Libertarismo. Hablemos de política.

Libertarismo filosófico.

El anarquismo, como filosofía social y como ideología, nace en la primera mitad del siglo XIX. Igual que el Marxismo, supone pues, la revolución Francesa, el ascenso de la burguesía, la formación de la clase obrera, el nacimiento del capitalismo industrial, tiene sin duda igual que el marxismo una larga prehistoria, pero su formulación explicita y sistemática no puede considerarse anterior a Proudhon.

Aun cuando sus principales representantes como Bakunin y Kropotkin, vincula la concepción anarquista en la sociedad y de la historia con la concepción materialista y evolucionista del universo; aun cuando la mayoría de los teóricos, de Proudhon en adelante, la relación con el ateismo o, para ser más preciso, con el antiteísmo, no puede demostrarse que tal vinculación sea lógica e intrínsecamente necesaria.

De hecho algunos pensadores de singular importancia del anarquismo desconocen y, más aun, contradicen la fundamentación materialista y determinista de la idea anarquista de la sociedad y de la historia. Tal es el caso, en el siglo XX, de Malatesta y Landauer. Tampoco han faltado quienes, como Tolstoi intentaba basar una concepción anarquista en el cristianismo y en la fe, ciertamente adogmática y anticlesiástica, en el Dios evangélico.

Inclusive la absoluta confianza en al ciencia como fuente de conocimientos incontrovertibles acerca del mundo y como sólido fundamentado de la sociedad ideal ha sido objeto de severas criticas en el pensamiento anarquista de nuestro siglo.

También en le marxismo son muchos los filósofos que desvinculan hoy totalmente el materialismo histórico (esto es, la concepción que Marx desarrolló sobre la sociedad y la historia) y el materialismo dialéctico (es decir, la filosofía de la naturaleza, que es, sobre todo obra de Engels).

Así como no faltan en nuestra época quienes pretenden encontrar en el Marxismo un método de investigación e interpretación de la sociedad, que se que se puede aplicar prescindiendo de cualquier concepción del mundo y de la vida, tampoco han faltado quienes pretenden reducir al anarquismo en un mero fermento revolucionario o a una mera conciencia critica de la izquierda. Esto implica, sin duda, minimizarse significado con el pretexto de universalizarlo y de justificar su necesidad en el mundo actual.

Cosa muy distinta es el reconocimiento de que, en la actualidad, diversas ideas que son típicamente anarquistas o que han surgido históricamente en el contexto de la doctrina y de la praxis anarquista han sido asumidas por la izquierda marxista, y aun por los partidos democráticos, liberales o populistas, o han dado lugar a corrientes autónomas con finalidades determinadas y parciales. Tal es por ejemplo, el caso de la autogestión, hoy inscrita en el programa de muchos partidos socialistas Europeos tal es el caso del antimilitarismo, que ha generado el movimiento de los objetores de conciencia en los estados unidos y en Europa occidental. Un trasfondo anarquista, no muy claramente definido pero no por eso menos real y actuante, está presente en muchos grupos juveniles y de la llamada <> en movimientos contestatarios, feministas, antirracista, ecologistas, etc.

EL ANARQUISMO COMO IDEOLOGÍA

Un problema bastante discutido entre los historiadores y politólogos es el carácter de clase de la ideología anarquista. En el pasado los marxistas sin excepción se empeñaban en presentar el anarquismo ya como una ideología de los pequeños propietarios rurales y de la pequeña burguesía (artesanos, etc.) ya como una ideología del lumpen proletariat. El propio Marx trataba a Proudhon como un petit-bourgeois y a Bakunin como un <>. Hoy algunos marxistas más lucidos o menos dogmáticos reconocen que el anarquismo ha sido y es una de las alternativas ideológicas de la clase obrera.

Si de algo sirviera recordar que Proudhon era hijo de un tonelero y de una sirvienta, mientras Marx lo era de un prospero abogado Y Engels de un rico industrial. Pero entonces tendríamos que traer a colación también el hecho de que Kropotkin era un príncipe de las más antiguas estirpes nobiliarias del imperio Ruso y que Bakunin era también miembro de una aristocrática familia, vinculada con altos dignatarios de la corte del zar.

Lo cierto es que allí donde el anarquismo floreció y logró influencia decisiva sobre el curso de los acontecimientos, sus huestes estaban mayoritariamente integradas por obreros y campesinos. Varios ejemplos podrían traerse, pero el más significativo es, sin duda, el de España.

Bien sabido es que, pase al esfuerzo y al disciplinado tesón de los enviados de Marx y de los discípulos de Pablo iglesia, la clase obrera española, en al medida en que tuvo alguna ideología consiente, fue mayoritariamente anarquista (al menos entre 1870-1940). No todos las regiones y provincias de España, sin embargo, el anarquismo arraigó con igual fuerza. Sus principal baluarte de fue, indiscutiblemente, Barcelona. Ahora bien, Barcelona era la ciudad mas industrializada y, por consiguiente, la de mayor población obrera en la península. La conclusión es clara no se puede dudar de que el anarquismo es allí la ideología de la clase obrera, y ello no sólo porque la mayor parte de los trabajadores industriales la han abrazado como propia, sino también por que tal ideologías es el motor principal (si no único) de todos los cambios auténticamente revolucionarios que allí se producen. Pero es cierto también que en muchas regiones el anarquismo es profesado por las masas de los campesinos sin tierra y que en esas regiones en nombre del anarquismo se realiza todo cuanto de revolución de hace.

Más aun, inclusive el lumpen proletariat ha abrazado a veces el anarquismo, sobre todo en los momentos de gran agitación social y de efervescencia revolucionaria (lo cual no quita que otras veces se haya puesto al servicio del fascismo).

¿Quiere esto decir, entonces, que el anarquismo es una ideología poli clasista? Quiere decir que, aunque surge, se desarrolla y alcanza su mayor fuerza dentro de la clase obrera, es una ideología de tas las clases oprimidas y explotadas en cuanto tales, mientras sean capaces de liberarse sin oprimir o explotar a otras clases, quiera decir que, si bien halla ante la clase obrera su protagonista, corresponde asimismo a otras clase sometidas e inclusive puede extenderse a minorías discriminadas. En esto se muestra el carácter amplio y no dogmático del anarquismo: no tendría ninguna dificultad en aceptar que la clase obrera puede, en determinadas circunstancias históricas, dejar de ser la protagonista de la revolución y que su bandera pueda ser recogida por otra clase o por un sector de otra clase. Las ideas de Marcuse a este respecto, que tanto escandaliza a la ortodoxia marxista, no son una herejía ni siquiera una novedad para el anarquismo. Dentro de la misma clase obrera son los sectores más explotados, las victimas de los mayores rigores del sistema capitalista y de la más cruel represión político-militar lo que, en general, se inclinan más hacia el anarquismo.

El marxismo, por el contrario, encuentra sus mejores adeptos sobre todo en las capas medias y altas de la clase obrera, entre los obreros especializados, alfabetizados, entre los semi-técnicos y los casi letrados y desde luego, entre quienes renuncian a la opción pequeño burguesa por la aspiración más o menos consiente la funcionariado en el presunto estado <>.

SOCIEDAD Y ESTADO

<> no significa en modo alguna ausencia de orden o de organización. Los pensadores anarquistas, desde Proudhon, opusieron el orden inmediatamente, surgido de la vida misma de la sociedad, de la actividad humana y del trabajo, al orden trascendente, externo, impuesto desde afuera por la fuerza física, económica o intelectual. El primero, que no sólo el único autentico sino también el único sólido y duradero, supone la supresión del segundo, falaz y esencialmente inestable. En esta oposición se basa la aparente paradoja Proudhoniana: la libertad no es la hija del orden sino su progenitora.

Aunque en un momento dado se produjo un debate bastante violento entre los anarquistas partidarios de la organización por un lado y los enemigos de la misma por otro, la disputa se refería, más bien al tipo de organización deseable y a al participación de los anarquistas en los sindicatos. Nadie casi nadie ha desconocido la necesidad de una organización; todos los anarquistas, sin excepción, se han pronunciado contra cualquier organización artificiosa, impuesta y, sobre todo, vertical; no quiere decir, tampoco, negación de todo poder y de toda autoridad: quiere decir únicamente negación de todo poder permanente y de toda autoridad instituida, o en otras palabras, negación del estado.

Los anarquistas pueden admitir perfectamente la intrínseca autoridad del médico en lo que se refiere a la enfermedad y a la salud pública en general o del agrónomo a lo que toca al cultivo del campo: no puede: aceptar, en cambio, que el médico o el agrónomo que por el hecho de haber sido elegidos por el sufragio universal o impuesto por la fuerza del dinero o de las armas, decidan permanentemente sobre cualquier cosa, sustituyan a la voluntad de cada uno, determinen el destino y al vida de todos. Del mismo modo que las sociedades llamadas primitivas no desconocen el poder (y aun, como quiere Clastres, el poder político), pero se caracteriza esencialmente frente a los pueblos civilizados por ignorar al estado, esto es, el poder político permanente e instituido, los anarquistas aspiran a una sociedad no dividida entre gobernantes y gobernados, a una sociedad sin autoridad fija y predeterminada, a una sociedad donde le poder no sea trascendente al saber y a la capacidad jovenlandesal e intelectual de cada individuo.

En una palabra los anarquistas no niegan el poder si no ese coágulo del poder que se denomina estado: tratan de que el gobierno, como poder político trascendente se haga inmanente, disolviéndose en la sociedad.

La sociedad, que todos los pensadores anarquistas distinguen cuidadosamente del estado, es para ellos una realidad natural, tan natural por lo menos como el lenguaje. No es el fruto de un pacto o un contrato. No es, por consiguiente, algo contingente, accidental, fortuito. El Estado por el contrario, representa una degradación de esa realidad natural y originaria. Se lo puede definir como la organización jerárquica y coactiva de la sociedad. Supone siempre una división permanente y regida entre gobernantes y gobernados. Esta división se relaciona obviamente con la división de clases y gobernados, implica el nacimiento de la propiedad privada.

El marxismo coincide en líneas generales, con esta última tesis. Pero un grave problema se plantea a este propósito y la solución del mismo vuelve a dividir a marxistas y anarquistas. Para los primeros la propiedad privada y a la aparición de las clases sociales da origen al poder político y al estado. Éste no es sino el órgano o el instrumento con que la clase dominante asegura sus privilegios y salvaguarda su propiedad. El poder político resulta así una consecuencia del poder económico. Éste surge primero y engendra aquél. Hay, por tanto, una relación lineal y unidireccional entre ambos: poder económico (sociedad de clases) poder político (estado). Para los anarquistas, en cambio, es cierto que el estado es el órgano de la clase dominante y que el poder económico genera el poder político, pero éste no es si no un momento del proceso genético: también es verdad que la clase dominante es órgano del estado y que el poder político genera el poder económico, La relación es aquí circular y, sin duda dialéctica (a pesar de que algunos anarquistas como Kropotkin, rechacen toda forma dialéctica): poder económico (sociedad de clases) poder político (estado).

La raíz de todas las diferencias entre marxismo y el anarquismo en lo referente a la idea de la sociedad, del estado, de la revolución, se encuentran precisamente aquí.

Los anarquistas saben (desde Proudhon y Bakunin) que una revolución que pretenda acabar con las diferencias de clase sin acabar al mismo tiempo (y no más tarde) con el poder político y la fuerza del estado está inevitablemente condenada no sólo a consolidar el estado y a tribuirle la totalidad de los derechos, si no también a engendrar una nueva sociedad de clases una nueva clase dominante. En este sentido, las palabras que Bakunin escribiera en su polémica con Marx y la socialdemocracia de su tiempo resultaron proféticas. Algunos marxistas lo reconocen así en nuestros días, obligados por el mismo Marx a confesar que los países llamados <> han sustituido simplemente el clásico capitalismo de la libre empresa por un capitalismo de estado; que el papel de la burguesía ha sido cómodamente asumido, en la URSS, por una clase nueva tecno-burguesa; que las llamadas <>, lejos de superar las limitaciones e incongruencias de la democracia representativa, las han grabado hasta la caricatura, y que de la auténtica democracia directa de los soviets de 1918 no queda hoy sino el nombre irónicamente adosado al nombre de un estado donde no hay ningún tipo de autogestión auténtica.

ESTADO Y GOBIERNO

El principal centro de los ataque de los anarquistas es el estado porque éste representa la máxima concentración del poder. La sociedad está dividida esencialmente por obra del estado; los hombres se encuentran alienados y no pueden vivir una vida plenamente humana gracias, ante todo, a tal concentración de poder. La existencia del poder es algo natural en la sociedad: cada individuo y cada grupo natural dispone de un poder más o menos grande, según sus disposiciones físicas e intelectuales.

Tales diferencias no son nunca, por si misma, demasiado notables. En términos generales puede decirse que la vida social tiende hacerlas equivalentes. En ningún caso el exceso del poder que naturalmente dispone el individuo o un grupo natural basta para establecer un dominio sobre la sociedad y sobre los demás hombres considerados en conjunto.

Sin embargo por causas diferente, y no siempre claramente comprendidas, el poder de los individuos y de los grupos comienza a reunirse ya concentrarse en unas pocas manos. El fenómeno básico que da origen a tal concentración puede describirse como una delegación (que pronto se convierte en cesión definitiva) de los poderes de los individuos y de los grupos naturales (comunidades locales, gremios, guildas, confraternidades, etc.). E n términos éticos cabria describirse tal cesión una actitud de fundamental pereza o cobardía. Desde un punto de vista social debe explicarse así: los hombres (individuos y grupos) ceden a determinados individuos el derecho de defenderse y de usar sus energías físicas, a cambio de ser eximidos del deber de hacerlo. Nace así el poder militar. Ceden también el derecho de pensar, de usar su capacidad intelectual, de forjar su concepción de la realidad y su escala de valore, a cambio de ser relevados de la pesada obligación y del duro deber de hacerlo. Nace entonces el poder intelectual y sacerdotal, Guerreros y sacerdotes exigen al mismo tiempo una partición de los bienes económicos y ante, todo, de la tierra. Y para hacer respetar los derechos que se les han cedido y las propiedades que ipso facto han adquirido, instituyen al estado y la ley, y eligen de su propio seno al gobernante o los gobernantes.

Nace así, junto con las clases sociales y a la propiedad privada, el estado, que en síntesis, cifra y garantía se todo poder y de todo privilegio. Lejos de ser, pues, una entidad universal, imparcial, anónima, el estado es la expresión máxima de los interese de ciertos individuos y de ciertas clases. Lejos de ser la más perfecta encarnación del espíritu, pues nace de la cobardía y se nutre de los más mezquinos intereses.

BUROCRACIA Y PARLAMENTARISMO

La crítica del estado asume una forma particular en la crítica de la burocracia. Y está es sin duda la forma más accesible al público no anarquista, al ciudadano común y ajeno a cualquier ideología política de los grandes centros urbanos e industriales. Por otra parte, también han sometido a crítica a la burocracia muchos pensadores liberales y hasta algunos marxistas. Así, De Tocqueville concuerda con Kropotkin en el análisis de la burocracia francesa.

La burocracia nace del estado y puede decir que se desarrolla dentro de él. No hay estado sin burocracia y ésta extiende sus funciones a medida que el estado se hace más estado, es decir, a medida que éste se hace más centralista y autoritario. En primer lugar, los pensadores anarquistas suelen señalar la irracionalidad de la estructura burocrática; después su naturaleza mecánica opresiva; y, su carácter antieconómico. Durante el antiguo régimen, si el viento derriba un árbol en un camino público -observa Kropotkin- , no se le podía retirar y vender sin haber cinco o seis trámites: con la tercera república es preciso intercambiar no menos de cincuenta documentos. El estado genera así una burocracia de mi9les de funcionarios y gasta en pagarles mimes de millones. Pero la mismo tiempo prohíbe a los campesinos unirse entre si para solucionar sus problemas comunales. Tales observaciones de Kropotkin cobran cada día mayor vigencia, ya que la burocracia crece y se multiplica de año en año, y al mismo tiempo que resulta más ineficaz y parasitaria.

En el siglo pasado, se necesitaban semanas para llegar de Caracas a Buenos Aires, pero podía uno embarcar uno casi sin tramite burocrático alguno; en nuestros días el viaje se hace en unas horas, pero se necesitan semanas para llenar todos los requisitos previos que el estado exige al viajero. Está de más que está impertinencia fastidiosa y tanto más irritable cuanto más pequeño, lejos de haber sido atenuada en los llamados <>, se han potenciado al máximo: los burócratas han llegado a constituirse allí en la nueva clase dominante, por que, sin haber logrado la propiedad <> de los medios de producción, han concentrado en sus manos los medios de decisión, como bien advierte Cornelius Castoriadis. En los llamados <>, a su vez, la burocracia como clase no sólo comparte el poder con los dueños de los medios de producción, es decir, con los capitalistas (por lo demás agrupados en grandes empresas tras*nacionales que equivalen, desde el punto de vista económico, a los estados <>), si no que inclusive se sobrepone a los mismos capitalistas, <> o como <>.

Los anarquistas se han opuesto siempre a la democracia representativa y al parlamentarismo por que consideran que toda delegación del poder por parte del pueblo lleva infaliblemente a la constitución de un poder separado y dirigido contra el pueblo. En el antiparlamentarismo coincidieron, durante un tiempo, con los bolcheviques y los marxistas revolucionarios. Más allá de las posiciones de estos, es que se oponían a la democracia indirecta y a los comicios democráticos por que aspiraban simplemente a imponer la dictadura del proletario (esto es, la dictadura del partido), los anarquistas propusieron siempre como única alternativa la democracia directa. Democracia -piensan- supone burocracia, democracia representativa supone manipulación de la voluntad popular por parte del gobierno y de las clases dominantes; democracia representativa quiere decir de los menos aptos y decisión en manos de los que no saben. ¿Puede acaso un diputado, aun cuando fuera un sabio en algún campo particular (que es difícil que lo sea), opinar y decir con competencia sobre todos los problemas, tanto educativos como financieros, tanto jurídicos como criminológicos, tanto culturales como agrícolas? Y, por otra parte, aun cuando pudiera, aun cuando la tradujera alguna vez.

¿Cómo podría saberse que la seguirá traduciendo siempre? ¿Cómo puede un hombre hacer representar su opinión por un lapso de cuatro o seis años, cuando no puede saber si quiera qué opinara la semana que viene?

Para los anarquistas, la democracia representativa es una ficción, más o menos hábilmente tramada por al burguesía para detentar el poder del pueblo y de los trabajadores. Sólo la democracia directa (en forma de consejos, soviets, asambleas, comunales, etc.), es democracia autentica y merece el nombre (lamentablemente degradado) de democracia popular.

LA REVOLUCIÓN

La existencia de una sociedad de clases está inescindiblemente vinculada, para el anarquismo, con la abolición del estado. Por la razón, el criterio para discernir la autenticidad de una revolución está dado por la real y efectiva liquidación de poder político y del aparato estatal desde el mismo instante en que la revolución se produce. Los anarquistas no han comprendido jamás la teoría marxista del estado como superestructura que caería de por si, como fruto maduro, cuando se instaura el comunismo y desaparecieran loa últimos vestigios de la sociedad de clases. Afirmar como Engels, que en un remoto futuro el estado será relegado al museo de antigüedades, les parece una actitud singularmente evasiva e irrealista. Esto no quiere decir, sin embargo, que para ellos el estado pueda y debe abolirse al día siguiente de la revolución. Ningún pensador anarquista ha defendido tal idea, y contra ella se pronunciaron con claridad Kropotkin como Malatesta. Pero ningún pensador anarquista ha dejado tampoco de insistir la exigencia de iniciar la liquidación del estado junto con y no después de la demolición de la superestructura clasista de la sociedad. La revolución es entendida por los anarquistas no como conquista del estado sino como la supresión del mismo.

Desde un punto de vista positivo, muchos teóricos del anarquismo, como Bakunin y Kropotkin, la conciben simplemente como la toma de posiciones de campos, fábricas y talleres (de la tierra y de los medios de producción) por parte de los productores. Lo cual no excluye, para ellos, la necesidad de defender con las armas la expropiación o, por, mejor decir esta restitución de toda la riqueza a quienes son sus legítimos dueños, puestos que la han creado. Quienes no apelan a la idea de la revolución, como es el caso de Prohudon y sus discípulos, confían de todas maneras en la acción mutualista de los productores, que han de conducir de por si a una autogestión integral y a la liquidación de la idea misma de la propiedad y del estado.

SISTEMAS ECONÓMICOS

Aunque todos los anarquistas, sin excepción, aspiran a la instauración de una sociedad sin clases, no todos están de acuerdo con el régimen de propiedad que debe establecerse en ella. Podría decirse, sin embargo, que tres doctrinas concitaron sucesivamente la adhesión de la mayoría de ello. En un primer momento fue el mutualismo de Prouhdon; después, en una segunda época, predomino el colectivismo de Bakunin; finalmente, en tercer lugar, se impuso mayoritariamente el comunismo de Kropotkin.

Podría añadirse todavía un cuarto momento, en el cual el comunismo no deja de presentarse como forma ideal pero sin que se le considere único y exclusivo sistema compatible con la sociedad sin clases y sin estado. Esta posición es sostenida sobre todo por Malatesta.

El mutualismo, cuyo supuesto es la negación de la propiedad (considerada como ius utendi et abutendi), no niega la <>, inclusive personal, de a tierra, pero se basa en la idea de que, siendo el trabajo la única fuente de toda riqueza, nadie tiene derecho sino a lo que a producido. La propiedad privada implica el robo apropiación ilegitima y genera el despotismo y la noción de la legitima autoridad estatal. El comunismo es opresión y servidumbre, contradice el libre ejercicio de nuestras facultades y nuestros más íntimos sentimientos, recompensa por igual la pereza y el trabajo, el vicio y la virtud.

La solución del mutualismo consiste en lo siguiente, según lo expresa el propio Prouhdon: 1) Niega la propiedad privada (que es el suicidio de la sociedad); afirma la posesión individual (que es la condición de la vida social); 2) El derecho de ocupar la tierra debe ser igual para todos. Así, el número de poseedores varia, pero a propiedad no puede llegar a establecerse; 3) como todo trabajo humano resulta de una fuerza colectiva, toda la propiedad se convierte en colectiva e indivisa; el trabajo destruye la propiedad; 4) Puesto que el valor de un producto resulta del tiempo y el esfuerzo que cuesta, los trabajadores tienen iguales salarios; 5) Los productores sólo pueden comprarse por los productores y; que la condición de todo cambio es la equivalencia, no hay lugar alguno para lucro o ganancias; 6) La libre asociación, que se limita a mantener la igualdad en los instrumentos de producción y la equivalencia en todos los intercambios, es la única manera forma justa de organizar económicamente la sociedad; 7) Como consecuencia, todo gobierno del hombre por el hombre debe desaparecer: la más alta perfección de la sociedad consiste en la síntesis del orden y al anarquía.

El mutualismo Proudhoniano se basa en al asociación de productores y consumidores reestablece como norma el cambio mutuo, es decir, el trueque de un objeto por otro equivalente, esto es, por otro cuya producción represente el mismo trabajo. Todo cambio se hace a partir de su precio de costo; todo productor tiene quien desee adquirir sus productos; no necesita ningún capital para comenzar el trabajo. Suprimido el lucro, los precios se reducen al mínimo y el método de producción capitalista desaparecerá para ceder su sitio al mutualismo o a la asociación. Con el objeto de promover éste magno y, sin embargo, no violento cambio social, propone precisamente Proudhon la creación del banco del pueblo, que tendrá por meta fomentar el crédito gratuito y mutuo y el intercambio de productos equivalentes entre los trabajadores. El segundo momento es el colectivismo doctrina económica sostenida por Bakunin adoptada, en general, por los antiautoritarios o federalistas dentro, de la primera internacional.

Bakunin que, como Proudhon, rechazaba el comunismo por vinculado a un autoritarismo jacobino (piensa, sobre, todo en los seguidores de Babeuf, en cabet y en Blanqui), es colectivista por que cree indispensable mantener el principio:<>. Supone que el olvido de esta norma no sólo implicaría una injusticia para con lo mejores trabajadores si no también una drástica disminución del producto social: Según la fórmula colectiva, la tierra y los instrumentos de producción deben ser comunes, pero el fruto del trabajo debe ser repartido en proporción de esfuerzo y la calidad del trabajo de cada uno. De está manera, aunque bajo modalidades un tanto diversas, se conserva el régimen de salario.

El colectivismo, que adoptaron luego como meta inmediata los socialdemócratas y que el estado bolchevique pretende haber implantado (aunque no es difícil ver que allí. Por un parte, no hay real correspondencia entre esfuerzo o mérito y salario, y por otra parte no hay verdadera propiedad social de los medios de producción) fue objeto pronto de agudas criticas en el seno de grupos anarquistas.

Surgió así el tercer momento, que es el documento, que es el comunismo cuyo principal (aunque no el primer) representante fue Kropotkin. Esta doctrina económica se impuso a partir de la década del ochenta en Francia (en Italia ya desde el setenta, en España sólo después del novecientos). Su punto de partida es:<>.

Los anarco-comunistas aspiran a suprimir por completo cualquier forma de salario. No sólo la tierra y los medios de producción deben ser comunes, según ellos, sino también el producto. El criterio de distribución está dado por las necesidades reales de cada miembro de la sociedad.

Refutando a los colectivistas que consideran imprescindiblemente para la justicia que cada trabajador reciba una parte del producto proporcional a su propio y personal esfuerzo, los comunistas responden, por boca de Kropotkin; cualquier producto, cualquier bien económico es, en realidad, fruto de la cooperación de todos los trabajadores, tanto del propio país como del extranjero, tanto del presente como del pasado. ¿Cómo se podrá medir y segregar en la gran masa de la riqueza social la parte que corresponde al esfuerzo y a la inteligencia de cada uno? ¿Acaso el mayor esfuerzo y la mayor inteligencia hubiera podido crear sola y sin ningún auxilio una parte, siquiera intima, de aquella riqueza social? Por otro lado. Cuando se trata de valorar el trabajo de cada uno de acuerdo con el costo total de la formación del trabajador (como quiere no sólo Ricardo y Mar, si no también los anarco-colectivistas), los anarco-comunistas se preguntan: ¿Cómo calcular los gastos de producción de la fuerza laboral sin tener en cuenta tal vez un buen obrero cuesta a la sociedad más que un artesano o que un profesional, dado el alto número de hijos de obreros muertos por anemia u otras enfermedades <>? Las discusiones entre colectivistas y comunistas dentro del campo del anarquismo dominaron las dos últimas décadas del siglo pasado y aun de la primera del presente.

Como ellas surgieron posiciones menos rígidas. Así Malatesta, sin dejar de considerar al comunismo como la forma de ideal de organización económica de una sociedad sin estado, adopta una forma muy abierta frente a todas las demás propuestas (mutualismo, cooperativismo, colectivismo, etc.) y se pronuncia el experimento en éste terreno. El cubano-español Tárrida de Mármol, seguido entre otros por Max Nettlau y por Ricardo Mella en su última época, define simplemente un <>.
Los tres sistemas señalados bien podrían entenderse como momentos evolutivos de una misma doctrina que intenta explicar la producción y distribución de los bienes de una sociedad sin clases y sin estado. El mutualismo corresponde al tránsito de una economía agrario artesanal hacia el industrialismo; el colectivismo se plantea en la primera fase del desarrollo industrial y con la inicial expansión del capitalismo; el comunismo se impone se impone ante el cenit de la burguesía, con el auge del imperialismo y el colonialismo, con la internacionalización del capital, en la era de los trusts y de los monopolios.

A los tres sistemas sociales se les presentaron objeciones, nunca entera y satisfactoriamente resuelta. Los comunistas consideran que en el mutualismo y en el colectivismo hay a un residuo de individualismo burgués. Ven en el salario un medio para mantener, en cierta medida una jerarquía socioeconómica y la sociedad de clase. Los colectivistas, por su parte, consideran que el régimen comunista quita todo incentivo al trabajador y que sólo podrá mediante un férreo control estatal. De cualquier manera, aunque estas últimas objeciones pueden ser desechadas, el comunismo, tal como lo conciben los anarquistas, supone una abundancia prácticamente indefinida de vienes y servicios, situación que nada permite esperar en un futuro próximo.

AUTOGESTIÓN

Si algún concepto Práctico y operativo pudiera sintetizar la esencia de la filosofía social del anarquismo, éste seria el de la autogestión. Así como el mismo Proudhon, que utilizo por vez primera el termino anarquismo, dándole un sentido no peyorativo y usándola para designar su propio sistema socioeconómico y político, pronto prefirió sustituirla por otra (mutualismo, democracia industrial, etc.) que tuviera un significado positivo (y no meradamente negativo, como <>), hoy podríamos considerar que el termino <> es un sinónimo bueno de <>.

Sin embargo, tal equivalencia semántica no se puede establecer antes de haber dejado establecida una serie de primicias y de haber hecho una serie de precisiones. La palabra <> y el concepto que presenta son de origen claramente anarquista. Más aun, durante casi un siglo ese concepto (va que no la palabra) fue el santo y seña de los anarquistas dentro del vasto ámbito del movimiento socialista y obrero. Ninguna idea separo más tajantemente la concepción anarquista y la concepción marxista del socialismo de la primera internacional que la de la autogestión obrera.

Pero en las últimas décadas, la idea y, sobre todo, la palabra, se han ido difundiendo fuera del campo anarquista, se han expandido en terrenos ideológicos muy ajenos al socialismo libertario y, por lo, mismo han perdido peso y densidad, se han diluido y rivalizado. Hoy hablan de <> socialdemócratas y eurocomunistas, demócratas cristianos y monárquicos.

A veces se confunde la <> con la llamada <>, en la cual los anarquistas no pueden menos que ver un truco burdo de neo capitalismo. A veces, se le vincula con la economía estatal y se le ubica en el marco jurídico-administrativo de un estado, con democracia <> (Yugoslavia) o representativa (Israel, Suecia), etc. Una sombra de <> puede encontrarse inclusive en la <> del mastodóntico imperio marxista confuciano de china. Y no falta tampoco rastros de la misma en regimenes militares (como el que se implanto en Perú en 1967) o en dictaduras islámico populistas (como en Libia). Pero la autogestión de la que hablen los anarquistas es la autogestión integral, que supone no sólo la toma de posesión de la tierra y los instrumentos de trabajo, si no también la coordinación y, más todavía la federación de las empresas (industrial, agraria y de servicio, etc.) entre si, primero a nivel regional y nacional y, finalmente, como meta última, a nivel mundial.

Si la autogestión se propone en forma parcial, si en ella interviene (aunque sea desde lejos y como mero supervisor) el Estado, si no tiende desde el primer momento a romper los moldes de la producción capitalista, deja enseguida de ser autogestión y se convierte, en el mejor de los casos, en cooperativismo pequeño-burgués.

Por otra parte, no se puede olvidar que una economía autogestionaria es socialista -más aún, parece a los anarquistas la única forma posible de socialismo- no sólo porque en ella la propiedad de los medios de producción ha dejado de estar en manos privadas, sino también, y consecuentemente, porque el fin de la producción ha dejado de ser el lucro.

De hecho, el mayor peligro de todo intento autogestionario, inclusive del que alguna vez se dio en un contexto revolucionario (como en la España de 1936-1939), se cifra en la fuerte inclinación, que siglos de producción capitalista han dejado en la mente de los trabajadores, hacia la ganancia y la acumulación capitalista.

Una vez salvados todos los escollos previos (entre los cuales emerge uno tan duro y abrupto como el Estado), la autogestión deberá salvar todavía el más peligroso y mortal de todos: la tendencia a reconstruir una nueva forma de capitalismo.

FEDERALISMO

En el seno de la Primera Internacional los partidarios de Bakunin solían autodenominarse «federalistas» (por oposición a los seguidores de Marx, a quienes llamaban «centralistas»).

En tal contexto parece evidente que «federalista» se toma como sinónimo de «antiautoritario» y que el término «autoritario» es considerado, a su vez, como equivalente a «centralista».
Estos adjetivos que, en primer término, marcaban diferentes posiciones frente a la organización de la Internacional obrera, sirvieron inmediatamente para señalar también diferentes modos de interpretar la organización de la futura sociedad socialista.

No fueron, sin embargo, Bakunin y sus discípulos quienes primero utilizaron el concepto de «federalismo». Ya Proudhon había elaborado una teoría de la federación como contrapartida de la teoría del Estado y, al mismo tiempo, de la economía política clásica.

El «federalismo», tal como lo entienden los bakuninistas (y, posteriormente, Kropotkin, Malatesta, etc.), no debe confundirse, en modo alguno, con el federalismo puramente político o con la mera descentralización administrativa, que muchas veces ha sido postulada por ciertos sectores del liberalismo y otras ha servido inclusive como careta de la reacción aristocrática y clerical. Recuérdese que durante la Revolución Francesa los girondinos se proclamaron partidarios de la república federal y que en nuestro siglo la Action Française defendía (no sin citar a Proudhon) la idea de una Francia federal (por oposición a la Francia centralista, que presumía de origen jacobino).

«Federalismo» significa, para los anarquistas, una organización social basada en el libre acuerdo, que va desde la base local hacia los niveles intermedios de la región y de la nación y, por fin, hacia el plano universal de la humanidad.

Así como los individuos se asocian libremente para formar comunas, las comunas se asocian libremente hasta constituir la federación local; las federaciones locales lo hacen, a su vez, para formar federaciones regionales o nacionales; éstas, por fin, se agrupan, siempre mediante pactos libremente concertados, en una federación universal. El principio federativo implica, pues, un movimiento contrario al principio estatal, que se realiza desde arriba hacia abajo. Y en este sentido sería totalmente erróneo (aun utilizando los recursos de un menguado y pueril estructuralismo) considerar que la federación defendida por el anarquismo no es sino otro modo de designar al Estado.

Por otra parte, el federalismo anarquista se refiere, ante todo, a la organización económica: la toma de los medios de producción por parte de los productores libremente asociados. Y esto supone, evidentemente, la autogestión.

La comunidad de los trabajadores, que decide con absoluta autonomía la producción, la distribución y el consumo de los bienes, decide también todos los aspectos de la vida social, de la administración, de la sanidad, de la educación, de la cultura, etc. Y desde este punto de vista sustituye a toda autoridad política.

Se trata nada más (y nada menos), como puede advertirse, de los «soviets», que tan promisoriamente surgieron con la Revolución Rusa, en 1917, y tan lamentablemente se convirtieron pronto (ya desde 1919) en meros órganos del Comité Central del Partido Bolchevique.

INTERNACIONALISMO Y NACIONALISMO

El anarquismo es esencialmente internacionalista, como lo fue, en sus orígenes, el socialismo marxista.

En la medida en que las fronteras políticas son obvia consecuencia de la existencia de los Estados, los anarquistas no pueden menos que considerarlas también fruto de una degeneración autoritaria y violenta de la sociedad.

El cosmopolitismo de los antiguos cínicos y estoicos, fundado en la idea de la humanidad como un todo natural y jovenlandesal, es acogido, a través de ciertos aspectos de la ilustración, como uno de los componentes esenciales de la filosofía social anarquista.

Mientras en el marxismo la actitud internacionalista (tantas veces minimizada y negada, inclusive antes de la neoeslavofilia de Stalin) se funda en la idea de que la clase social constituye, por encima de toda frontera política y cultural, un vínculo universal más sólido que la pertenencia a un mismo Estado o a una misma raza o nacionalidad, en el anarquismo se funda simple y absolutamente en la convicción de que no hay unidad más real (puesto que no hay ninguna más natural) que la de la especie humana.

En el marxismo, la posición internacionalista deriva de un hecho histórico; en el anarquismo, de un hecho biológico y de una exigencia ética.

La patria es rechazada en la medida en que se vincula con el Estado nacional; en la medida en que se deja representar por un gobierno y se presenta como enfrentada a las otras «patrias»; en la medida en que exige un ejército o fuerza armada para conservar su ser y su identidad. El antinacionalismo anarquista deriva de su antiestatismo y genera, a su vez, el antimilitarismo y el pacifismo del cual hablaremos más adelante.
La literatura de propaganda anarquista ha insistido mucho, sin embargo, a semejanza de la marxista, en el usufructo de la noción de «patria» por parte de la burguesía. Y lo cierto es que el nacionalismo, en la Edad Moderna, ha estado siempre vinculado a la clase burguesa y ha sido siempre ajeno, como ideología, a la clase obrera.

Si por nacionalismo se entiende la consideración de la nación y del Estado nacional como un valor supremo, podría verse al anarquismo como su más clara antítesis, esto es, como un antinacionalismo radical. Pero si, prescindiendo de lo ideológico, nos atenemos al plano de los sentimientos y los vínculos afectivos, ningún anarquista negará, por lo menos en la práctica, que el amor hacia la tierra que nos vio nacer (a su paisaje, a su lengua, a sus tradiciones, etc.) es, por lo menos, tan natural como el amor que sentimos por nuestros padres, hermanos e hijos. El nacionalismo, en este sentido, como bien lo veía Landauer, no es sin duda incompatible con el internacionalismo y con el repudio del Estado y de la guerra. Pocos pensadores hubo más rusos que Toistoi o más franceses que Proudhon; pocos españoles más españoles que los militantes de la FAI.

PACIFISMO Y VIOLENCIA

El anarquismo repudia las guerras entre Estados, ante todo porque repudia al Estado. Toda guerra de este tipo, en efecto, tiene por fin afirmar y expandir el poder de un Estado en detrimento de otro.

A partir de Bakunin, la guerra se interpreta como una lucha por imponer los intereses de un sector de la clase burguesa sobre otro. Puesto que lo que importa es la defensa de los capitales y de las empresas vernáculas, que peleen los capitalistas y los empresarios, arguye la propaganda anarquista antibélica, dirigida sobre todo a obreros y campesinos. En este punto tal propaganda coincidió durante mucho tiempo con la de los socialistas marxistas.

Pero el anarquismo no se detiene en condenar el hecho de la guerra. Condena también la institución misma del ejército. No es sólo antibelicista sino también antimilitarista. Y ello no solamente porque ve en las Fuerzas Armadas uno de los más sólidos soportes del Estado y de la clase dominante, sino también porque considera a cualquier Ejército una institución basada en la obediencia absoluta y estructurada vertical y jerárquicamente. Hasta podría decirse que ve en el Ejército el arquetipo o la idea pura del Estado, con sus dos elementos esenciales (coacción-jerarquía).

Esta oposición a la guerra, basada en el internacionalismo y en el antiestatismo, parece comportar una oposición a la violencia.

Sin embargo, la mayoría de los anarquistas considera que la acción directa, bajo la forma de acción violenta y terrorista contra el Estado y contra la burguesía, es no sólo un medio lícito sino también el único medio posible en muchas circunstancias para alcanzar los fines propuestos, a saber, la sociedad sin clases y sin Estado. Más aún, durante mucho tiempo (y aún hoy), prevalece en la fantasía popular, en el periodismo y en la literatura, la imagen del anarquista como dinamitero y «tira bombas».

Los críticos del anarquismo suelen encontrar aquí una de las más graves contradicciones de esta ideología.

Es preciso aclarar, por consiguiente, el punto.

En primer lugar, debe hacerse notar que hay y ha habido muchos anarquistas adversos al uso de la violencia. Ni Godwin ni Proudhon la propiciaron nunca: el primero como hijo de la ilustración, confiaba en la educación y en la persuasión racional; el segundo, consideraba que una nueva organización de la producción y del cambio bastaría para acabar con las clases sociales y con el gobierno propiamente dicho. Más aún, algunos anarquistas, como Tolstoi, eran tan radicalmente pacifistas que hacían consistir su Cristianismo, coincidente con su visión anárquica, en la no resistencia al mal. Para ellos, toda violencia engendra violencia y poder, y no se puede combatir el mal con el mal.

Pero aun entre aquellos que admiten la violencia bajo la forma del atentado y del terrorismo, no hay ninguno que la considere como algo absolutamente indispensable o como la forma única de lucha social. Todos, sin excepción, ven en ella un mal impuesto a los oprimidos y explotados por los opresores y explotadores. El mismo Bakunin no tiene otro punto de vista, y en esto se diferencia profundamente del puro adorador de la violencia, esto es, del nihilista al estilo de Nechaev. Kropotkin, Malatesta y cuantos vienen en pos de ellos la consideran como un recurso extremo, como una lamentable necesidad.

En segundo lugar, es preciso advertir que esta relativa aprobación de la violencia no supone ninguna contradicción con la negación de la guerra entre Estados y con la condena del militarismo. Para quien parte del principio de que el verdadero sujeto de la historia y de la jovenlandesalidad es la persona humana y la sociedad libremente constituida no puede haber nada más inmoral que la privación de la libertad y de la igualdad para las personas ni nada más criminal que su subordinación a instituciones consideradas artificiales y, más aún, esencialmente enemigas de la libertad y la igualdad, como son los gobiernos, las dinastías, los Estados.

El hombre puede y debe sacrificarse por los altos valores que lo hacen hombre, morir y aun apiolar por la libertad y la justicia; no tiene porqué morir ni apiolar en defensa de quien es un natural negador de tales valores, es decir, del Estado (y de las clases dominantes). La revolución y hasta el terrorismo pueden parecer así derechos y obligaciones; la guerra, por el contrario, no será sino una criminal aberración.

La cuestión que, en último análisis, aún queda planteada es, sin embargo, la siguiente: ¿Cuando se ejerce la violencia, cualquiera que ésta sea y cualquiera que sean sus motivos y sus fines, no se está ejerciendo ya el poder? Los anarquistas contestarán que ellos luchan contra el poder establecido y permanente que es el Estado, no contra cualquier forma de poder y que el poder que la violencia comporta es lícito cuando es puntual y funcional, ilícito cuando se consolida y se convierte en estado-Estado. Pero cabría preguntar todavía: ¿La violencia puntual y funcional no tiende siempre a convertirse en permanente y estatal?

EL DELITO Y LA PENA

Otra de las objeciones importantes que los críticos (sociólogos, juristas, politólogos, etc.) suelen oponer a la doctrina anarquista se basa en la necesidad que toda sociedad tiene de defenderse de los enemigos que alberga en su seno, es decir, de quienes atentan contra la convivencia pacífica de sus miembros. Así como el militar se justifica por la presencia, real o potencial, de un enemigo externo, el policía, el juez, el carcelero y el verdugo encuentran su razón suficiente en la existencia, real o potencial de enemigos internos (delincuentes). Sin represión del delito no podría subsistir la vida social y tal represión es función especial del Estado, se arguye. A esto suelen responder los anarquistas, ante todo, que la represión policial y judicial genera en la sociedad males mayores que los causados por el delito. Considerada en si misma y en la totalidad de sus efectos la acción del policía es más nefasta que la del delincuente, porque da lugar a un mayor cúmulo de injusticia, porque provoca más dolor, porque denigra más la dignidad humana, porque se desarrolla en nombre de los más fuertes y poderosos sobre los más débiles y pobres.

Esta respuesta no resulta, sin embargo, del todo satisfactoria, ya que se plantea en términos de mera comparación, y a un mal, que es el delito, sólo contrapone, como mal mayor, la represión del delito mismo.

Una respuesta más profunda supone un análisis de la naturaleza y la génesis de la conducta delictiva.

En Kropotkin y en William Morris tenemos ya esbozadas las líneas fundamentales de tal análisis.

Si consultamos las estadísticas nos será fácil comprobar que una gran mayoría de los delitos en cualquier lugar del mundo está constituida por los delitos contra la propiedad (robos, hurtos, estafas, etc.). Ahora bien, una sociedad que haya eliminado la propiedad privada, como debe ser la sociedad anarquista sin duda alguna, no dará ocasión para esta clase de acciones delictivas. Desaparecida la institución y hasta la idea misma de la propiedad, ¿qué sentido tendría el robo? ¿Qué se podría robar en tal situación y para qué se robaría? He aquí, pues, que la represión sería innecesaria porque el delito sería imposible.

Quedan, sin embargo, los delitos contra las personas, que son por lo común los más graves (homicidios, lesiones, etc.). Pero, si analizamos las causas de los mismos, no tardaremos en advertir que éstas se encuentran, en la mayoría de los casos, en conflictos de intereses, los cuales suponen la existencia del dinero y de la propiedad privada. Eliminada ésta, quedarían automáticamente eliminados estos crímenes contra las personas.

Pero aún con esto no agotamos todos los delitos. Los hay, en efecto, que se originan en factores emocionales o pasionales (el amor, los celos, etc.).

Este residuo, el de los llamados «crímenes pasionales», se puede adscribir a lo meramente «patológico». Pero cabe también el recurso de buscar detrás de sus causas evidentes e inmediatas una causalidad más profunda, que se vincula con la naturaleza y la estructura de la sociedad estatal y la capitalista. ¿Acaso la rapiña de la burguesía y la prepotencia del gobierno no incitan, permanente y constitutivamente, a la agresión y la violencia? Por eso los anarquistas suelen considerar la culpa como pena y la pena como culpa.

Pero, ¿qué actitud deberá asumir una sociedad sin Estado frente a los antisociales y los que, de cualquier manera, no se adaptan a la convivencia y constituyen un peligro para los demás? Quizá la respuesta más común a esta pregunta sea la siguiente: la sociedad tiene derecho a expulsar de su seno a aquellos elementos que sean incompatibles con la propia vida social, como los asesinos o sádicos compulsivos, los que no quieren trabajar, etc. No se trata, sin duda, de castigarlos o de devolverles mal por mal, sino simplemente de evitar que sigan perjudicando a los demás miembros de la sociedad.

Algunos autores anarquistas consideran, sin embargo, esta solución como insuficiente y proponen, en su lugar, un programa de rehabilitación que no implique ni compulsión ni privación alguna de la libertad.

No debe olvidarse que los anarquistas no admiten el dogma del pecado original y que para ellos la naturaleza humana es fundamentalmente buena o, por lo menos, no radicalmente mala. Kropotkin, sobre todo, en su obra capital, La ayuda mutua, reúne una gran masa de hechos biológicos, antropológicos e históricos para demostrar que para la evolución tan importante o más que la lucha por la vida y que los instintos agresivos es la ayuda mutua entre los miembros de una especie (y aun de especies diversas).

El mismo Kropotkin, al tratar, en otro escrito, sobre el fenómeno delictivo, se opone enérgicamente a las doctrinas, entonces en boga, del criminólogo italiano Lombroso y a la idea del delincuente nato. Para el príncipe anarquista, si bien es cierto que en la constitución psico-fisiológica de ciertos individuos pueden encontrarse tendencias que lo inclinan a una conducta delictiva, tales tendencias nunca se concretan ni llegan a la práctica sino gracias al medio social que envuelve al sujeto. Con lo cual sostiene que el factor determinante decisivo en la criminalidad es el factor social y no el biológico. Cuando la sociedad debe juzgar un delito cualquiera, debe, pues, ante todo, juzgarse a sí misma.

LA EDUCACIÓN

Los primeros pensadores anarquistas, como Godwin, consideran que la educación es el factor principal de la tras*formación social y el medio más importante para llegar a una sociedad sin Estado. Se trata de una herencia de la filosofía de la Ilustración (y, en particular, del pensamiento de Helvetius), que comparten con los socialistas utópicos (Fourier, Owen, etc.).

También para Bakunin la educación reviste enorme importancia, pero, ubicado ya, como Marx, en el contexto de la lucha de clases y de la revolución social, no puede considerarla como instrumento único del cambio social.

Bakunin señala la inutilidad e incongruencia del esfuerzo de positivistas y utilitaristas (y, en general, de la burguesía progresista) por fundar escuelas y promover la educación popular: antes que proveer instrucción es preciso asegurar el pan, el vestido y la habitación, y la mayoría en las clases populares no los tienen asegurados. He aquí, pues, que para cualquier espíritu lógico y bien informado de la realidad primero será necesario promover el cambio social (que para ser efectivo deberá ser radical y no podrá lograrse sino con la revolución) y después podrá pensarse en instruir y educar al pueblo.

Este orden no es, sin embargo, absoluto, puesto que para casi todos los anarquistas (y hasta para el propio Bakunin) la revolución no puede darse sin una cierta conciencia revolucionaria, lo cual implica un mínimo de instrucción y educación. He aquí por qué Bakunin insiste al mismo tiempo en la necesidad de educar a las masas y de tras*formar las iglesias en escuelas de la emancipación humana; he aquí por qué una de las prioritarias exigencias de la Primera Internacional fue la educación integral e igualitaria; he aquí por qué la Comuna' en medio de su cruenta lucha, no dejó de fundar escuelas laicas y humanitaristas para la infancia parisiense; he aquí, en fin, por qué las organizaciones obreras de tendencia anarquista (como la CNT en España) no descuidaron ni en sus momentos más difíciles la creación de escuelas elementales para la educación de los trabajadores y de sus hijos.

La pedagogía libertaria parte de la idea de que el niño (el educando) no es «propiedad» de nadie, ni de sus padres, ni del Estado, ni de la Iglesia y que pertenece, como dice Bakunin, sólo a su libertad futura o, como prefieren decir otros, a su libertad actual.

La base de toda pedagogía anarquista es, obviamente, la libertad. Toda coacción y toda imposición no sólo constituyen en sí mismas violaciones a los derechos del alumno, sino que también deforman su alma para el futuro y contribuyen a crear máquinas o esclavos en lugar de hombres libres. El lema de la escuela ácrata es, por consiguiente, «a la libertad del hombre por la libertad del niño». Y aun cuando en la interpretación de este lema hay diferentes criterios (desde el de Bakunin, que considera necesario cierto uso de la autoridad para formar en el niño un carácter firme y disciplinado, hasta el de Tolstoi y otros pedagogos más recientes que excluyen absolutamente toda coacción y toda imposición), en general los anarquistas están de acuerdo en rechazar todos los modelos pedagógicos tradicionales, precisamente por sus características autoritarias y coactivas.

A una pedagogía de este tipo se acercaron notablemente desde fines del siglo XIX hasta nuestros días algunos pedagogos ajenos, en principio, al anarquismo como ideología y como filosofía político-social. Tales fueron, por ejemplo, los que fundaron en Hamburgo y otras ciudades alemanas las Gemeinschaftschule (comunidades escolares), la Kinderheim Baumbgarten en Viena, la Kearsley School, etc.; figuras como las de Ellen Key, Berthold Otto, M.A.S. Neill, etc.

El principal problema que la pedagogía declaradamente anarquista debe enfrentar, es, precisamente, el de los contenidos anarquistas de la enseñanza.

La mayoría de los pedagogos anarquistas han optado por sustituir la cosmovisión cristiana o liberal que informaba toda la enseñanza en la escuela tradicional por una cosmovisión «científica», que por lo general es más bien «cientifícista» y materialista. La enseñanza de la historia y de las ciencias sociales comprende una crítica abierta al Estado, a la Iglesia, a la Familia; se basa en la idea de la lucha de clases o, más propiamente, de la lucha de los explotados y oprimidos en general contra las clases y grupos dominantes; no evita los ataques directos contra el capitalismo, la burguesía, el clero, el ejército, etc. Esta solución, que es la de la Escuela Moderna de F. Ferrer, aproxima la pedagogía libertaria a la marxista. Se trata de impartir una educación clasista, socialista, definidamente ideológica.

Otros pedagogos anarquistas, en cambio, como Mella en España, consideran que una escuela verdaderamente libertaria debe ser neutra frente a cualquier filosofía o concepción del mundo, ni materialista ni espiritualista, ni atea ni teísta, etc., y que su misión esencial será formar personalidades con gran independencia y espíritu crítico, capaces de decidir por sí mismas respecto a éstos y todos los demás problemas teóricos y prácticos que deban enfrentar en su vida adulta.

Desde este punto de vista, se acercan más a instituciones tales como Summerhill.

En cualquier caso, toda pedagogía anarquista considera indispensable la integración del trabajo intelectual con el trabajo manual; insiste en el valor de la experimentación personal y directa; considera el juego (aunque no el deporte puramente competitivo) como excelente medio educativo, tiende a suprimir los exámenes, las calificaciones, las competencias académicas, los premios y los castigos al mismo tiempo que fomenta la solidaridad, la curiosidad desinteresada, el ansia de saber, la libertad para pensar, escribir y construir, etc.

EL ARTE Y LA LITERATURA

La estética anarquista se desarrolla sobre dos principios fundamentales:

1) La concepción del arte como libertad creadora y 2) La idea del arte como expresión de la vida del pueblo.

Por una parte, al concebir al hombre como un ser que trabaja, no deja de concebir al trabajo como creación y como autorrealización de la esencia humana. En la medida en que todo trabajo, despojado de su condición alienante, de su carácter servil y puramente mecánico, implica la acción intelectual y espiritual del hombre y traduce su personalidad al mismo tiempo que la configura y la crea, todo trabajo es creación artística. Sólo las clases dominantes y el Estado, al explotar en provecho propio el trabajo, han hecho de él una carga y una maldición. En una sociedad sin clases y sin Estado no habrá mayor fuente de gozo y de alegría que él, ya que allí se identificará plenamente con la creación artística.

De esta manera, para el pensamiento anarquista, todo hombre y todo trabajador es un artista, con lo cual afirma una vez más, como dice Reszler, «la soberanía de la persona, o mejor, el derecho inalienable del hombre a la creación». Por una parte, los estetas del anarquismo (entre los que no dudamos en incluir a Oscar Wilde y a William Morris) critican acerbamente en el arte de la época industrial y capitalista el condicionamiento de la labor creadora del artista y la subordinación de su obra a los fines mezquinamente utilitarios de la burguesía. Por otra parte, ya desde Godwin, atacan el culto de la genialidad artística y la autoridad del «gran poeta». Tan nefasta les parece la trivialización del arte por parte de la sociedad burguesa y la prespitación del artista en manos del capitalismo como la idea romántica y parafascista del artista como líder (lo cual equivale a decir del líder como artista).

En todo caso, el ideal del gobierno del poeta o del artista es, para ellos, tan inadmisible como el del gobierno del filósofo o del sabio. Más aún, hasta el poder informal (pero muy real y efectivo) de la «gran obra de arte» y del «gran artista» deben ser combatidos como manifestación de una dictadura del gusto y como rémora al surgimiento de nuevas formas del arte.

Muchos teóricos anarquistas (Kropotkin, Rocker, Landauer, etc.) han señalado que la decadencia profunda del arte en Occidente coincide con el surgimiento del individualismo burgués y la consolidación del Estado nacional, a comienzos de la Edad Moderna. En este momento, la obra de arte deja de ser expresión de una comunidad viviente; aparece el artista como un ente privado, como un solitario; no se pinta ni se esculpe para la catedral o para el mercado sino para la cámara del duque o para el aposento de la querida del rey; la poesía no se recita en los atrios y las plazas sino que se escribe para ser leída en lo recóndito de una biblioteca.

Kropotkin exalta, por eso, como modelo del arte auténtico, el de las antiguas ciudades griegas y, sobre todo, el de las libres comunas medievales. Son memorables las páginas que dedica, en El apoyo mutuo, al arte de las catedrales, «resultado de la experiencia colectiva reunida» y «expresión de una gran idea».

La autenticidad de este arte traduce, para él, la autenticidad de una organización social (de la ciudad libre) que puede describirse como una federación de gremios y guildas, en base a la idea de la ayuda mutua, ajena a toda verticalidad gubernamental y a toda autoridad estatal propiamente dicha. Rocker generaliza, en Nacionalismo y cultura, la concepción kropotkiniana y desarrolla la tesis de que en toda la historia hay una relación directamente inversa entre arte y poder estatal. El arte más elevado y puro, el más genuino y creador, se da allí donde el Estado y el gobierno están reducidos a un mínimo, como en la Grecia clásica y en el Medievo de las ciudades libres.

Para Kropotkin, una época como la nuestra, en que está planteada una lucha a fin entre explotados y explotadores, entre oprimidos y opresores, entre trabajadores y capitalistas, el arte sólo puede aspirar a ser auténtico mediante el compromiso con la causa del pueblo

En su célebre ***eto A los jóvenes, apela al artista «en medio de este mar de angustia cuya marea crece en torno a ti, en medio de esa gente que muere de hambre, de esos cuerpos amontonados en las minas y esos cadáveres mutilados yaciendo a montones en las barricadas... tú no puedes permanecer neutral; vendrás y tomarás el partido de los oprimidos, porque sabes que lo bello y lo sublime -como tú mismo- está del lado de aquellos que luchan por la luz, por la humanidad, por la. Justicia.»

Es evidente, sin embargo, que este «compromiso» que Kropotkin exige al artista de nuestros días no implica ninguna limitación preceptiva y dogmática ni tiene nada que ver con el después llamado «realismo socialista».

En general, puede decirse que Kropotkin considera el realismo naturalista (de Zola, por ejemplo) como un arte burgués, donde la anatomía de la sociedad aparece en toda su crudeza, disociada de los ideales éticos y sociales. Si hubiera llegado a conocer el «realismo» del arte staliniano, su juicio hubiera sido más severo y no hubiera dejado de ver allí la más perfecta síntesis de la trivialidad con el servilismo.

SEGUNDA PARTE - LOS PENSADORES ANARQUISTAS

PREHISTORIA DEL ANARQUISMO: EL SOCIALISMO UTÓPICO

El anarquismo, como filosofía social, tiene una larga prehistoria, que puede remontarse a Lao-tse y el taoísmo en China, a los sofistas y los cínicos en Grecia, y que no deja de comprender, durante el Medievo y el Renacimiento, diversas manifestaciones del Cristianismo sectario y heterodoxo.

Sus antecedentes inmediatos deben buscarse sin embargo, en los inicios de la revolución industrial y de la era de la burguesía y del capitalismo, esto es, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.

En este momento histórico surge precisamente el socialismo utópico, en el cual pueden hallarse, sin duda, importantes componentes anarquistas, en la medida en que sus metas se identifican con la construcción de una sociedad igualitaria y justa, al margen (ya que no directamente en contra) del Estado. Saint-Simon, Owen, y sobre todo Fourier compartían el ideal y la meta de un socialismo antiautoritario y no estatal, es decir, libertario.

Saint-Simon anuncia y propicia una sociedad en que la administración y la economía pasen a manos de los productores (obreros, agricultores, artesanos, técnicos, etc.), a quienes denomina «industriales», por contraposición a las clases ociosas (nobles, sacerdotes, militares, burgueses, etc.). El proyecto central del socialismo saintsimoniano se cifra en una sustitución del Gobierno propiamente dicho (que detentan hasta ahora las clases ociosas) por una organización tecnológica y científica de la sociedad.

De tal proyecto se infiere que el Estado habrá de disolverse en la sociedad científicamente estructurada y económicamente regida por los trabajadores.

Cierto es que Saint-Simon (como los otros socialistas utópicos, pero también como Proudhon) rechaza en absoluto la idea de la revolución social. Cierto es que no habla de «suprimir» o «abolir» el Estado sino que contempla su natural y pacífica disolución en el organismo económico. Cierto es que los presupuestos iluministas limitan su análisis de las clases sociales y lo llevan a postular la dirección de los «sabios» y, en especial, de los tecnólogos, por encima de la masa de los trabajadores manuales. Éstas y otras limitaciones explican, en parte, el hecho de que muchos saintsimonianos llegaran a ser columnas del Imperio y barones de las finanzas y, como tales, criticados por los pensadores anarquistas (Bakunin, etc.). Pero no por eso deja de ser cierto que en la sociedad proyectada y auspiciada por el propio Saint-Simon «la obediencia y la sumisión propia del sistema militar serán reemplazadas por el trabajo personal y la participación en una tarea común», por lo cual, no sin razón, según advierte Ansart, Proudhon ubicaba al autor del Catecismo de los industriales en las raíces del anarquismo.

Atendiendo, sin embargo, a algunas de las limitaciones que señalamos y, sobre todo, a la idea de la dirección de los técnicos (sobre la masa obrera), Kropotkin ve en Saint-Simon más bien un antecesor del socialismo autoritario o marxista, y prefiere considerar como ancestro del anarquismo a Fourier.

La idea del Falansterio se funda, en efecto, en una concepción del trabajo libre como fuente de goce y alegría, y supone una comunidad cooperativa y solidaria, así como el ideal de la personalidad humana integrada y de la sociedad estructurada sabiamente sobre la armonía de los instintos. El Estado no desempeña papel alguno; no hay gobernantes propiamente dichos. Se trata de sustituir el principio del lucro por el del placer y la meta del dominio por la de la creación.

No resulta difícil comprender que este modelo de sociedad eminentemente no represiva haya logrado el beneplácito de Kropotkin y de muchos anarquistas posteriores a él. Habiendo, en nuestros días, inspirado a Marcuse, no consiguió hacerle olvidar del todo sus presupuestos políticos de raigambre marxista.

En cuanto a Owen, la multiplicidad de sus proyectos, que hace de él un verdadero socialista experimental, así como la constante apelación a la capacidad y la energía de los trabajadores (y de los intelectuales), al margen de toda intervención estatal, lo inclinan decididamente hacia el campo del socialismo libertario. Aunque sería impropio llamarlo «anarquista», es claro que en la discusión planteada dentro de la Primera Internacional entre autoritarios (marxistas) y antiautoritarios (bakunistas) se hubiera decidido por éstos antes que por aquéllos. En todo caso, resulta significativo que el laborismo inglés, surgido bajo la inspiración de Owen, jamás haya sucumbido a las tentaciones estatizantes y totalitarias que arrastraron al marxismo.

Hubo sin duda, también algunos socialistas utópicos en los cuales el modelo platónico, que comporta el concepto de un Estado ideal, siguió presente. Tal es el caso, por ejemplo, de Etienne Cabet (con su Voyage en Icarie) y de Edward Bellamy (con su Looking backward), que se ubican, desde este punto de vista, en la línea de las utopías renacentistas de Thomas Moore (Utopía) y de Tomasso Campanella (La cittá del sole). Pero los autores que más influyeron, intelectual y aun socialmente, como los mencionados Saint-Simon, Fourier y Owen, tras*miten al anarquismo, junto con la idea de una sociedad justa e igualitaria, el presupuesto del antiestatismo. Sólo que en ellos el antiestatismo era simplemente apoliticismo, mientras en los anarquistas (desde Godwin y Proudhon, pero sobre todo, desde Bakunin) se convierte en activo y militante antipoliticismo.

PREHISTORIA DEL ANARQUISMO: WILLIAM GODWIN

William Godwin, nacido cerca de Cambridge (Inglaterra), el 3 de marzo de 1756, fue pastor en diversas iglesias disidentes en East Anglia, Suffolk, Herfordshire, etc. Del calvinismo sandemaniano pasó al unitarismo teológico y al liberalismo whig, pero no tardó mucho en abandonar toda creencia cristiana, haciéndose anarquista y ateo (aunque al final de su vida profesó un no muy preciso panteísmo). Aunque dejó una extensa y variada obra literaria (que comprende novelas, teatro, historia, panfletos políticos, teología, etc.), su libro más notable, el que le dio súbita e internacional fama, fue la Investigación acerca de la justicia política, publicada a comienzos de 1793, la cual, como anota Brailsford, hizo que se considerara «a Tom Paine como un bufón; a Paley como una vieja loca; a Edmund Burke como un sofista de relumbrón». Durante muchos años, en Inglaterra, «la expresión filosofía moderna se entendería siempre como una referencia a la obra de Godwin y sus discípulos».

Después de haber sido tan duramente atacado en los últimos años de su vida como había sido admirado cuando publicó su Investigación, murió el 7 de abril de 1836.

Nutrido con las ideas del iluminismo y habiendo abrazado como muchos de sus contemporáneos ingleses, los ideales de la Revolución Francesa, Godwin se distinguió de todos ellos por la lucidez y el coraje con que supo llevar hasta sus extremas consecuencias aquellas ideas y estos ideales.

Godwin admite, como Helvetius, el poder soberano de la razón sobre las emociones, y, aunque no cree en el libre albedrío (sino en una cierta «plasticidad» de la voluntad), confía, como el mismo Helvetius (y también como Priesttey, D'Holbach y Condorcet), en la indefinida perfectibilidad del ser humano. Todo hombre tiene, para él, la misma dignidad intrínseca y todo individuo es igual a cualquier otro. La causa principal de las injusticias y la razón de ser de su perpetuación son las instituciones humanas (en lo cual sigue tanto a Swift como a Mandeville). No se aviene, en cambio, con la idea del «contrato social» de Rousseau (sobre el origen del gobierno) y concuerda, más bien, con Price, para el cual todo Gobierno constituye un mal, y cuanto menos tengamos de él, tanto mejor.

De hecho, va más allá que Price y otros liberales radicales. Ve la historia de la humanidad, en cuanto historia del gobierno y del Estado, como una larga historia de la opresión y del crimen. Nadie, antes que él, realiza una crítica tan penetrante de las causas de la guerra y del carácter represivo (de guerra contra el propio pueblo) que ejerce todo Gobierno. Todo Estado, en cuanto concentra en sí determinado poder, tiende a conservarlo y acrecentarlo: de ahí su inevitable función bélica. Todo Estado desea conservar el orden, lo cual equivale a decir, mantener las cosas tal como están (los pobres, pobres; los ricos, ricos; los nobles, nobles; los plebeyos, plebeyos, etc.): de ahí su inevitable función opresora y represiva.

Para llegar a la sociedad ideal, donde el Estado quede reducido al mínimo, Godwin no apela todavía a la lucha de clases o a la acción directa. Confía, de acuerdo con su formación iluminista, en la difusión de las ideas a través del libro y de la escuela y en una nueva organización social, promovida por las «luces».

El carácter incipientemente anarquista de la filosofía social de Godwin se hace evidente a partir de su distinción entre sociedad y Estado (gobierno): «Los hombres se asociaron al principio por causa de la asistencia mutua. No previeron que sería necesaria ninguna restricción para regular la conducta de los miembros individuales de la sociedad entre sí o hacia el todo. La necesidad de restricción nació de los errores y maldades de unos pocos.» Como T. Paine, está convencido de que: «La sociedad y el gobierno son distintos entre sí y tienen distintos orígenes. La sociedad se produce por causa de nuestras necesidades y el gobierno por causa de nuestras maldades.

La sociedad es en toda condición una bendición; el gobierno, aun en su mejor forma, es solamente un mal necesario». Pero Godwin cree que ese mal, necesario en el pasado y aún en el presente, puede y debe ser progresivamente curado en el futuro. Y en el camino de esa curación está, para él, la progresiva descentralización y la instauración de Estados pequeños (según el ideal de Helvetius y de Rousseau) y de comunas autónomas.



La ideología anarquista - Ángel Cappelletti | PORTAL LIBERTARIO OACA
 
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Cuando posees algo el precio que pagas es tu libertad, ergo ¿Si quieres libertad para que quieres poseer algo que no es tuyo?.
 
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