Extracto de
"Naturaleza, ruralidad y civilización":
Para empezar hay que decir que resulta intolerable el monocultivo olivarero establecido en la mitad sur de la península Ibérica. Así, es aberrante que en el término de jovenlandesa (Toledo) haya un millón de olivos
[12], y que, por ejemplo, en Martos (Jaén), centro comarcal de un paisaje de pesadilla, donde todo es olivar, el aire huele a aceite y no existe otro tipo de cultivo, pues de las 25.000 has. del término municipal, 21.200 a él están dedicadas, en el cual se ocupan una parte significativa de sus 24.000 habitantes. En la provincia de Jaén el olivo ocupa el 85% de la superficie agraria útil, lunático estado de cosas que daña la calidad de los suelos (una parte importante de las tierras olivareras del sur tienen un contenido de materia orgánica inferior al 1%, y en descenso continuo, cuando se admite que por debajo del 1,5% se ha producido la mineralización de los suelos y éstos se aproximan a una situación de esterilidad grave, propia del semidesierto). Esto queda agravado por las técnicas recientemente introducidas, como la compactación del suelo y el uso a gran escala de herbicidas, a fin de convertirlos en superficies duras y lisas desprovistas de vegetación, lo que, al parecer, abarata la recogida del fruto, nocividades que se unen al uso cada vez mayor de diversos tipos de maquinaria pesada, que empeora aún más la estructura física de los suelos. De todo ello resulta un dato que produce escalofríos: el olivar andaluz, convencional o ecológico, pierde, debido a la erosión, 80 toneladas de tierra por ha y año (lo máximo "aceptable" serían unas 7), situación que, probablemente, ya no puede mantenerse mucho más tiempo sin que la desertificación se haga completa e irreversible.
Todo ello favorece, además, la escorrentía, dificulta la infiltración de las aguas de lluvia, con el consiguiente debilitamiento de los acuíferos (al mismo tiempo que crece la superficie de olivar en regadío, otro dislate), favorece el arrastre de la capa superficial e incrementa el riesgo de arroyadas, riadas y avenidas. En tan inmensos espacios con una sola especie vegetal, sus plagas y enfermedades (la mosca del olivo, el temido repilo, la polilla del olivar, etc.) encuentran las condiciones óptimas para desarrollarse, por lo que el consumo de insecticidas y fungicidas por unidad de superficie ha de ser notable, lo mismo que el de abonos inorgánicos, a causa de la caída año tras año de la calidad media de los suelos. Al no haber ningún otro cultivo ni ganado, esas zonas han de importar todo lo necesario para la alimentación de su población, a la vez que exportan grandes cantidades de dos únicos productos, la aceituna de mesa y el aceite de oliva. Con ello maximizan el gasto de energía y la contaminación, así como la demanda de material de tras*porte y la exigencia de megainfraestructuras viarias. A la vez, tal estado de cosas potencia en grado superlativo el desarrollo del capital comercial, el poder del capital financiero y la monetización del cuerpo social. En particular, esto último otorga un nuevo modo y grado de poder al Estado que, con la política monetaria, alcanza aún mayores cotas de dominio sobre el elemento popular. Tales son los deplorables efectos de lo que ha sido llamado, con razón, "desierto olivarero".
[ 12 ] Expone J.M. Donézar, en su bien documentado, aunque no siempre bien reflexionado, libro "Riqueza y propiedad en la Castilla del Antiguo Régimen. La provincia de Toledo en el siglo XVIII" que sólo el 3,3% de las tierras de labor toledanas de esa centuria estaban ocupadas por el olivar, pues en la alimentación se utilizaban grasas animales, lo que permitía, e incluso exigía, que la cubierta vegetal espontánea ocupara grandes extensiones, estado de cosas que protegía los suelos de la erosión, favorecía la infiltración de las aguas, incrementaba los índices de pluviosidad y atemperaba los extremismos del clima, además de mantener la biodiversidad. Para aquellas fechas una parte significativa, aunque imposible de determinar, de la alimentación humana provenía de los recursos silvestres, solución excelente en comparación con los excesos de la agricolización y cerealización, propios de la modernidad, pues la agricultura, como se ha dicho con feliz expresión, es la artificialización de los ecosistemas, tras cuya hegemonía, especialmente en las condiciones del clima mediterráneo, viene el semidesierto, lo que es dado observar hoy en la provincia de Toledo, convertida en sólo 200 años en un secarral patético, con unos contenidos de materia orgánica en los suelos que se sitúan en el 1,38% de media provincial. Eliminar una buena parte del olivar, limitar la agricultura a las tierras más aptas, unir, como se decía antaño, labranza y crianza, poner fin a la saca mercantil de productos agrícolas, devolver la tierra así liberada al monte, al pastizal y a los ganados, incorporando los frutos silvestres a la dieta humana a gran escala, es el plan estratégico más adecuado.