PELMA MÁSTER
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Entrevista al historiador Henry Kamen
“España tardará muchos años en resolver su relato nacional”
“¡Que inventen ellos!”. El exabrupto de Miguel de Unamuno, destilado de una carta desencantada a Ortega y Gasset de 1906 y convertido en cliché, ha llegado a representar la resistencia ibérica a subirse al tren de la modernidad. Pero la verdad es que los españoles nunca han dejado de inventar cosas. Es más, entre sus invenciones más notables se encuentra la de su propio país.
Que España sea un producto de la imaginación –una ficción, vamos– no es nada nuevo o excepcional, como explica Henry Kamen en su nuevo libro, La invención de España. Leyendas e ilusiones que han construido la realidad española (Espasa). Todos los Estados-nación modernos lo son; no hay ninguno que no se nutra de relatos nacionales plagados de mitos, mentiras y distorsiones. El problema de España –afirma Kamen– es otro: su auto-invención nunca pasó de ser una chapuza. La máquina de mitos lleva siglos funcionando mal. Y esto explica muchos de los problemas actuales del país. El hecho, por ejemplo, de que la España democrática no haya sido capaz de ponerle una letra a su himno nacional. O que sea “la única nación europea que afirma haber pasado por una Guerra de la Independencia… y, sin embargo, jamás ha celebrado un Día de la Independencia”.
Con su libro Kamen persigue dos propósitos que pueden parecer contradictorios. Por un lado, demuestra que muchos de los relatos que todavía se propagan sobre el pasado español –desde la Conquista y la Reconquista hasta la guerra de Flandes y la famosa convivencia medieval de las tres culturas– tienen poca o ninguna base histórica. Por otro, sin embargo, pone en valor el poder de los mitos nacionales. “El mito y la realidad son aceptables por igual”, escribe, ya que ambos contribuyen a una narración del pasado que cohesiona a la comunidad nacional. Más allá de su débil base fáctica –afirma Kamen– los mitos incluso pueden representar “aspiraciones positivas” que, como tales, tienen efectos históricos reales.
Nacido en la antigua Birmania (hoy Myanmar) en 1936, Kamen se formó en Oxford, donde estudió con el hispanista Raymond Carr. También pasó por París, donde investigó con Fernand Braudel, adalid de la Escuela de Annales. Es autor de obras tan importantes como polémicas sobre Felipe II, la Inquisición, el Imperio español y el exilio como constante en la historia ibérica. Ha enseñado en universidades británicas y estadounidenses; entre 1993 y hasta su jubilación en 2002 ocupó una plaza en el CSIC de Barcelona, ciudad donde él y su esposa catalana viven todavía. Habla ruso, francés, catalán y castellano. Conversamos por Skype en su inglés nativo, que pronuncia con un deje del sudeste de Asia.
La publicación de su libro en febrero fue acompañada por una serie de entrevistas en prensa. Me llamó la atención que casi todos los diarios aprovecharan la ocasión para convertir alguna cita suya en un titular que confirmase su propia línea editorial. “Podemos miente al perpetuar el mito de España como nación en decadencia,” se leía en el ABC. “Pedro Sánchez no sabe de lo que habla cuando asocia España con nación”, ponía en La Razón. La Vanguardia, en cambio, resaltó que, según usted, “Vox necesita películas históricas porque no tiene ideas”. ¿Se sintió manipulado?
Sea sobre lo que sea tu investigación, la gente te lee como quiere.
Tuve la impresión de que algunos de los periodistas ni se preocuparon por enterarse de qué iba su libro.
Estoy hasta las cejas de que me entrevisten sobre un libro sin haberlo leído. Pero en este caso, me pareció que todos lo tenían leído y anotado. Me quedé contento con las conversaciones. Por otra parte, soy muy consciente de que el titular no lo ponen los reporteros. Esa parte no la controlan.
Algunos historiadores hispanistas son fáciles de encajar ideológicamente. A Paul Preston se le asocia con la izquierda; a Stanley Payne, con la derecha. Usted, sin embargo, parece más escurridizo ideológicamente, y quizá por tanto más camaleónico.
Es verdad. No lo digo mucho, pero yo soy de izquierdas en el sentido anticuado del término. Lo que pasa es que, en mi experiencia, esto significa muy poco en el contexto español. Aquí las actitudes son muchas veces menos ideológicas, en el sentido convencional, que basadas en posturas históricas o regionales. Por ejemplo, declararme de izquierdas aquí en Cataluña carece casi completamente de sentido.
Una figura como Payne, sin embargo, se perfila como intelectual de derechas, incluso en el contexto español. No es casual que Javier Ortega Smith, durante el debate de investidura en enero, fingiera ostentosamente leer uno de sus últimos libros. Usted me parece diferente. No se me ocurre un político que se quisiera fotografiar con su Invención de España.
A Stanley lo conozco bien porque coincidimos un tiempo en la Universidad de Wisconsin. Es verdad que se perfila como derechista en los medios españoles. Si yo casi nunca afirmo mis preferencias ideológicas es porque, en mi experiencia, no coinciden con las actitudes que normalmente se aceptan en España. Como ya le decía, me considero de izquierdas, socialista. Pero el PSOE me parece una amalgama de tendencias muy diversas, entre ellas algunas literalmente reaccionarias, otras excesivamente nacionalistas y otras basadas en una ignorancia supina del contexto internacional. Por lo tanto, aquí no tiendo a encajar fácilmente en ninguna categoría. Y cuando me denuncian en la prensa española, nunca es por motivos ideológicos. La crítica más frecuente es que me llamen antiespañol. Ahora bien, lo que signifique ese término depende de cómo se entienda “español”. Si me lo escupe un castellano como Arturo Pérez Reverte, es porque mi obra entra en conflicto con sus presuposiciones de lo que es o debería ser España. Pero lo que intento hacer en este nuevo libro, precisamente, es negar que España sea una u otra cosa. Al mismo tiempo, he querido expresar la idea de que una persona puede enorgullecerse de ser español, aunque ese orgullo esté basado en mitos, porque así ocurre en todos los países del mundo. En cierto sentido, por tanto, este libro ha sido un intento por hacer las paces con los que me consideran un historiador antiespañol.
¿Y ha funcionado?
No, no ha funcionado, y le diré por qué. Muchos de lo que han comentado el libro no lo han leído. Simplemente se empeñan en la imagen que ya tienen de mí como un autor antiespañol.
¿Para quién ha escrito este libro?
Un público español no especialista. Para una edición en inglés, tendría que reescribir buena parte. Muchas de sus páginas están dedicadas a desmontar representaciones absurdas que siguen manteniendo muchos españoles pero que apenas se tienen en el extranjero. Por ejemplo, paso dos páginas explicando algo que para mí y para usted es perfectamente obvio: que los Países Bajos no eran una provincia española.
Lleva casi tres décadas en España. ¿Sigue escribiendo sobre el país como un extranjero?
Sí y no. Para mí es muy importante haber vivido muchos años aquí. Mi esposa es de aquí. Trabajé en el CSIC durante muchos años. Soy parte del paisaje. Por tanto, he tenido que asumir el punto de vista español. Solo viviendo aquí he llegado a comprender la inmensa hostilidad que hay, sobre todo en Castilla, hacia el mundo exterior. La constato cada vez que tengo algún roce con Pérez Reverte, por ejemplo. Él es el summum del nacionalismo español radical: un fanático total en su compromiso con la imagen tradicional, conservadora, romántica que asumen los castellanos, sobre todo. Los catalanes, en cambio, no me son tan hostiles. Pero como yo tampoco confirmo su punto de vista, suelen ignorar mi obra.
Los mitos del relato nacional español que desmonta en su libro, ¿dónde se manifiestan o propagan? ¿Solo en la cultura popular y el discurso de los políticos? ¿O también en la educación secundaria o las universidades? ¿Todavía hay profesores que defienden que la Reconquista fue una guerra de 800 años contra el invasor de la religión del amor?
Sí, los hay. Hay profesores de secundaria e incluso de universidad que no tienen un interés verdadero en lo que enseñan y siguen repitiendo los viejos mitos. También se propagan en la prensa. Siempre son las mismas historias: sobre la Reconquista, la Inquisición, la revuelta de los holandeses, la Conquista de América que supuestamente realizaron solo 300 españoles, etc. Y se perpetúan a pesar de lo que digan los libros, míos o de otros investigadores.
¿A qué se debe esa persistencia?
A los defectos en el sistema de educación, sobre todo de secundaria para abajo. Mi mujer fue profesora de instituto y lo hemos hablado a menudo. Uno ve cada tanto tiempo que en algún rincón de España se celebra, por ejemplo, la rendición de Breda como una gran victoria española, con Velázquez plasmando la actitud caballerosa de los españoles, etc. Cuando la realidad es que Velázquez no sabía nada del evento y solo pintó su famoso cuadro años después. La situación es lamentable. Y ya sé que mi libro hará poco por remediarla. Aunque me alegré al ver que pasó un mes encabezando la lista de los libros de no ficción más vendidos.
¿Cuánto del problema educativo cabe achacarlo al franquismo?
Gran parte. Porque las reformas que debían haberse implementado con la llegada de la democracia en los años setenta nunca se implementaron. Ahí la creación del sistema de las autonomías no ayudó. Se nota la falta de una coordinación central. Cuando José Álvarez Junco volvió de sus años en Estados Unidos, recuerdo que le preguntaron en una entrevista qué reformas implementaría en la universidad española. Contestó que, entre otras cosas, reservaría una cátedra en toda universidad principal para un profesor extranjero que pudiera proporcionar una perspectiva diferente sobre la realidad española. Obviamente, eso nunca se hizo. Una medida así provocaría una amarga oposición, igual que la hubo cuando yo conseguí una plaza en el CSIC.
Acaba de decir que la persistencia de los mitos es lamentable. Pero su postura en el libro es menos contundente. “El mito y la realidad son aceptables por igual”, escribe, “porque cada uno tiene un papel reconocible en la forma en la que elegimos construir, es decir, inventar, el pasado”. ¿Hay una tensión entre su afán por desmontar los mitos y el reconocimiento de su importancia o incluso su valor?
(Suspira.) Es una buena pregunta, fundamental, que me he negado a afrontar, porque me llevaría a plantear el concepto de la verdad histórica. Y no es un tema al que me interese entrar. Volvamos al caso de Breda. El relato de la rendición tiene obvios elementos nacionalistas, míticos, ficticios. Esa dimensión es falsa, pero no se puede descontar. Tiene un peso. Por eso me niego conscientemente a postular el concepto de la verdad histórica. Obviamente todos los historiadores intentamos aproximarnos a la verdad de los hechos. Pero hay que reconocer que hay otras realidades más allá de la verdad fáctica. Y más en el caso de España, que nunca logró convertirse en país y sigue luchando todavía hoy por lograrlo, como se ve todos los días en los medios. Por eso he intentado en mi libro valorar el papel de los mitos al igual que los hechos históricos.
A ver si le entiendo bien. Dice que todo Estado-nación ha inventado su identidad, construyéndola sobre mitos y ficciones, pero que en el caso de España ese proceso no funcionó tan bien como en otros países, o por lo menos está aún sin acabar.
Así es.
Pero entonces, ¿cómo concibe su papel como historiador? ¿Solo constata ese mal funcionamiento, o trabaja conscientemente para mejorarlo? En otras palabras, ¿se limita al diagnóstico o le interesa curar al paciente?
Me interesa curarlo. Por eso, precisamente, estoy dispuesto a conceder cierto valor a la mitología, aunque me interesa que esta coexista con un relato más acorde a la realidad histórica. Le doy otro ejemplo: el mito de Miguel Servet como héroe nacional y campeón de la libertad religiosa. Aunque acepto el mito y los rituales y celebraciones a que da lugar en su pueblo natal, me interesa establecer algunos hechos históricos irrefutables que demuestran con claridad que el Servet de verdad no fue ningún héroe y ningún defensor de la libertad religiosa. Intento sentarme entre dos taburetes: el mito y la verdad histórica.
Y mientras tanto, España sigue sin resolver su relato nacional.
Tardará muchos años en resolverlo. Porque los propios españoles no paran de pelearse.
Bueno, a veces algún político o el propio rey insisten en que “todos somos españoles.”
Eso me temo que no sirve para nada. La cosa es más compleja.
Los historiadores españoles que han dominado el campo en las tres primeras décadas de la democracia, como José Álvarez Junco, Juan Pablo Fusi o Santos Juliá –algunos de los cuales, como usted, estudiaron con Raymond Carr– comparten su diagnóstico de que los mitos han tenido un peso excesivo en el relato nacional español. Pero la cura que han propuesto ha sido diferente: se han presentado a sí mismos como guardianes de la objetividad histórica, como expertos académicos cuya metodología les permite llegar a la verdad. La actitud que adopta usted me parece más relativista, más modesta, precisamente porque se niega a entrar al tema de la verdad histórica. Se me ocurre que la cura que propone para España es menos una inyección de verdad, o una protección aséptica contra los mitos, que simplemente una serie de mitos mejores.
Así es. Pero además hay otro factor a tener en cuenta. Los historiadores a los que cita –todos muy buenos y conocidos– tienen una gran ventaja. Son predominantemente historiadores políticos. Se ocupan de circunstancias políticas que son relativamente fáciles de corroborar mediante documentos o de expresar en términos estadísticos. Raymond Carr era un historiador puramente político. Álvarez Junco, por otra parte, entra al territorio del nacionalismo, lo que automáticamente provoca más reacciones discrepantes. Igual que me criticaron a mí cuando me ocupé de la Inquisición.
Quiero volver a la pregunta de los mitos mejores. Cuando usted se empeña, por ejemplo, en desmontar el mito de la Reconquista, ¿está creando un espacio para que pueda surgir otro mito sobre ese período, un relato nacional que sirva mejor para cohesionar España hoy?
Sí. Estoy convencido de que tenemos que hacer concesiones ante la mitología, asumirla en sus propios términos. No me puedo permitir recaer en una burda distinción entre verdad y mentira. Porque entonces me condenaría a mí mismo a un discurso de hechos brutos. Y así no hay forma de acabar con una perspectiva satisfactoria.
Su libro es muy amplio: cubre más de veinte siglos, desde Numancia hasta el XIX.
Abarca demasiado, ya lo sé. Pero lo vi necesario porque quería explicar por qué les ha costado tanto a los españoles llegar a una situación en que puedan decir simplemente: “Yo soy español.” Hoy hay mucha gente en España que nunca jamás emplearía esa frase.
Y para usted, ¿esta situación es de lamentar?
Sí, es de lamentar. Porque los españoles, por más divididos que estén políticamente, comparten importantes aspectos de su historia, su cultura, su comida, su música. Quiero decir que hay margen para una identidad colectiva más plenamente asumida. Que no haya surgido me parece triste. Aquí donde vivo yo, por ejemplo, no se habla de España sino del Estado español.
Esta preocupación suya la comparten otras personas en España. Pienso, por ejemplo, en su buen amigo Pérez Reverte, al que le chirría la costumbre catalana de hablar de “Estado español”. O en María Elvira Roca Barea, que también aboga porque los españoles acepten su identidad nacional con más entusiasmo y menos complejos. Y, sin embargo, no tengo la impresión de que usted comulgue con figuras así.
(Ríe.) No.
Bromas aparte, ¿qué piensa del fenómeno Roca Barea?
Me parece tan absurdo que evito hablar de él. Sencillamente soy incapaz de expresar una opinión sobre una persona que no sabe nada. Pérez Reverte, en cambio, es un buen creador que de vez en cuando se presta a un duelo conmigo.
Y, sin embargo, Roca Barea forma parte de un linaje de filólogos con aspiraciones de historiador que han hecho contribuciones importantes a la mitología nacional: Marcelino Menéndez Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro…
Pero son categorías distintas.
Perdone que insista, pero ¿el tremendo éxito de ventas de una Roca Barea, no acaba por confirmar, en cierto modo, su diagnóstico? ¿Puede ser un síntoma del problema que señala?
Casi con toda seguridad, sí. Aunque, como decía, también mi libro pasó un mes en la lista de los más vendidos.
¿Quiere decir que su libro satisface una necesidad parecida a la de Roca Barea?
No lo creo. Sería interesante hacer un análisis sociológico de los que compran sus libros. Que yo sepa, por ejemplo, apenas se venden en Catalunya. Los míos, sí. Tengo la impresión de que los que compran los libros de Roca Barea lo hacen porque ya comparten su punto de vista. Y además son bastante hostiles a los historiadores británicos o norteamericanos que nos dedicamos a escribir sobre España, seamos John Elliott, Paul Preston o yo mismo.
Todos enemigos de España.
A mí me lo han llamado con bastante frecuencia. Y cosas peores.
@sebasfaber
Fuente: “España tardará muchos años en resolver su relato nacional”
“España tardará muchos años en resolver su relato nacional”
“¡Que inventen ellos!”. El exabrupto de Miguel de Unamuno, destilado de una carta desencantada a Ortega y Gasset de 1906 y convertido en cliché, ha llegado a representar la resistencia ibérica a subirse al tren de la modernidad. Pero la verdad es que los españoles nunca han dejado de inventar cosas. Es más, entre sus invenciones más notables se encuentra la de su propio país.
Que España sea un producto de la imaginación –una ficción, vamos– no es nada nuevo o excepcional, como explica Henry Kamen en su nuevo libro, La invención de España. Leyendas e ilusiones que han construido la realidad española (Espasa). Todos los Estados-nación modernos lo son; no hay ninguno que no se nutra de relatos nacionales plagados de mitos, mentiras y distorsiones. El problema de España –afirma Kamen– es otro: su auto-invención nunca pasó de ser una chapuza. La máquina de mitos lleva siglos funcionando mal. Y esto explica muchos de los problemas actuales del país. El hecho, por ejemplo, de que la España democrática no haya sido capaz de ponerle una letra a su himno nacional. O que sea “la única nación europea que afirma haber pasado por una Guerra de la Independencia… y, sin embargo, jamás ha celebrado un Día de la Independencia”.
Con su libro Kamen persigue dos propósitos que pueden parecer contradictorios. Por un lado, demuestra que muchos de los relatos que todavía se propagan sobre el pasado español –desde la Conquista y la Reconquista hasta la guerra de Flandes y la famosa convivencia medieval de las tres culturas– tienen poca o ninguna base histórica. Por otro, sin embargo, pone en valor el poder de los mitos nacionales. “El mito y la realidad son aceptables por igual”, escribe, ya que ambos contribuyen a una narración del pasado que cohesiona a la comunidad nacional. Más allá de su débil base fáctica –afirma Kamen– los mitos incluso pueden representar “aspiraciones positivas” que, como tales, tienen efectos históricos reales.
Nacido en la antigua Birmania (hoy Myanmar) en 1936, Kamen se formó en Oxford, donde estudió con el hispanista Raymond Carr. También pasó por París, donde investigó con Fernand Braudel, adalid de la Escuela de Annales. Es autor de obras tan importantes como polémicas sobre Felipe II, la Inquisición, el Imperio español y el exilio como constante en la historia ibérica. Ha enseñado en universidades británicas y estadounidenses; entre 1993 y hasta su jubilación en 2002 ocupó una plaza en el CSIC de Barcelona, ciudad donde él y su esposa catalana viven todavía. Habla ruso, francés, catalán y castellano. Conversamos por Skype en su inglés nativo, que pronuncia con un deje del sudeste de Asia.
La publicación de su libro en febrero fue acompañada por una serie de entrevistas en prensa. Me llamó la atención que casi todos los diarios aprovecharan la ocasión para convertir alguna cita suya en un titular que confirmase su propia línea editorial. “Podemos miente al perpetuar el mito de España como nación en decadencia,” se leía en el ABC. “Pedro Sánchez no sabe de lo que habla cuando asocia España con nación”, ponía en La Razón. La Vanguardia, en cambio, resaltó que, según usted, “Vox necesita películas históricas porque no tiene ideas”. ¿Se sintió manipulado?
Sea sobre lo que sea tu investigación, la gente te lee como quiere.
Tuve la impresión de que algunos de los periodistas ni se preocuparon por enterarse de qué iba su libro.
Estoy hasta las cejas de que me entrevisten sobre un libro sin haberlo leído. Pero en este caso, me pareció que todos lo tenían leído y anotado. Me quedé contento con las conversaciones. Por otra parte, soy muy consciente de que el titular no lo ponen los reporteros. Esa parte no la controlan.
Algunos historiadores hispanistas son fáciles de encajar ideológicamente. A Paul Preston se le asocia con la izquierda; a Stanley Payne, con la derecha. Usted, sin embargo, parece más escurridizo ideológicamente, y quizá por tanto más camaleónico.
Es verdad. No lo digo mucho, pero yo soy de izquierdas en el sentido anticuado del término. Lo que pasa es que, en mi experiencia, esto significa muy poco en el contexto español. Aquí las actitudes son muchas veces menos ideológicas, en el sentido convencional, que basadas en posturas históricas o regionales. Por ejemplo, declararme de izquierdas aquí en Cataluña carece casi completamente de sentido.
Una figura como Payne, sin embargo, se perfila como intelectual de derechas, incluso en el contexto español. No es casual que Javier Ortega Smith, durante el debate de investidura en enero, fingiera ostentosamente leer uno de sus últimos libros. Usted me parece diferente. No se me ocurre un político que se quisiera fotografiar con su Invención de España.
A Stanley lo conozco bien porque coincidimos un tiempo en la Universidad de Wisconsin. Es verdad que se perfila como derechista en los medios españoles. Si yo casi nunca afirmo mis preferencias ideológicas es porque, en mi experiencia, no coinciden con las actitudes que normalmente se aceptan en España. Como ya le decía, me considero de izquierdas, socialista. Pero el PSOE me parece una amalgama de tendencias muy diversas, entre ellas algunas literalmente reaccionarias, otras excesivamente nacionalistas y otras basadas en una ignorancia supina del contexto internacional. Por lo tanto, aquí no tiendo a encajar fácilmente en ninguna categoría. Y cuando me denuncian en la prensa española, nunca es por motivos ideológicos. La crítica más frecuente es que me llamen antiespañol. Ahora bien, lo que signifique ese término depende de cómo se entienda “español”. Si me lo escupe un castellano como Arturo Pérez Reverte, es porque mi obra entra en conflicto con sus presuposiciones de lo que es o debería ser España. Pero lo que intento hacer en este nuevo libro, precisamente, es negar que España sea una u otra cosa. Al mismo tiempo, he querido expresar la idea de que una persona puede enorgullecerse de ser español, aunque ese orgullo esté basado en mitos, porque así ocurre en todos los países del mundo. En cierto sentido, por tanto, este libro ha sido un intento por hacer las paces con los que me consideran un historiador antiespañol.
¿Y ha funcionado?
No, no ha funcionado, y le diré por qué. Muchos de lo que han comentado el libro no lo han leído. Simplemente se empeñan en la imagen que ya tienen de mí como un autor antiespañol.
¿Para quién ha escrito este libro?
Un público español no especialista. Para una edición en inglés, tendría que reescribir buena parte. Muchas de sus páginas están dedicadas a desmontar representaciones absurdas que siguen manteniendo muchos españoles pero que apenas se tienen en el extranjero. Por ejemplo, paso dos páginas explicando algo que para mí y para usted es perfectamente obvio: que los Países Bajos no eran una provincia española.
Lleva casi tres décadas en España. ¿Sigue escribiendo sobre el país como un extranjero?
Sí y no. Para mí es muy importante haber vivido muchos años aquí. Mi esposa es de aquí. Trabajé en el CSIC durante muchos años. Soy parte del paisaje. Por tanto, he tenido que asumir el punto de vista español. Solo viviendo aquí he llegado a comprender la inmensa hostilidad que hay, sobre todo en Castilla, hacia el mundo exterior. La constato cada vez que tengo algún roce con Pérez Reverte, por ejemplo. Él es el summum del nacionalismo español radical: un fanático total en su compromiso con la imagen tradicional, conservadora, romántica que asumen los castellanos, sobre todo. Los catalanes, en cambio, no me son tan hostiles. Pero como yo tampoco confirmo su punto de vista, suelen ignorar mi obra.
Los mitos del relato nacional español que desmonta en su libro, ¿dónde se manifiestan o propagan? ¿Solo en la cultura popular y el discurso de los políticos? ¿O también en la educación secundaria o las universidades? ¿Todavía hay profesores que defienden que la Reconquista fue una guerra de 800 años contra el invasor de la religión del amor?
Sí, los hay. Hay profesores de secundaria e incluso de universidad que no tienen un interés verdadero en lo que enseñan y siguen repitiendo los viejos mitos. También se propagan en la prensa. Siempre son las mismas historias: sobre la Reconquista, la Inquisición, la revuelta de los holandeses, la Conquista de América que supuestamente realizaron solo 300 españoles, etc. Y se perpetúan a pesar de lo que digan los libros, míos o de otros investigadores.
¿A qué se debe esa persistencia?
A los defectos en el sistema de educación, sobre todo de secundaria para abajo. Mi mujer fue profesora de instituto y lo hemos hablado a menudo. Uno ve cada tanto tiempo que en algún rincón de España se celebra, por ejemplo, la rendición de Breda como una gran victoria española, con Velázquez plasmando la actitud caballerosa de los españoles, etc. Cuando la realidad es que Velázquez no sabía nada del evento y solo pintó su famoso cuadro años después. La situación es lamentable. Y ya sé que mi libro hará poco por remediarla. Aunque me alegré al ver que pasó un mes encabezando la lista de los libros de no ficción más vendidos.
¿Cuánto del problema educativo cabe achacarlo al franquismo?
Gran parte. Porque las reformas que debían haberse implementado con la llegada de la democracia en los años setenta nunca se implementaron. Ahí la creación del sistema de las autonomías no ayudó. Se nota la falta de una coordinación central. Cuando José Álvarez Junco volvió de sus años en Estados Unidos, recuerdo que le preguntaron en una entrevista qué reformas implementaría en la universidad española. Contestó que, entre otras cosas, reservaría una cátedra en toda universidad principal para un profesor extranjero que pudiera proporcionar una perspectiva diferente sobre la realidad española. Obviamente, eso nunca se hizo. Una medida así provocaría una amarga oposición, igual que la hubo cuando yo conseguí una plaza en el CSIC.
Acaba de decir que la persistencia de los mitos es lamentable. Pero su postura en el libro es menos contundente. “El mito y la realidad son aceptables por igual”, escribe, “porque cada uno tiene un papel reconocible en la forma en la que elegimos construir, es decir, inventar, el pasado”. ¿Hay una tensión entre su afán por desmontar los mitos y el reconocimiento de su importancia o incluso su valor?
(Suspira.) Es una buena pregunta, fundamental, que me he negado a afrontar, porque me llevaría a plantear el concepto de la verdad histórica. Y no es un tema al que me interese entrar. Volvamos al caso de Breda. El relato de la rendición tiene obvios elementos nacionalistas, míticos, ficticios. Esa dimensión es falsa, pero no se puede descontar. Tiene un peso. Por eso me niego conscientemente a postular el concepto de la verdad histórica. Obviamente todos los historiadores intentamos aproximarnos a la verdad de los hechos. Pero hay que reconocer que hay otras realidades más allá de la verdad fáctica. Y más en el caso de España, que nunca logró convertirse en país y sigue luchando todavía hoy por lograrlo, como se ve todos los días en los medios. Por eso he intentado en mi libro valorar el papel de los mitos al igual que los hechos históricos.
A ver si le entiendo bien. Dice que todo Estado-nación ha inventado su identidad, construyéndola sobre mitos y ficciones, pero que en el caso de España ese proceso no funcionó tan bien como en otros países, o por lo menos está aún sin acabar.
Así es.
Pero entonces, ¿cómo concibe su papel como historiador? ¿Solo constata ese mal funcionamiento, o trabaja conscientemente para mejorarlo? En otras palabras, ¿se limita al diagnóstico o le interesa curar al paciente?
Me interesa curarlo. Por eso, precisamente, estoy dispuesto a conceder cierto valor a la mitología, aunque me interesa que esta coexista con un relato más acorde a la realidad histórica. Le doy otro ejemplo: el mito de Miguel Servet como héroe nacional y campeón de la libertad religiosa. Aunque acepto el mito y los rituales y celebraciones a que da lugar en su pueblo natal, me interesa establecer algunos hechos históricos irrefutables que demuestran con claridad que el Servet de verdad no fue ningún héroe y ningún defensor de la libertad religiosa. Intento sentarme entre dos taburetes: el mito y la verdad histórica.
Y mientras tanto, España sigue sin resolver su relato nacional.
Tardará muchos años en resolverlo. Porque los propios españoles no paran de pelearse.
Bueno, a veces algún político o el propio rey insisten en que “todos somos españoles.”
Eso me temo que no sirve para nada. La cosa es más compleja.
Los historiadores españoles que han dominado el campo en las tres primeras décadas de la democracia, como José Álvarez Junco, Juan Pablo Fusi o Santos Juliá –algunos de los cuales, como usted, estudiaron con Raymond Carr– comparten su diagnóstico de que los mitos han tenido un peso excesivo en el relato nacional español. Pero la cura que han propuesto ha sido diferente: se han presentado a sí mismos como guardianes de la objetividad histórica, como expertos académicos cuya metodología les permite llegar a la verdad. La actitud que adopta usted me parece más relativista, más modesta, precisamente porque se niega a entrar al tema de la verdad histórica. Se me ocurre que la cura que propone para España es menos una inyección de verdad, o una protección aséptica contra los mitos, que simplemente una serie de mitos mejores.
Así es. Pero además hay otro factor a tener en cuenta. Los historiadores a los que cita –todos muy buenos y conocidos– tienen una gran ventaja. Son predominantemente historiadores políticos. Se ocupan de circunstancias políticas que son relativamente fáciles de corroborar mediante documentos o de expresar en términos estadísticos. Raymond Carr era un historiador puramente político. Álvarez Junco, por otra parte, entra al territorio del nacionalismo, lo que automáticamente provoca más reacciones discrepantes. Igual que me criticaron a mí cuando me ocupé de la Inquisición.
Quiero volver a la pregunta de los mitos mejores. Cuando usted se empeña, por ejemplo, en desmontar el mito de la Reconquista, ¿está creando un espacio para que pueda surgir otro mito sobre ese período, un relato nacional que sirva mejor para cohesionar España hoy?
Sí. Estoy convencido de que tenemos que hacer concesiones ante la mitología, asumirla en sus propios términos. No me puedo permitir recaer en una burda distinción entre verdad y mentira. Porque entonces me condenaría a mí mismo a un discurso de hechos brutos. Y así no hay forma de acabar con una perspectiva satisfactoria.
Su libro es muy amplio: cubre más de veinte siglos, desde Numancia hasta el XIX.
Abarca demasiado, ya lo sé. Pero lo vi necesario porque quería explicar por qué les ha costado tanto a los españoles llegar a una situación en que puedan decir simplemente: “Yo soy español.” Hoy hay mucha gente en España que nunca jamás emplearía esa frase.
Y para usted, ¿esta situación es de lamentar?
Sí, es de lamentar. Porque los españoles, por más divididos que estén políticamente, comparten importantes aspectos de su historia, su cultura, su comida, su música. Quiero decir que hay margen para una identidad colectiva más plenamente asumida. Que no haya surgido me parece triste. Aquí donde vivo yo, por ejemplo, no se habla de España sino del Estado español.
Esta preocupación suya la comparten otras personas en España. Pienso, por ejemplo, en su buen amigo Pérez Reverte, al que le chirría la costumbre catalana de hablar de “Estado español”. O en María Elvira Roca Barea, que también aboga porque los españoles acepten su identidad nacional con más entusiasmo y menos complejos. Y, sin embargo, no tengo la impresión de que usted comulgue con figuras así.
(Ríe.) No.
Bromas aparte, ¿qué piensa del fenómeno Roca Barea?
Me parece tan absurdo que evito hablar de él. Sencillamente soy incapaz de expresar una opinión sobre una persona que no sabe nada. Pérez Reverte, en cambio, es un buen creador que de vez en cuando se presta a un duelo conmigo.
Y, sin embargo, Roca Barea forma parte de un linaje de filólogos con aspiraciones de historiador que han hecho contribuciones importantes a la mitología nacional: Marcelino Menéndez Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro…
Pero son categorías distintas.
Perdone que insista, pero ¿el tremendo éxito de ventas de una Roca Barea, no acaba por confirmar, en cierto modo, su diagnóstico? ¿Puede ser un síntoma del problema que señala?
Casi con toda seguridad, sí. Aunque, como decía, también mi libro pasó un mes en la lista de los más vendidos.
¿Quiere decir que su libro satisface una necesidad parecida a la de Roca Barea?
No lo creo. Sería interesante hacer un análisis sociológico de los que compran sus libros. Que yo sepa, por ejemplo, apenas se venden en Catalunya. Los míos, sí. Tengo la impresión de que los que compran los libros de Roca Barea lo hacen porque ya comparten su punto de vista. Y además son bastante hostiles a los historiadores británicos o norteamericanos que nos dedicamos a escribir sobre España, seamos John Elliott, Paul Preston o yo mismo.
Todos enemigos de España.
A mí me lo han llamado con bastante frecuencia. Y cosas peores.
@sebasfaber
Fuente: “España tardará muchos años en resolver su relato nacional”