david53
Madmaxista
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Elcano jubiló los atlas viejos y amplió los límites de la resistencia humana
El cipotudismo es un don y una condena que llevó a los españoles a grandes hazañas, y a insensatos disparates
Elcano fue uno de los 18 marineros que regresó de los 234 que partieron en 1519 a dar la vuelta al mundo
Hay españoles que se convirtieron en héroes porque fracasaron como villanos. La gloria no estaba destinada al vasco Juan Sebastián, sino al portugués Fernando de Magallanes, que quería aprovechar que la tierra tenía pinta de ser redonda para abrir una ruta comercial directa hasta las Molucas. También llamadas islas de las Especias, la mercancía más preciada de la cocina europea. Pero el rey de Portugal prefería seguir costeando África como habían hecho hasta ahora, así que don Fernando renegó de sus raíces y le vendió el proyecto al emperador Carlos, que le dio su imperial bendición.
Magallanes fletó en los muelles del Guadalquivir cinco naves tripuladas por 234 hombres: no podía sospechar que solo volverían 18, y que él no figuraría entre ellos. Antes de zarpar, un día de septiembre de 1519, hizo testamento, obligó a toda la tripulación a confesarse y prohibió que embarcase ninguna mujer, creyendo con ello que dejaban el pecado en tierra. Y saliendo por Sanlúcar se dirigieron al sur, pasando por las Canarias y Cabo Verde antes de poner proa a la inmensidad del Atlántico. Nadie dijo que iba a ser fácil. Tuvieron mala navegación. Tempestades, marejadas, tormentas eléctricas que los supersticiosos marinos llamaban el fuego de San Telmo.
Entre vomitonas y lamentos avistaron Río de Janeiro en diciembre, desde donde continuaron hacia el sur. Eran cobayas náuticas. Deshaciendo errores continuaron bajando y llegaron hasta la Patagonia, y era enero y era febrero, y la Antártida ya no quedaba muy lejos, y hacía un frío del carajo, y las provisiones empezaban a escasear.
Estalló el motín. Cuatro capitanes se rebelaron contra Magallanes, que se había visto obligado a racionar la comida pero se negaba a aceptar su fracaso dando media vuelta y regresando a España. Entre los amotinados se encontraba Juan Sebastián Elcano. El destino le consentiría la redención, pero de momento hubo que ajusticiar a los cabecillas Quesada y Mendoza. Elcano se salvó porque Magallanes atisbó algo valioso en él.
Las calamidades se reanudarían pronto. La San Antonio desertó: llegaría meses después a Sevilla, con barco y sin honra. La Santiago se estrelló contra las rocas al sur de Argentina. Y aún quedaba lo peor: internarse por el laberinto de agua y tierra que forma el hoy conocido como estrecho de Magallanes. Alcanzaron jubilosos las aguas calmas del Mar del Sur, Pacífico para los restos. Pero la fortuna no viajaba con ellos ni de polizón.
Durante tres meses no avistaron un solo punto de tierra firme. El agua provisionada se pudrió. Las galletas se convirtieron en polvo con gusanos. Serrín y cuero entraron en el menú del día y cada rata se pagaba a precio de festín: medio ducado. El escorbuto inflaba las mandíbulas de los marinos antes de matarlos. Cada día había que tirar por la borda un nuevo cadáver. Era marzo de 1521 cuando llegaron por fin a las islas Marianas, al sur de Japón. Más allá, Magallanes descubrió Filipinas, así llamadas en honor al entonces príncipe heredero. No podía sospechar el almirante que en aquel paradisíaco archipiélago le hallaría la fin a manos del caudillo Lapulapu. El luso, fiado de su superioridad militar, no preparó la batalla, se enfrentó a los nativos tras una caminata agotadora y no calculó bien la munición. El resultado fue un certero lanzazo en la pierna que lo dejó clavado en el sitio. Y aquí es donde la historia llama a escena a Juan Sebastián, capitán de la única nave sobreviviente, pues la Trinidad quedó inservible en las Molucas.
Nadie antes había atravesado de un tirón el océano Índico hasta doblar el cabo de Buena Esperanza, para ir rodeando después África hasta Cádiz sin acercarse demasiado a la costa, de dominio luso. El capitán calafatea la Victoria y la carga de mercancía, agua y vituallas. Salen de Timor. Las islas van quedando atrás. Pronto los rodea el agua. Agua a proa, agua a popa, agua a babor y a estribor. Ni una vela en el horizonte ni un ruido alrededor, solo el monótono golpe de la espuma contra la quilla.
tras*curren los días. El mal del mar empieza a trabajarlos. Los cálculos de Elcano se revelan cortos: tienen víveres para cinco meses. Pasan las semanas y las provisiones se van agotando. El fantasma del hambre acompaña cada mañana al marinero descolorido. Bajo la brasa del sol en mar abierto la carne sin salazón comienza a corromperse. Cuando la pestilencia se vuelve insoportable se ven obligados a lanzar la carroña por la borda. Les queda el arroz, y les queda agua. Esa será la dieta cada día. El escorbuto colabora con la hambruna en su fúnebre tarea de eliminación. Los tripulantes suplican a Elcano desembarcar en Mozambique, pero el vasco les arenga: «Antes morir que entregarnos a los portugueses». Penosamente arriban al cabo de Buena Esperanza, donde una violenta tempestad arranca el mástil de proa y rompe el palo mayor. Reparan el destrozo como pueden y siguen ascendiendo por el mapa del mundo.
Las cuadernas se desencajan y se abren vías de agua. Intentan achicarla con una bomba artesanal, pero estamos en el siglo XVI. Lo único eficaz sería deshacerse de los 700 quintales de especias que hunden el calado y lastran el avance. Elcano se niega. No han llegado hasta aquí para volver de vacío. Establece turnos de relevo en las bombas, en el velamen, en el timón. Sus 17 fieles le obedecen como sonámbulos, «cansados como jamás lo estuvieron seres humanos». Aguantan porque acarician Sevilla en su delirio.
Y por fin, el 4 de septiembre de 1522, tres años después de haber zarpado, el júbilo ronco del vigía se hace oír desde la gavia: ha visto el cabo de San Vicente. Europa. España. La tripulación macilenta olvida las secuelas de su tormento cuando adivina la veta bendita del Guadalquivir. En el momento en que Juan Sebastián divisa la Giralda, ordena hacer salvas de artillería. Toda Sevilla se arremolina para atestiguar el milagro: es la expedición de Magallanes, que ha regresado. Partieron 234 en cinco barcos: 18 espectros amarillentos descienden de la Victoria. Los reciben los vítores y las ofrendas de los sevillanos. Una carta de Carlos V les urge para que acudan a Valladolid, pero Elcano recuerda a sus hombres el voto que hicieron a la Virgen si salían de aquella: peregrinar a la iglesia de Santa María de la Victoria y de Santa María Antigua. Y se forma la procesión, los penitentes descalzos con túnicas blancas, avanzando entre cirios encendidos y seguidos por la muchedumbre enmudecida.
Elcano mereció del emperador un escudo con una esfera terrestre y la leyenda Primus circumdedisti me («El primero me circundaste»). Su cronista de a bordo, Pigafetta, descubrió el jet lag al darse cuenta, cotejando las entradas de su diario, de que faltaba un día: a partir de esta constatación los astrónomos concluyeron que si se viaja alrededor del globo hacia el oeste se pierde un día y que viajando al contrario se gana. El marino guipuzcoano volvió obsoleta la cosmografía de griegos y romanos y fijó para siempre la medida de la órbita de la tierra. Puso límites al planeta y se los quitó a las capacidades humanas.
"Vidas cipotudas" (La Esfera de los Libros), de Jorge Bustos, a la venta el martes 23 de enero.
El cipotudismo...
...no es más que una variante del huevonudismo formulado por Unamuno: "El español tiene la mente huevonuda".
El culto al coraje antes que a la inteligencia alumbró la bravura española, que sustentó dos leyendas: la rosa de los viajeros románticos y la de color del rencor hispanófobo. De aquel temperamento hoy no queda mucho rastro: el extinto cipotudismo español ha sido el precio que se ha cobrado nuestro progreso.
La gesta del superdotado Elcano, el vasco más cipotudo de la Historia de España... | cronica
El cipotudismo es un don y una condena que llevó a los españoles a grandes hazañas, y a insensatos disparates
Elcano fue uno de los 18 marineros que regresó de los 234 que partieron en 1519 a dar la vuelta al mundo
Hay españoles que se convirtieron en héroes porque fracasaron como villanos. La gloria no estaba destinada al vasco Juan Sebastián, sino al portugués Fernando de Magallanes, que quería aprovechar que la tierra tenía pinta de ser redonda para abrir una ruta comercial directa hasta las Molucas. También llamadas islas de las Especias, la mercancía más preciada de la cocina europea. Pero el rey de Portugal prefería seguir costeando África como habían hecho hasta ahora, así que don Fernando renegó de sus raíces y le vendió el proyecto al emperador Carlos, que le dio su imperial bendición.
Magallanes fletó en los muelles del Guadalquivir cinco naves tripuladas por 234 hombres: no podía sospechar que solo volverían 18, y que él no figuraría entre ellos. Antes de zarpar, un día de septiembre de 1519, hizo testamento, obligó a toda la tripulación a confesarse y prohibió que embarcase ninguna mujer, creyendo con ello que dejaban el pecado en tierra. Y saliendo por Sanlúcar se dirigieron al sur, pasando por las Canarias y Cabo Verde antes de poner proa a la inmensidad del Atlántico. Nadie dijo que iba a ser fácil. Tuvieron mala navegación. Tempestades, marejadas, tormentas eléctricas que los supersticiosos marinos llamaban el fuego de San Telmo.
Entre vomitonas y lamentos avistaron Río de Janeiro en diciembre, desde donde continuaron hacia el sur. Eran cobayas náuticas. Deshaciendo errores continuaron bajando y llegaron hasta la Patagonia, y era enero y era febrero, y la Antártida ya no quedaba muy lejos, y hacía un frío del carajo, y las provisiones empezaban a escasear.
Estalló el motín. Cuatro capitanes se rebelaron contra Magallanes, que se había visto obligado a racionar la comida pero se negaba a aceptar su fracaso dando media vuelta y regresando a España. Entre los amotinados se encontraba Juan Sebastián Elcano. El destino le consentiría la redención, pero de momento hubo que ajusticiar a los cabecillas Quesada y Mendoza. Elcano se salvó porque Magallanes atisbó algo valioso en él.
Las calamidades se reanudarían pronto. La San Antonio desertó: llegaría meses después a Sevilla, con barco y sin honra. La Santiago se estrelló contra las rocas al sur de Argentina. Y aún quedaba lo peor: internarse por el laberinto de agua y tierra que forma el hoy conocido como estrecho de Magallanes. Alcanzaron jubilosos las aguas calmas del Mar del Sur, Pacífico para los restos. Pero la fortuna no viajaba con ellos ni de polizón.
Durante tres meses no avistaron un solo punto de tierra firme. El agua provisionada se pudrió. Las galletas se convirtieron en polvo con gusanos. Serrín y cuero entraron en el menú del día y cada rata se pagaba a precio de festín: medio ducado. El escorbuto inflaba las mandíbulas de los marinos antes de matarlos. Cada día había que tirar por la borda un nuevo cadáver. Era marzo de 1521 cuando llegaron por fin a las islas Marianas, al sur de Japón. Más allá, Magallanes descubrió Filipinas, así llamadas en honor al entonces príncipe heredero. No podía sospechar el almirante que en aquel paradisíaco archipiélago le hallaría la fin a manos del caudillo Lapulapu. El luso, fiado de su superioridad militar, no preparó la batalla, se enfrentó a los nativos tras una caminata agotadora y no calculó bien la munición. El resultado fue un certero lanzazo en la pierna que lo dejó clavado en el sitio. Y aquí es donde la historia llama a escena a Juan Sebastián, capitán de la única nave sobreviviente, pues la Trinidad quedó inservible en las Molucas.
Nadie antes había atravesado de un tirón el océano Índico hasta doblar el cabo de Buena Esperanza, para ir rodeando después África hasta Cádiz sin acercarse demasiado a la costa, de dominio luso. El capitán calafatea la Victoria y la carga de mercancía, agua y vituallas. Salen de Timor. Las islas van quedando atrás. Pronto los rodea el agua. Agua a proa, agua a popa, agua a babor y a estribor. Ni una vela en el horizonte ni un ruido alrededor, solo el monótono golpe de la espuma contra la quilla.
tras*curren los días. El mal del mar empieza a trabajarlos. Los cálculos de Elcano se revelan cortos: tienen víveres para cinco meses. Pasan las semanas y las provisiones se van agotando. El fantasma del hambre acompaña cada mañana al marinero descolorido. Bajo la brasa del sol en mar abierto la carne sin salazón comienza a corromperse. Cuando la pestilencia se vuelve insoportable se ven obligados a lanzar la carroña por la borda. Les queda el arroz, y les queda agua. Esa será la dieta cada día. El escorbuto colabora con la hambruna en su fúnebre tarea de eliminación. Los tripulantes suplican a Elcano desembarcar en Mozambique, pero el vasco les arenga: «Antes morir que entregarnos a los portugueses». Penosamente arriban al cabo de Buena Esperanza, donde una violenta tempestad arranca el mástil de proa y rompe el palo mayor. Reparan el destrozo como pueden y siguen ascendiendo por el mapa del mundo.
Las cuadernas se desencajan y se abren vías de agua. Intentan achicarla con una bomba artesanal, pero estamos en el siglo XVI. Lo único eficaz sería deshacerse de los 700 quintales de especias que hunden el calado y lastran el avance. Elcano se niega. No han llegado hasta aquí para volver de vacío. Establece turnos de relevo en las bombas, en el velamen, en el timón. Sus 17 fieles le obedecen como sonámbulos, «cansados como jamás lo estuvieron seres humanos». Aguantan porque acarician Sevilla en su delirio.
Y por fin, el 4 de septiembre de 1522, tres años después de haber zarpado, el júbilo ronco del vigía se hace oír desde la gavia: ha visto el cabo de San Vicente. Europa. España. La tripulación macilenta olvida las secuelas de su tormento cuando adivina la veta bendita del Guadalquivir. En el momento en que Juan Sebastián divisa la Giralda, ordena hacer salvas de artillería. Toda Sevilla se arremolina para atestiguar el milagro: es la expedición de Magallanes, que ha regresado. Partieron 234 en cinco barcos: 18 espectros amarillentos descienden de la Victoria. Los reciben los vítores y las ofrendas de los sevillanos. Una carta de Carlos V les urge para que acudan a Valladolid, pero Elcano recuerda a sus hombres el voto que hicieron a la Virgen si salían de aquella: peregrinar a la iglesia de Santa María de la Victoria y de Santa María Antigua. Y se forma la procesión, los penitentes descalzos con túnicas blancas, avanzando entre cirios encendidos y seguidos por la muchedumbre enmudecida.
Elcano mereció del emperador un escudo con una esfera terrestre y la leyenda Primus circumdedisti me («El primero me circundaste»). Su cronista de a bordo, Pigafetta, descubrió el jet lag al darse cuenta, cotejando las entradas de su diario, de que faltaba un día: a partir de esta constatación los astrónomos concluyeron que si se viaja alrededor del globo hacia el oeste se pierde un día y que viajando al contrario se gana. El marino guipuzcoano volvió obsoleta la cosmografía de griegos y romanos y fijó para siempre la medida de la órbita de la tierra. Puso límites al planeta y se los quitó a las capacidades humanas.
"Vidas cipotudas" (La Esfera de los Libros), de Jorge Bustos, a la venta el martes 23 de enero.
El cipotudismo...
...no es más que una variante del huevonudismo formulado por Unamuno: "El español tiene la mente huevonuda".
El culto al coraje antes que a la inteligencia alumbró la bravura española, que sustentó dos leyendas: la rosa de los viajeros románticos y la de color del rencor hispanófobo. De aquel temperamento hoy no queda mucho rastro: el extinto cipotudismo español ha sido el precio que se ha cobrado nuestro progreso.
La gesta del superdotado Elcano, el vasco más cipotudo de la Historia de España... | cronica