Rómulo es el que traza el contorno de la ciudad sacra en el sentido de un rito sacro y de un simbólico principio del límite, de orden, de leyes, habiendo recibido el derecho de poner su propio nombre a la ciudad por la aparición de un número solar: los doce buitres. Remo es por el contrario el que ultraja tal límite, y por eso es asesinado. Él es también quien, contra Rómulo, elige por monte el Aventino; el monte que acogerá a la plebe en revuelta, el monte consagrado no a las divinidades viriles del cielo, sino a las femeninas de la tierra y de la luna; el monte en que los esclavos fugitivos podrían también encontrar la inmunidad y asilo y donde, con preponderancia, la plebe celebraba sus fiestas promiscuas, en antítesis con los ritos severos, cerrados y claros del patriciado. Son oposiciones en las cuales, como en tantas otras, anteriormente indicadas, se manifiesta, certeramente, en mayor o en menor conexión con elementos raciales, la antítesis entre la idea aria y la idea anti-aria.
El triunfo de Rómulo, la fin de Remo es el primer elemento simbólico de una vicisitud dramática, interior y exterior, espiritual y política, en parte desconocida, en parte -más bien en la gran parte- contenida en símbolos todavía mudos, vicisitudes a través de la cual Roma, bajo símbolos nórdico-arios –el hacha, el lobo, el águila- una espiritualidad heroica buscó crearse un cuerpo universal. Roma fue efectivamente nórdico-aria en su origen ético originario, en su derecho gentilicio, en su espíritu guerrero en su culto a la fidelidad, en su mística de la victoria, en su desdén originario, por lo anecdótico, por lo sentimental, por lo promiscuo. También fue nórdico-aria en un elemento generalmente incomprendido por los modernos: en la potencia que en ella tenía el rito, la acción ritual alejada de dogmas, creencias o efusiones devotas, y concebida como privilegio del patriciado.