Que algún empresario me explique la jornada partida. ¿no tenéis vergüenza?

¿Debería prohibirse la jornada partida?

  • Votos: 147 91,3%
  • No (Explica el motivo)

    Votos: 14 8,7%

  • Total de votantes
    161
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Este cuentillo lo bajé de internet allá por 2008, ya no sé ni de qué página era, ya ni existirá:

VIENDO PASAR LA VIDA



Primero estudiamos, éramos libres; luego nos decidimos por una carrera, seguíamos apegados a las faldas de papá y mamá. Salíamos de fiesta, nos lo pasábamos pipa, nos examinaban por cuatrimestres, y suspendíamos religiosamente. Eso sí, entre polvito y polvito. Encontramos el primer currito sarama como quien no quiere la cosa. Fue aquel maravilloso verano del entretiempo, entre los estudios, los escarceos amorosos, y los grandes planes de futuro al albor de una buena farranevera o un botellonazo junto amigos de los que ya ni te acuerdas. La carrera llegó a su fin, sin que por ello notáramos nada especial. Cerrojazo y a otra cosa mariposa. Ni tan siquiera la emoción del cambio de rutinas era palpable.

Intelectualmente seguíamos a años luz de la clarividencia que da la razón o de la sabiduría que aportan los años y la experiencia. Apegados como siempre a las muletillas insufribles en lo dialéctico, seguían brotando mil y una vez, cual mala hierba, en las conversaciones sostenidas. Frases cortas, mejor que largas. Subordinadas, las menos. Adjetivos, los justitos. Y de ahí no me saques.

Las perspectivas de éxito parecían razonables. El horizonte de futuro se marcaba con destellos de esperanza y se atisbaba fantástico. No podían ser en balde los años de estudio, la supuesta buena preparación profesional, los correspondientes meses de prácticas en una empresa que nunca supo apreciar tu potencial o tu talento natural, así como otras experiencias vivenciales, que los años cargaban a tus espaldas. Un verano largo, ponía fin a una etapa de crecimiento personal, constatación de que si no tienes pelo a mansalva, atractivo facial, altura baloncestística, y algo de caradura, no mojas ni con adefesios nacionales ni con guiris a vueltas con todo.

Te das cuenta que la movida del botellón empieza a sudártela más que nada porque te quedas ebrio, pero no solventas tus miedos, tus preguntas vitales, y lo más importante: porque se te cae lo que debiera estar enhiesto, cuando al no mentado, más le necesitas. Paralelamente, el estímulo cuasi gimnástico de bailar al son de la noche de farra, se va desmoronando. Y un buen día te ves danzando a ti mismo como un puñetero clon, indefinido entre la jauría juvenil, apestado de humo en una claustrofóbica atmosfera artificial, hacinado en una discoteca o un pub musical. Percibes entonces, con la benevolencia del que muchas veces ha oído pero no escuchado a sus padres, que la comodidad del hogar familiar no te produce urticaria. Ni tan siquiera los sábados por la noche. Al contrario. Aprecias esa paz junto a los tuyos. De todos modos tus padres parecen empezar a inquietarse.


Con 25 años no da la impresión de que tengas intenciones de volar del nido conyugal. Empiezan a darte la lata con el tema. Una puyita aquí, otra por ahí. Así que con el primer curro en serio que consigues, después de la fase pizzera o de becario explotado, te alquilas un apartamentito, para demostrarte a ti mismo, que eres autónomo, moderno, y tirado para delante. Vamos, que estás capacitado para arreglártelas por tu cuenta. De cualquier forma, el principal argumento del vuelo del mochuelo se justifica, porque en todo caso, no tendrás que “ir de coches” para mojar de vez en cuando el canutito. Dígase lo que se diga, la cama, amén gracias, sigue siendo el invento más permisivo con la comodidad de las posturitas sensuales con la pareja, por mucho que mole el morbo de si nos pillarán trincando en la parte trasera del SIMCA Mil de los huevones. Total, con las nuevas perspectivas de independencia, currele nuevo, por fin llega una pareja más o menos estable, y uno se encuentra ante nuevos retos.


Normalmente decepcionantes, como percibir que la faena, el puesto de trabajo desempeñado, no es lo que uno esperaba. Que el tiempo pasa sin que pase realmente nada. Que la relación de pareja está estable, pero no evoluciona. Y porque el piso empieza a pesar sobre la testa, con tanta cosa por limpiar, con cada comida que cocinar y por tantas cosas, como la maldita estantería que nunca acabas de aderezar, o el cuadro que anda por colgar. Por no citar a la esclavista hipoteca, auténtica cadena que pende de todo mortal. Total que te plantas en los treinta, con el reclamo de una boda a la vuelta de la esquina tras largos años de noviazgo más o menos cómodos, y de repente constatas de que no estás del todo convencido. De dar ese paso, o mejor dicho, que ni lo necesitas, ni te entusiasma realmente. A ella sí, por supuesto.


Paralelamente, como un mundo al revés, te vés atrapado en un curro “en la privada”, que inesperadamente dejó de ser tras*itorio, y ya acumulas un pentágono de 5 años de pervivencia. Sin proyección. Sin plan de carrera. Te das cuenta que no te llena, que no te estimula ni el ambiente, ni tus compañeros, ni tu jefe. Especialmente te enerva su gestión, su aplomo para minusvalorarte. Finalmente concluyes que no hay pistas que conduzcan hacia la esperanza de una perspectiva de promoción profesional. Es más, ya has visto que otros te adelantaban en el organigrama, por la derecha, por la izquierda, por arriba y por abajo. Y tú sigues encallado. Tocando techo.


Tus padres, siguen soltándote algo de guita. Menos mal. Poca, pero el seguro de tu viejo ciclomotor, o la cuota del gimnasio te lo siguen sufragando. Parece mentira, pero el lazo umbilical sigue ahí. La tensión de pareja va increcendo, hasta casi ahogarte en un mar de dudas. Un buen viajete por Europa para desatascar la situación no es mala idea, pero la crisis de identidad se encuentra en su punto álgido. De ahí a la depresión, hay un paso. Y a dos pasos, está el replanteamiento de todo lo que uno es y lo que está resultando ser su propia existencia.


Tu jefe te presiona, te enganchas con la gente, el curro no sale. En un arrebato, dejas el trabajo. No puedes más. El paro, el mal rollo de pareja, llamando a gritos a tu puerta. Tus padres te apoyan, pero la sombra de la duda de las decisiones tomadas, se alza como dedo acusador a cada mirada de los que te rodean. ¿Qué hacer?, ¿cómo salir del atolladero?


Todo conduce a lo mismo, a preparar oposiciones. No sabes exactamente por qué, o quién te lo sugirió. Pero la opción se abre ante ti. Empiezas como si fuera una excusa perfecta para que se reduzca la presión ambiental respecto a la extenuante pregunta de qué huevones estás haciendo con tu vida, y te da alas para reconducir tu horario vital. Dejas de levantarte a las tantas, de no hacer nada, y ver la tele hasta altas horas de la madrugada. Adquieres nuevamente una responsabilidad ante ti mismo. Un compromiso que te aporta la disciplina necesaria para afrontar todas y cada una de las pruebas de la oposición. Tienes tiempo, y lo explotas en tu provecho. Te das cuenta que las habilidades estudiantiles como universitario, de repente, te sirven, y te dan más opciones que a otros. Ritmo de estudio, forma de confeccionarte los apuntes, de recopilar información, de atacar los temas, de preparar la prueba informática e incluso, la dichosa entrevista.


Un buen día, tras pocas semanas o algunos meses, según el caso y de la Administración a la que opositas, te encuentras con que tu nombre cuelga de una lista de aprobados en un tablón de Edictos. Lo has logrado. Serás funcionario. De por vida. Para siempre. Y ese día, llega. No para todos. Pero sí para algunos de los que lucharon con fe, y confiaron en sus posibilidades. Porque el secreto, que no te cuenta nadie, es el tesón, la insistencia y la constancia. La confianza en uno mismo y el deseo de conseguir un objetivo con independencia de las dificultades que se planteen por el camino será definitivo. Y entonces, quizá tras algunos fracasos, apruebas. Ese día, parece que el sol brilla de modo distinto. Miras al cielo y no hay nubes a la vista. A partir de entonces, la calma sacude de tranquilidad ese espíritu díscolo con su propio destino, y disfrutar de la vida se convierte en algo más que una opción. Es un regalo que uno debe aprovechar.

Ese texto es una cursilada y un compendio de lugares comunes.
 
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