AUTOESTIMA MAJADERA
Himbersor
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El infierno del día a día en los mataderos: maltrato animal, alcohol, drojas y machismo
Un feto casi formado. Es lo que hizo decir basta a Mauricio García Pereira, un antiguo trabajador del matadero de Limoges, uno de los centros más gigantescos de toda la industria cárnica francesa. "Es el más grande de toda Francia", insiste, mientras relata su experiencia.
Estaba trabajando en la tripería –el taller donde se extraen las vísceras de los animales muertos– y jamás pensó toparse con aquello. Al desgarrar a una de las vacas, se percató de que en su interior había algo más que órganos sangrientos. El tacto con la placenta le hizo soltar un taco: «¡Me cachis!», así lo cuenta en su libro Maltrato animal, sufrimiento humano. Tras avisar a su superior de que el animal llevaba en su interior un ternero al que apenas le quedaban días para ver la vida, se le ordenó que recogiera los restos de la cría muerta y los depositara en la sarama. No le hizo falta mucho más tiempo para entender que no se encontraba ante una fallo puntual en el sistema, sino ante una práctica cotidiana.
"Todos los días, premeditadamente, dan el pasaporte a propósito y de manera calculada a una media de entre 20 y 30 vacas de la raza limusina que están preñadas", explica a Público este antiguo trabajador de la industria cárnica. Mauricio, hijo de migrantes gallegos, nació en Düsseldorf (Alemania), aunque regresó a la tierra de sus padres siendo niño. De hecho, el retorno a España vino acompañado de los primeros contactos con las prácticas ganaderas. Unas prácticas que, según explica, nunca estuvieron manchadas por la crueldad que vio en los mataderos. "De pequeño he visto nacer terneros, les daba de comer, jugaba con ellos. Crecí en una granja enorme y jamás vi algo parecido", expone.
"Lo volvería a hacer dos mil veces más"
Después de varios años trabajando en el centro de Limoges, con la imagen de los fetos muertos en sus retinas, García Pereira tomó el camino de la rebelión y, con la ayuda del grupo animalista L214, colocó cámaras secretas en el interior del matadero. Esta fue una de las primeras veces en las que la sociedad francesa pudo conocer de primera mano cómo la explotación intensiva del sector cárnico. El escándalo le costo su puesto de trabajo, pero echando la vista atrás no parece importarle demasiado. "Lo volvería a hacer dos mil veces más", apostilla.
La denuncia de este trabajador no apuntaba sólo a la crueldad del sector, sino al sistema que hay detrás; a los lobbies de presión y a "la bajada de pantalones" que todos los organismos hacen ante ellos. "No me puedo explicar que un país como Francia, que presume de su cocina, de la calidad de sus productos, que presume de todo y más, permita esto por dinero", argumenta, para terminar explicando que el centro industrial de Limoges es público, por lo que las grabaciones pusieron en entredicho la gestión de las instituciones francesas.
El peso psicológico
"No todo el mundo sirve para ser matarife". Es una de las reflexiones que se pueden extraer de la publicación. García desconoce cuál puede ser la mejor preparación psicológica que permita a una persona afrontar el sacrificio de animales como un ejercicio cotidiano. "Te puedes poner cascos o tapones en los oídos, pero terminas escuchando los gritos de los animales, el ruido de las madres llamando a los terneros y el de los terneros llamando a sus madres o los chillidos agudos de los cerdos", advierte. El hermetismo de un establecimiento cubierto de utensilios metálicos, los animales tratando de huir, la sangre en los uniformes..., todo ello pone al límite a la mente de los operarios, que en muchas ocasiones sólo pueden recurrir al alcohol y las drojas para tratar de evadirse.
"Te puedes poner cascos o tapones en los oídos, pero terminas escuchando los gritos de los animales"
"Había gente que bebía allí, sobre todo el servicio de veterinario. Gente que bebía y se ponía hasta el ojo ciego desde las ocho de la mañana. Sobre todo los viernes, porque era el último día", detalla. Sin embargo, reconoce que la mayoría de los matarifes, que manejan utensilios punzantes, no beben en sus puestos de trabajo, pero sí al terminar la jornada. "Yo mismo tuve épocas de tomar drojas y alcohol, sobre todo alcohol, para poder dormir sin pesadillas siete horas seguidas".
Este clima de violencia, junto al ritmo de producción que lleva a cada matarife a sacrificar a cerca de 200 vacas al día, sobrepasa a los trabajadores y en ocasiones desemboca en disputas entre los propios operarios. "He visto peleas que nos han obligado a parar de trabajar para intentar pararlas", apunta García. Para él, esto tiene que ver con que es un mundo muy masculinizado dónde apenas hay trabajadoras, más allá de puestos veterinarios y en calidad. "Esto no es un trabajo para gaies", es una de las muchas coletillas homófobas que tuvo que escuchar en varias ocasiones y que resume el ambiente que se respira en estos centros industriales.
Concienciación social
Después de varios años trabajando en un matadero industrial, García Pereira reconoce que le ha sido difícil volver a comer carne: "He comido poca, muy poca y en momentos puntuales". Después de abandonar el centro comenzó a interesarse por la cultura vegana. Tanto es así, que se ha embarcado en un nuevo proyecto gastronómico: La tras*ición, un proyecto de restaurante donde, además de servir comida libre de explotación animal, se organizarán conferencias y charlas para concienciar a la sociedad de las consecuencias ambientales y éticas que tiene la reducción del consumo cárnico.
"Es más difícil entrar en un matadero que en un submarino atómico"
Las tareas de concienciación son importantes para este activista que desde hace un par de años organiza conferencias para tratar de abrir al mundo la realidad de los mataderos, que a su juicio se caracterizan, precisamente, por ser centros absolutamente opacos y herméticos. "Es más difícil entrar en un matadero que en un submarino atómico", ironiza. Esta premisa, la de esconder al máximo la crueldad de la ganadería intensiva, es importante para los lobbies del sector, ya que permite que la población siga consumiendo carne sin percatarse de cómo ha llegado a la bandeja del supermercado.
"En los supermercados te encuentras, por un lado, al carnicero, con la carne brillante y de más calidad. Al lado, los congelados, con cajas de cartón con diez filetes de hamburguesas de baja calidad por tres euros. Si te pones a observar durante media hora, te das cuenta de que veinte personas se paran en los congelados, mientras que en la carnicería apenas acuden dos personas", comenta el activista.
En ese sentido, Mauricio explica que precisamente esas bandejas baratas representan los intereses de los lobbies del sector. "Ellos quieren granjas grandes donde se produzca mucha cantidad", opina, para poner en valor los beneficios de una dieta reducida en productos cárnicos: "Es mejor por humanidad y por ecología", zanja.
Un feto casi formado. Es lo que hizo decir basta a Mauricio García Pereira, un antiguo trabajador del matadero de Limoges, uno de los centros más gigantescos de toda la industria cárnica francesa. "Es el más grande de toda Francia", insiste, mientras relata su experiencia.
Estaba trabajando en la tripería –el taller donde se extraen las vísceras de los animales muertos– y jamás pensó toparse con aquello. Al desgarrar a una de las vacas, se percató de que en su interior había algo más que órganos sangrientos. El tacto con la placenta le hizo soltar un taco: «¡Me cachis!», así lo cuenta en su libro Maltrato animal, sufrimiento humano. Tras avisar a su superior de que el animal llevaba en su interior un ternero al que apenas le quedaban días para ver la vida, se le ordenó que recogiera los restos de la cría muerta y los depositara en la sarama. No le hizo falta mucho más tiempo para entender que no se encontraba ante una fallo puntual en el sistema, sino ante una práctica cotidiana.
"Todos los días, premeditadamente, dan el pasaporte a propósito y de manera calculada a una media de entre 20 y 30 vacas de la raza limusina que están preñadas", explica a Público este antiguo trabajador de la industria cárnica. Mauricio, hijo de migrantes gallegos, nació en Düsseldorf (Alemania), aunque regresó a la tierra de sus padres siendo niño. De hecho, el retorno a España vino acompañado de los primeros contactos con las prácticas ganaderas. Unas prácticas que, según explica, nunca estuvieron manchadas por la crueldad que vio en los mataderos. "De pequeño he visto nacer terneros, les daba de comer, jugaba con ellos. Crecí en una granja enorme y jamás vi algo parecido", expone.
"Lo volvería a hacer dos mil veces más"
Después de varios años trabajando en el centro de Limoges, con la imagen de los fetos muertos en sus retinas, García Pereira tomó el camino de la rebelión y, con la ayuda del grupo animalista L214, colocó cámaras secretas en el interior del matadero. Esta fue una de las primeras veces en las que la sociedad francesa pudo conocer de primera mano cómo la explotación intensiva del sector cárnico. El escándalo le costo su puesto de trabajo, pero echando la vista atrás no parece importarle demasiado. "Lo volvería a hacer dos mil veces más", apostilla.
La denuncia de este trabajador no apuntaba sólo a la crueldad del sector, sino al sistema que hay detrás; a los lobbies de presión y a "la bajada de pantalones" que todos los organismos hacen ante ellos. "No me puedo explicar que un país como Francia, que presume de su cocina, de la calidad de sus productos, que presume de todo y más, permita esto por dinero", argumenta, para terminar explicando que el centro industrial de Limoges es público, por lo que las grabaciones pusieron en entredicho la gestión de las instituciones francesas.
El peso psicológico
"No todo el mundo sirve para ser matarife". Es una de las reflexiones que se pueden extraer de la publicación. García desconoce cuál puede ser la mejor preparación psicológica que permita a una persona afrontar el sacrificio de animales como un ejercicio cotidiano. "Te puedes poner cascos o tapones en los oídos, pero terminas escuchando los gritos de los animales, el ruido de las madres llamando a los terneros y el de los terneros llamando a sus madres o los chillidos agudos de los cerdos", advierte. El hermetismo de un establecimiento cubierto de utensilios metálicos, los animales tratando de huir, la sangre en los uniformes..., todo ello pone al límite a la mente de los operarios, que en muchas ocasiones sólo pueden recurrir al alcohol y las drojas para tratar de evadirse.
"Te puedes poner cascos o tapones en los oídos, pero terminas escuchando los gritos de los animales"
"Había gente que bebía allí, sobre todo el servicio de veterinario. Gente que bebía y se ponía hasta el ojo ciego desde las ocho de la mañana. Sobre todo los viernes, porque era el último día", detalla. Sin embargo, reconoce que la mayoría de los matarifes, que manejan utensilios punzantes, no beben en sus puestos de trabajo, pero sí al terminar la jornada. "Yo mismo tuve épocas de tomar drojas y alcohol, sobre todo alcohol, para poder dormir sin pesadillas siete horas seguidas".
Este clima de violencia, junto al ritmo de producción que lleva a cada matarife a sacrificar a cerca de 200 vacas al día, sobrepasa a los trabajadores y en ocasiones desemboca en disputas entre los propios operarios. "He visto peleas que nos han obligado a parar de trabajar para intentar pararlas", apunta García. Para él, esto tiene que ver con que es un mundo muy masculinizado dónde apenas hay trabajadoras, más allá de puestos veterinarios y en calidad. "Esto no es un trabajo para gaies", es una de las muchas coletillas homófobas que tuvo que escuchar en varias ocasiones y que resume el ambiente que se respira en estos centros industriales.
Concienciación social
Después de varios años trabajando en un matadero industrial, García Pereira reconoce que le ha sido difícil volver a comer carne: "He comido poca, muy poca y en momentos puntuales". Después de abandonar el centro comenzó a interesarse por la cultura vegana. Tanto es así, que se ha embarcado en un nuevo proyecto gastronómico: La tras*ición, un proyecto de restaurante donde, además de servir comida libre de explotación animal, se organizarán conferencias y charlas para concienciar a la sociedad de las consecuencias ambientales y éticas que tiene la reducción del consumo cárnico.
"Es más difícil entrar en un matadero que en un submarino atómico"
Las tareas de concienciación son importantes para este activista que desde hace un par de años organiza conferencias para tratar de abrir al mundo la realidad de los mataderos, que a su juicio se caracterizan, precisamente, por ser centros absolutamente opacos y herméticos. "Es más difícil entrar en un matadero que en un submarino atómico", ironiza. Esta premisa, la de esconder al máximo la crueldad de la ganadería intensiva, es importante para los lobbies del sector, ya que permite que la población siga consumiendo carne sin percatarse de cómo ha llegado a la bandeja del supermercado.
"En los supermercados te encuentras, por un lado, al carnicero, con la carne brillante y de más calidad. Al lado, los congelados, con cajas de cartón con diez filetes de hamburguesas de baja calidad por tres euros. Si te pones a observar durante media hora, te das cuenta de que veinte personas se paran en los congelados, mientras que en la carnicería apenas acuden dos personas", comenta el activista.
En ese sentido, Mauricio explica que precisamente esas bandejas baratas representan los intereses de los lobbies del sector. "Ellos quieren granjas grandes donde se produzca mucha cantidad", opina, para poner en valor los beneficios de una dieta reducida en productos cárnicos: "Es mejor por humanidad y por ecología", zanja.