en la hoguera. :roto2:
 
:XX: No trolees, que esto no es la guardería.

Mejor será abrir un hilo sobre torturas, que es un tema que da para muuuucho. :8:
 
Ummm creo que aquí puede haber tema. He ligao!!. Me acercaré un poco más y dejaré el cubata en la barra... y le hablaré de cosas bonitas:rolleyes:

Pues sí amiga etniana, hablando de locos,:rolleye: se creían que estaban poseídos por le malo y para curarlos les hacían mil torturas. Desde trepanar el cráneo hasta sumergirlo en agua fría. La que más se utilizaba era ponerle atado en un taburete mientras el loco chillaba. Se le daba vueltas...y más vueltas y más vueltas...hasta que perdía la conciencia.

No curaba, pero al menos descansaban los oídos.

Una manera muy práctica de saber si una persona era culpable de un delito, es de la forma siguiente: Le ataban una piedra en el cuello y lo tiraban al lago o al río, si se hundía era que era inocente o que Dios le perdonaba los pecados, si salía a flote es que las aguas le escupían y era culpable, con lo cual había de quemarlo en la hoguera. :roto2:

Qué gran época, y cuánto hemos retrocedido. :Aplauso:
 
Los Banu Qasis eran cristianos renegados, o también podemos hablar del poco conocido Reino de Tudmir en Murcia, no era otra cosa que el reino de un noble godo que se pasó a las filas fiel a la religión del amoras, un tal Tudmiro.

Tudmiro no se pasó a las filas fiel a la religión del amoras, sino que pactó mantener su condado, la ley y la religión católica a cambio de tributos. Esto se mantuvo por cerca de un siglo más o menos hasta que pasó a ser una provincia más de Al Andalus, aunque la zona que ocupaba el condado (y que luego pasó a llamarse la Cora de Tudmiro") hasta la misma conquista por Jaime I mantuvo una reseñable población cristiana.
 
Os dejo un ensayo al respecto:

GERMÁNICOS CONTRA BEREBERES;
QUINCE SIGLOS DE HISTORIA DE ESPAÑA.

¿Qué fue la Reconquista? Un criterio superficial de la Historia tiende a considerar España como una especie de fondo o substratum permanente sobre el cual desfilan diversas invasiones, a las que nos hace asistir como solidarios con aquel elemento aborigen. Dominación fenicia, cartaginesa, romana, goda, del sur muy sur... De niños hemos presenciado mentalmente todas esas dominaciones en calidad de sujetos pacientes; es decir, como miembros del pueblo invadido. Ninguno de nosotros, en su infancia romancesca, ha dejado de sentirse sucesor de Viriato, de Sertorio, de los Numantinos [sic]. El invasor era siempre nuestro enemigo; el invadido nuestro compatriota.

Cuando la cosa se considera más despacio, ya al apuntar la madurez, cae uno en esta perplejidad: después de todo -se pregunta- no sólo mi cultura sino aún mi sangre y mis entrañas ¿tienen más de común con el celtíbero aborigen que con el romano civilizado? Es decir, ¿no tendré un perfecto derecho, aún por fuero de la sangre, a mirar la tierra española con ojos de invasor romano; a considerar con orgullo esta tierra no como remota cuna de los míos sino como incorporada por los míos a una nueva forma de cultura y de existencia? ¿Quién me dice que, en el sitio de Numancia, haya dentro de las murallas más sangre mía, más valores de cultura míos, que en los campamentos sitiadores?

Quizá podamos entender esto señaladamente bien los que procedemos de familias que han visto nacer muchas de sus generaciones en la América hispana. Nuestros antepasados tras*atlánticos, como nuestros actuales parientes de allá, se sienten tan americanos como nosotros españoles; pero saben que su calidad americana les viene como descendientes de los que dieron a América su forma presente. Sienten a América como entrañablemente suya porque sus antepasados la ganaron. Aquellos antepasados procedían de otro solar, que ya es, para sus descendientes, más o menos extranjero. En cambio la tierra en que actualmente viven, siglos atrás extranjera, es ahora la suya, la definitivamente incorporada por unos remotos abuelos al destino vital de su estirpe.

Estos dos puntos de vista descansan sobre dos maneras de entender la patria: o como razón de tierra o como razón de destino. Para unos la patria es el asiento físico de la cuna; toda tradición es una tradición espacial, geográfica. Para otros la patria es la tradición física de un destino; la tradición, así entendida, es predominantemente temporal, histórica.

Con esta previa delimitación de conceptos cabe reasumir la cuestión inicial: ¿qué fue la Reconquista? Ya se sabe: desde el punto de vista infantil, el lento recobro de la tierra española por los españoles contra los jovenlandeses que la habían invadido. Pero la cosa no fue así. En primer lugar los jovenlandeses (es más exacto llamarles "los jovenlandeses" que "los árabes"; la mayor parte de los invasores fueron berberiscos del Norte de África; los árabes, raza muy superior, formaban solamente la minoría directora) ocuparon la casi totalidad de la Península en poco tiempo más del necesario para una toma de posesión material, sin lucha. Desde Guadalete (año 711) hasta Covadonga (718) no habla la Historia de ninguna batalla entre forasteros e indígenas. Hasta el reino de Todomir, en Murcia, se constituyó por buenas componendas con los jovenlandeses. Toda la inmensa España fue ocupada en paz. España, naturalmente, con los españoles que habitaban en ella. Los que se replegaron hacia Asturias fueron los supervivientes de entre los dignatarios y militares godos; es decir, de los que tres siglos antes habían sido, a su vez, considerados como invasores. El fondo popular indígena (celtibérico, semítico en gran parte, norteafricano por afinidad en otra, más o menos romanizado todo él) era tan ajeno a los godos como a los agarenos recién llegados. Es más: sentía muchas más razones de simpatía étnica y consuetudinaria con los vecinos del otro lado del estrecho que con los rubios danubianos aparecidos tres siglos antes. Probablemente la masa popular española se sintió mucho más a su gusto gobernada por los jovenlandeses que dominada por los germanos. Esto al principio de la Reconquista; al final no hay ni que hablar. Después de 600, de 700, de casi (en algunos sitios) 800 años de convivencia, la fusión de sangre y usos entre aborígenes y bereberes era indestructible; mientras que la compenetración entre indígenas y godos, entorpecida durante 200 años por la dualidad jurídica y en el fondo rehusada siempre por el sentido racial de los germánicos, no pasó nunca de ser superficial.

La Reconquista no es, pues, una empresa popular española contra una oleada turística extranjera; es, en realidad, una nueva conquista germánica; una pugna multisecular por el poder militar y político entre una minoría semítica de gran raza -los árabes- y una minoría aria de gran raza -los godos-. En esa pugna toman parte bereberes y aborígenes en calidad de gente de tropa unas veces y otras veces en actitud de súbditos resignados de unos u otros dominadores, quizá con marcada preferencia, al menos en gran parte del territorio, por los sarracenos.

Hasta tal punto es la Reconquista una guerra entre partidos y no una guerra de la independencia que a nadie se le ha ocurrido nunca llamar los "españoles" a los que combatían contra los agarenos, sino "los cristianos" por oposición a "los jovenlandeses". La Reconquista fue una disputa bélica por el poder político y militar entre dos pueblos dominadores, polarizada en torno de una pugna religiosa.

Del lado cristiano los jefes preeminentes son todos de sangre goda. A Pelayo se le alza en Covadonga sobre el pavés como continuador de la Monarquía sepultada junto al Guadalete. Los capitanes de los primeros núcleos cristianos tienen un aire inequívoco de príncipes de sangre y mentalidad germánica. Más: se sienten ligados desde el principio a la gran comunidad catolicogermánica europea(1). Cuando Alfonso el Sabio aspira al trono imperial no adopta una actitud extravagante: pleitea, con el alegato de la madurez política de su reino, por lo que podía alentar desde siglos antes en la conciencia de príncipe cristianogermánico de cada jefe de los Estados reconquistadores. La Reconquista es una empresa europea -es decir, en aquella sazón, germánica-. Muchas veces acuden de hecho para guerrear contra los jovenlandeses señores libres de Francia y de Alemania. Los reinos que se forman tienen una planta germánica innegable. Acaso no haya Estados en Europa que tengan mejor impreso el sello europeo de la germanidad que el condado de Barcelona y el reino de León.

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En esquema -abstracción hecha de los mil acarreos e influencias recíprocas de todos los elementos étnicos removidos durante ochocientos años- la Monarquía triunfante de los Reyes Católicos es la restauración de la Monarquía góticoespañola, católicoeuropea, destronada en el siglo VIII. La mentalidad popular distinguía entonces difícilmente entre nación y rey. Por otra parte, considerables extensiones de España, singularmente Asturias, León y el Norte de Castilla habían sido germanizadas, casi sin solución de continuidad, durante mil años (desde principios del siglo V hasta fines del XV, sin más interrupción que los años que van desde el Guadalete hasta el recobro de las tierras del Norte por los jefes godocristianos) sin contar con que su afinidad étnica con el Norte de África era mucho menor que la de las gentes del Sur y Levante. La unidad nacional bajo los Reyes Católicos es, pues, la edificación del Estado unitario español con el sentido europeo, católico, germánico, de toda la Reconquista. Y la culminación de la obra de germanización social y económica de España, no se olvide esto, porque quizá por ahí va a encontrar la constante berebere su primera rendija para la rebelión.

En efecto: el tipo de dominación árabe era preponderantemente político y militar. Los árabes tenían vagamente el sentido de la territorialidad. No se adueñaban de las tierras, en el estricto sentido jurídicoprivado. Así pues la población campesina de las comarcas más largamente dominadas por los árabes (Andalucía, Levante) permanecía en una situación de libre disfrute de la tierra, en forma de pequeña propiedad y, acaso, de propiedades colectivas. El andaluz aborigen, semiberebere, y la población berebere que nutrió más copiosamente las filas árabes, gozaba, pues, una paz elemental y libre, inepta para grandes empresas de cultura, pero deliciosa para un pueblo indolente, imaginativo y melancólico como el andaluz. En cambio los cristianos, germánicos, traían en la sangre el sentido feudal de la propiedad. Cuando conquistaban las tierras erigían sobre ellas señoríos, no ya puramente políticomilitares como los de los árabes, sino patrimoniales al mismo tiempo que políticos. El campesino pasaba, en el caso mejor, a ser vasallo; tiempo adelante, cuando por la atenuación del aspecto jurisdiccional, político, los señoríos van subrayando su carácter patrimonial, los vasallos, completamente desarraigados, caen en la condición terrible de jornaleros.

La organización germánica, de tipo aristocrático, jerárquico, era, en su base, mucho más dura. Para justificar tal dureza su comprometía a realizar alguna gran tarea histórica. Era, en realidad, la dominación política y económica sobre un pueblo casi primitivo. Toda aquella enorme armadura: Monarquía, Iglesia, aristocracia, podía intentar la justificación de sus pesados privilegios a título de cumplidora de un gran destino en la Historia. Y lo intentó por doble camino: la conquista de América y la Contrarreforma(2).

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Es un tópico (puesto en circulación por la literatura berebere de que se hablará más tarde) el decir que la conquista de América es obra de la espontaneidad popular española, realizada casi a despecho de la España oficial. No se puede sostener esa tesis en serio. Muchas de las expediciones se organizaron, ciertamente, como empresa privada; pero el sentido de la cristianización y colonización de América está contenido en el monumento de las Leyes de Indias, obra que encierra un pensamiento constante del Estado español al través [sic] de vicisitudes seculares. Y la conquista de América es también una tesis catolicogermánica. Tiene un sentido de universalidad sin la menor raíz celtibérica y berebere. Sólo Roma y la Cristiandad germánica pudieron tras*mitir a España la vocación expansiva, católica, de la conquista de América. Lo que se llama el espíritu aventurero español ¿será español de veras en el sentido aborigen o berebere o será una de las señales de la sangre germánica? No se desdeñe el dato de que, aún en nuestros días, las regiones de donde sale mayor número de emigrantes, es decir, de aventureros, son las del norte, las más germanizadas, las más europeas, las que, desde un punto de vista castizo y pintoresco, podrían llamarse menos españolas. En cambio es todavía abundantísimo el número de andaluces y levantinos que se trasplanta a jovenlandia, a Orán, a Argelia y que vive allí absolutamente como en su casa, como una cepa que reconoce la tierra lejana de donde arrancaron a su ascendiente. Esta derivación meridional y levantina hacia África no tiene la menor homogeneidad con las expediciones colonizadoras hacia América. Incluso África y América han sido constantemente como las consignas de dos partidos políticos y literarios españoles. De dos partidos que coinciden exactamente en casi todos los instantes con el liberal y el conservador; el popular y el aristocrático; el berebere y el germánico. Era cosa casi obligada que un escritor antiaristocrático, antieclesiástico, antimonárquico, incorporase a su repertorio frases como ésta: "Más valía que la Monarquía española, en vez de extenuar a España en la empresa de América, hubiera buscado nuestra expansión natural, que es África".

Al lado de la conquista de América la España germánica (doblemente germánica ahora bajo la dinastía de los Habsburgo) riñe en Europa el combate católico por la unidad. Lo riñe y, a la larga, lo pierde. Y, como consecuencia, pierde América. La justificación jovenlandesal e histórica de la dominación sobre América se hallaba en la idea de la unidad religiosa del mundo. El catolicismo era la justificación del poder de España. Pero el catolicismo había perdido la partida. Vencido el catolicismo, España se quedaba sin título que alegar para el imperio de Occidente. Su credencial estaba caducada. Ya lo vio el astuto [sic] Richelieu que, para hundir a la casa de Austria, no vaciló en auxiliar a los paladines de la Reforma. Sabía muy bien que la piedra angular de los Habsburgo era la unidad católica de la Cristiandad.

Y así, perdida la partida en Europa primero, en América después ¿qué tarea de valor universal alegaría la España dominadora -Monarquía, Iglesia, aristocracia- para conservar su situación de privilegio? Falta de justificación histórica, dimitida toda función directiva, sus ventajas económicas y políticas quedaban en puro abuso. Por otra parte, con la falta de empleo, las clases directoras habían perdido el brío, incluso para la propia defensa. Se observa una colección de fenómenos semejantes en extremo a la decadencia de la monarquía visigótica. Y la fuerza latente, nunca extinguida, del pueblo berebere sometido, inicia abiertamente su desquite.

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Porque, aún en las horas cenitales de la dominación, la "constante berebere" no había dejado de existir y de obrar nunca. Los pueblos superpuestos, dominador y dominado, germánico y aborigen berebere, no se habían fundido. Ni siquiera se entendían. El pueblo dominador vigilaba el no mezclarse con el dominado (hasta 1756 no se deroga una pragmática de Isabel la Católica que exigía probar pureza de sangre, es decir, condición de cristiano viejo, sin mezcla de judío o jovenlandés, aún para desempeñar modestísimas funciones de autoridad). El pueblo dominado, entre tanto, detesta al dominador. Con un giro muy típico, adopta respecto de los dominadores apariencia de sumisión irónica. En Andalucía se llega a los más exagerados extremos de adulación; pero bajo esa adulación aparente se venga la más desdeñosa zumba hacia el adulado. Esta actitud, la burla, es la más dulcemente resignada que adopta el pueblo desposeído. Más arriba aparece ya el repruebo y, sobre todo, la afirmación permanente de la separación. En España la expresión "el pueblo" guarda siempre un tono particularista y hostil. El "pueblo hebreo" comprendía, naturalmente, a los profetas. El "pueblo inglés" incluye a los lores; ¡a buena hora permitiría un inglés corriente que no le considerasen solidarizado, bajo la denominación popular de inglés, con los primeros jerarcas del país! Aquí no: cuando se dice "el pueblo" se quiere decir lo indiferenciado, lo incalificado; lo que no es aristocracia, ni iglesia, ni milicia, ni jerarquía de ninguna especie. El mismo Don Manuel Azaña ha dicho: "no creo en los intelectuales, ni en los militares, ni en los políticos; no creo más que en el pueblo". Pero entonces los intelectuales, los militares, los políticos, como los eclesiásticos y los aristócratas ¿no forman parte del pueblo? En España no, porque hay dos pueblos, y cuando se habla del "pueblo", sin especificar, se alude al sojuzgado, al sustraído a su siempre añorada existencia primitiva, indiferenciada, antijerárquica y que, por lo mismo, detesta rencorosamente toda jerarquía, característica del pueblo dominador.

Tal dualidad ha penetrado todas las manifestaciones de la vida española, incluso las de apariencia menos popular. Por ejemplo, el fenómeno europeo de la Reforma tuvo en España una versión reducida, pero absolutamente impregnada de la pugna entre germánicos y bereberes, entre dominadores y dominados. En España no se dio un solo caso de hereje príncipe, como en Francia o en Alemania. Los grandes señores se mantuvieron aferrados a su religión de casta. Todo hereje, pequeño burgués o letrado, era como un vengador de los oprimidos. En su disidencia alentaba más que un tema teológico una incurable inquina contra el aparato oficial, formidable, de Monarquía, Iglesia, aristocracia...

Y así hasta las fechas más recientes. La línea berebere, más aparente cada vez según ve declinar la fuerza contraria, asoma en toda la intelectualidad de izquierda, de Larra hacia acá. Ni la fidelidad a las modas extranjeras logra ocultar un tonillo de resentimiento de vencidos en toda la producción literaria española de los cien últimos años. En cualquier escritor de izquierdas hay un gusto morboso por demoler, tan persistente y tan desazonante que no se puede alimentar sino de una animosidad personal, de casta humillada. Monarquía, Iglesia, aristocracia, milicia, ponen nerviosos a los intelectuales de izquierda, de una izquierda que para estos efectos empieza bastante a la derecha. No es que sometan aquellas instituciones a crítica; es que, en presencia de ellas, les acomete un desasosiego ancestral como el que acomete a los etnianos cuando se les nombra a la bicha. En el fondo los dos efectos son manifestaciones del mismo viejo llamamiento de la sangre berebere. Lo que odian, sin saberlo, no es el fracaso de las instituciones que denigran, sino su remoto triunfo; su triunfo sobre ellos, sobre los que las odian. Son los bereberes vencidos que no perdonan a los vencedores -católicos, germánicos- haber sido los portadores del mensaje de Europa.

El resentimiento ha esterilizado en España toda posibilidad de cultura. Las clases directoras no han dado nada a la cultura, que en ninguna parte suele ser su misión específica. Las clases sometidas, para producir algo considerable desde el punto de vista de la cultura, tenían que haber aceptado el cuadro de valores europeo, germánico, que es el vigente; y eso les suscitaba una da repelúsncia infinita por ser, en el fondo, el de los odiados dominadores.

Así, grosso modo, puede decirse que la aportación de España a la cultura moderna es igual a cero. Salvo algún ingente esfuerzo individual, desligado de toda escuela, y algún pequeño cenáculo inevitablemente envuelto en un halo de extranjería.

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Tras de las escaramuzas tenía que llegar la batalla. Y ha llegado: es la República de 1931; va a ser, sobre todo, la República de 1936. Estas fechas, singularmente la segunda, representan la demolición de todo el aparato monárquico, religioso, aristocrático y militar que aún afirmaba, aunque en ruinas, la europeidad de España. Desde luego la máquina estaba inoperante; pero lo grave es que su destrucción representa el desquite de la Reconquista, es decir, la nueva oleada turística berebere. Volveremos a lo indiferenciado. Probablemente se ganará en placidez elemental en las condiciones populares de vida. Acaso el campesino andaluz, infinitamente triste y nostálgico, reanude el silencioso coloquio con la tierra de que fue desposeído. Casi media España se sentirá expresada inmejorablemente si esto ocurre. Desde luego se habrá conseguido un perfecto ajuste en lo natural. Pero lo malo es que entonces será pueblo único, ya dominador y dominado en una sola pieza, un pueblo sin la más mínima aptitud para la cultura universal. La tuvieron los árabes; pero los árabes eran una pequeña casta directora, ya mil veces diluida en el fondo humano superviviente. La masa, que es la que va a triunfar ahora, no es árabe sino berebere. Lo que va a ser vencido es el resto germánico que aún nos ligaba con Europa.

Acaso España se parta en pedazos, desde una frontera que dibuje, dentro de la Península el verdadero límite de África. Acaso toda España se africanice. Lo indudable es que, para mucho tiempo, España dejará de contar en Europa. Y entonces, los que por solidaridad de cultura y aún por misteriosa voz de sangre nos sentimos ligados al destino europeo, ¿podremos tras*mutar nuestro patriotismo de estirpe, que ama a esta tierra porque nuestros antepasados la ganaron para darle forma, en un patriotismo telúrico, que ame a esta tierra por ser ella, a pesar de que en su anchura haya enmudecido hasta el último eco de nuestro destino familiar?

13 agosto 1936

(1) En esta cuartilla, la numerada con el 10 en el original, aparece escrito al margen: Referencia a la legislación (Fuero Real, germánico, etc...), arquitectura, literatura (afinidad con la francesa, etc. apenas influencia literaria árabe).

(2) Aquí, en la cuartilla numerada con el 17 en el original, aparece escrita la nota: hasta aquí.



[Versión contrastada con el texto manuscrito, recogida en Rafael Ibáñez Hernández, "La memoria escrita de José Antonio", Aportes (Madrid) 50, p. 146-161]

Me parece un ensayo bastante pro-jovenlandés. No lo veo muy objetivo. Lo reduce todo a jovenlandeses y germánicos, olvidándose de los hispanorromanos, que son el sustrato original. Intenta presentar a los jovenlandeses como pobres víctimas pacíficas, cuando se sabe que no lo fueron para nada. Y tampoco es cierto que hubiera pocos por el norte, porque se han encontrado restos de unos cuantos cementerios fiel a la religión del amores en ciudades del norte de España.

En lo que sí le doy la razón es en lo de las dos Españas. Y que probablemente el resentimiento y el complejo de inferioridad que tiene el español medio venga de un país dividido entre vencedores y vencidos. :rolleyes:
 
Me parece un ensayo bastante pro-jovenlandés. No lo veo muy objetivo. Lo reduce todo a jovenlandeses y germánicos, olvidándose de los hispanorromanos

Estoy de acuerdo contigo. Lo germánico fue minoría aristócrata, lo hispanorromano es el sustrato.
Que cuelgue cosas no quiere decir que las suscriba al 100%.
 
Sois una panda de fascistas. Todo el mundo sabe que los españoles venimos de los jovenlandeses. Hay que leer más a Américo Castro y Juan Goytisolo.:D:D:D:D
 
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