500 años de Lutero…¿algo que celebrar?
La irrupción del protestantismo en la historia europea ha representado dos cosas decisivas para el mundo contemporáneo; de un lado, ha sembrado la semilla del relativismo; de otro lado, ha abierto paso a un generalizado proceso de secularización.
El 31 de octubre de 1517, un monje agustino de treinta y cuatro años, Martín Lutero, clavó un documento en la puerta del palacio de Wittenberg. En él, a lo largo de 95 puntos, acusaba a la Iglesia por la venta de indulgencias a cambio de donaciones para construir la basílica de san Pedro; lo que –argumentaba Lutero- desmerecía el sacramento de la confesión, por cuanto representaba una sustitución de la penitencia.
Aunque la venta de indulgencias era un asunto antiguo, no carecía de razones el fraile para la protesta. La situación de la Iglesia en aquellos días ciertamente no era envidiable desde el punto de vista espiritual, y no eran pocas las voces que reclamaban una renovación profunda a partir del retorno a las fuentes más sencillas de la fe. Existía la conciencia de que la Iglesia necesitaba una profunda reforma; los espíritus más pietistas e ilustrados así lo creían.
En realidad, el gesto de Lutero no era nada fuera de lo habitual. Las puertas de las iglesias servían de tablones de anuncio, y en ellas se seguían las polémicas de orden teológico, implicando a círculos nunca demasiado numerosos de iniciados en dichas controversias. Podía concertarse un debate entre aquellos que discrepasen de lo que se anunciaba, y normalmente, eso era todo.
Aquél gesto suyo, sin embargo, tendría consecuencias de más largo alcance. Para sorpresa del propio Lutero, el texto en alemán –no es seguro que el original estuviese en esa lengua- comenzó a recorrer el país de un extremo a otro gracias a la generalización de un invento relativamente reciente: la imprenta. En unos pocos meses, el escrito se había leído en media Europa, y pronto el papa tuvo que ocuparse del agustino. León X promulgó la bula Exsurge Domine por la que condenaba las tesis de Lutero, al tiempo que aclaraba que lo que las indulgencias permitían era una remisión de la pena temporal impuesta y no un perdón de los pecados como tal. Al año siguiente, en 1521, ante el empecinamiento de Lutero en sostener su causa y no retractarse, excomulgaría a este.
A esas alturas era mucha la gente que se preguntaba qué clase de hombre se sentía capaz de desafiar así a la Iglesia.
El personaje: Lutero
El monje agustino era, sin duda, un hombre brillante. Profesor universitario, leía griego, latín y hebreo, algo imprescindible en un estudioso de la Biblia. Llegó a dirigir una docena de monasterios como vicario. Por lo demás, era amante de la música, e incluso tocaba el laúd con cierta pericia.
Lutero entró en religión, se asegura, por causa de una promesa que le hizo a santa Ana –algo notable para quien posteriormente condenaría el culto a los santos- en medio de una tormenta, cuando un rayo le cayó tan cerca que la presión del aire lo lanzó a tierra. Corría el 2 de julio de 1505. Aterrorizado, ofreció profesar los hábitos si salvaba el pellejo.
Él mismo refirió más tarde en varias ocasiones el episodio como el momento en que decidió hacerse fraile, y lo cierto es que apenas quince días después entraba en el Monasterio neցro de Erfurt. Pero la verdad es que el aún joven Martín ya había considerado esa posibilidad para disgusto de su padre, que prefería verlo convertido en un hombre de letras.
Nada falto de cualidades, acusaba algunos marcados defectos. Uno de ellos era el de una irrefrenable tendencia a la concupiscencia carnal, preocupación que siempre había sentido aunque nunca como ahora. Otro, el de la soberbia, quizá el peor de todos por cuanto le empujó a la desobediencia. Los dos juntos parecieron conspirar para inducirle a desarrollar una teología novedosa en la que las obras (los actos) no desempeñaban papel alguno.
La teología de Lutero
Aunque era comprensible su indignación ante el estado en que se encontraba la Iglesia a comienzos del siglo XVI, pronto la deriva de Lutero se apartó de la razón originaria de su protesta, y comenzó a pronunciarse acerca de cuestiones teológicas que nada tenían que ver con ella.
Aún más: si bien Lutero se había escandalizado por causa de que las indulgencias menoscababan el sacramento de la confesión, pronto determinaría que en realidad no había más que dos sacramentos válidos, y entre ellos no estaba este (solo admitía el bautismo y la eucaristía; la eucaristía como la entiende Lutero niega la tras*ustanciación ya que el sacerdote no tiene la capacidad de llevarla a cabo, considerando que, en su lugar, se produce una presencia de Cristo por voluntad de Éste, lo que se denomina consustanciación, puesto que el pan y el vino no dejan de serlo con la consagración).
La razón para reconocer la eucaristía y el bautismo como sacramentos -y no los otros cinco-, era que se trataba de los únicos que tenían apoyo en la Biblia; del resto no se hablaba en ella y, por lo tanto, la purificación de la fe exigía su anulación. Se basaba, pues, en la afirmación del principio de la Sola Scriptura: en materia de fe no había que creer más que en las Escrituras. El problema, como los católicos no se cansaban de recordarle, era: ¿en qué lugar de la Escritura se dice tal cosa?
Los sacerdotes no tenían una autoridad mayor que la de cualquier otro fiel, pues Cristo no había instituido una casta sacerdotal particular, sino que había hecho sacerdotes de todos sus seguidores. De acuerdo a eso, la tradición de la Iglesia era superflua, ya que al fin no era más que una interpretación entre muchas posibles y, aunque el libre examen no significaba exactamente que todas las interpretaciones de la Biblia fuesen igualmente válidas, con facilidad daba pie a esta creencia.
Por supuesto, la autoridad del papa, así como el culto a la Virgen y a los santos, no eran más que creencias o devociones medievales que habían desvirtuado el sentido originario de la fe cristiana.
Si el sacerdocio y la tradición debían ser eliminados, era claro que la Iglesia estaba de más, y que constituía una falsificación y un estorbo para la salvación, cuyo único camino era la fe. Sólo la fe salva. La afirmación de que los actos no tienen importancia alguna, le llevó a formular su célebre apotegma: pecca fortiter, sed crede fortius” (“peca con fuerza, pero cree con más fuerza”).
Así, pues, la fe lo es todo. Y lo es hasta el punto de que Lutero despreciaba los intentos cristianos de desentrañarla a la luz de la razón, que no eran sino vanos empeños inspirados por el maligno, pues Lutero afirmaba que “la razón es la fruta del diablo”.
La herencia de Lutero
Con inmediatez a la predicación luterana surgieron las reacciones de un lado y de otro. No faltaron católicos que trataron de que no se consumase la ruptura, entre ellos el emperador Carlos V; todos los esfuerzos fueron en vano. La reacción católica, sin embargo, se plasmó en la convocatoria del Concilio de Trento, que se celebraría durante las décadas posteriores y que revitalizaría poderosamente el catolicismo.
Por su parte, los príncipes alemanes encontraron sumamente atractiva la propuesta de Lutero. La desaparición de la Iglesia, además de poner en sus manos una gran cantidad de propiedades, estimulaba su independencia del emperador y reforzaba su poder frente a este. La pequeña nobleza tenía un interés semejante por cuanto le permitía acceder a una riqueza de la que carecía. La incipiente burguesía de las ciudades así como los comerciantes, vieron también una oportunidad única. Por eso alimentaron las tensiones frente al poder imperial, que mantendrían hasta un siglo después de la derrota que el emperador les infligiría en Mühlberg (1547). Batallaron con tesón una y otra vez, pero la idéntica determinación con que les hizo frente Carlos consiguió que no se impusieran sobre el conjunto de Alemania.
No pudo impedir, empero, que a partir de la paz de Augsburgo (1555) y aún más de la paz de Westfalia (1648), la ruptura de Europa fuese un hecho, y lo sea hasta el día de hoy. Sin duda, el surgimiento del protestantismo fue causa de esta ruptura.
En el plano político, Lutero se apoyó siempre en la nobleza. En modo alguno fue un revolucionario social; antes al contrario, era extremadamente conservador y, cuando estalló la guerra de los Campesinos en 1525 se alineó contra estos sin dudarlo y a favor de los nobles. La consecuencia de su connivencia con la nobleza alcanzó el punto de postular abiertamente la sumisión de la religión al poder político.
Lutero, además, sostuvo una postura inconfundiblemente antisemita, ya que consideraba a los judíos como “abyectos y poco apreciables, infectos gusanos venenosos” y a la sinagoga como “una novia impura, sí, una meretriz incorregible, una mujerzuela impía…”
Propuso quemar las escuelas rabínicas y las sinagogas; que se prohibiera la predicación judía y que las propiedades de estos fueran destruidas. Parece inequívoco su llamamiento a la aniquilación de los hebreos cuando escribió: “Seremos culpables de no destruirlos”.
Tanto la sumisión de la religión al poder político, con el inevitable resultado de la creación de iglesias nacionales, como su radical postura antisemita le valió la admiración de Adolf Hitler, que con frecuencia se refería a “rescatar el espíritu de Lutero”. Un agudo observador de la vida en la Alemania nancy, William L. Shirer, escribió al respecto: “El gran fundador del protestantismo era a la vez un antisemita apasionado y un creyente feroz en la obediencia absoluta a la autoridad política. Deseaba que Alemania se deshiciera de los judíos. El consejo de Lutero fue, literalmente, seguido cuatro siglos más tarde por Hitler…”
La irrupción del protestantismo en la historia europea ha representado dos cosas decisivas para el mundo contemporáneo; de un lado, ha sembrado la semilla del relativismo al postular el libre examen, negando la autoridad de la Iglesia y la tradición; de otro lado, ha abierto paso a un generalizado proceso de secularización.
Desde el punto de vista socio-religioso cabe afirmar, por tanto, que las sociedades europeas que adoptaron el protestantismo fueron las primeras en las que se impusieron el laicismo y la secularización; y también que la evolución de esas sociedades demuestra que el protestantismo ha sido poco más que el prólogo al indiferentismo y al ateísmo.
Incluso en estos días en que se produce un cierto renacer religioso cristiano en el Este de Europa –hasta hace 25 años comunista-, este tiene lugar en las sociedades católicas y ortodoxas, caso de Polonia, Hungría o Rusia; y no en las luteranas República Checa, en Estonia o en la Alemania oriental, como si el protestantismo las hubiera esterilizado para siempre.
El desolador balance de la reforma protestante nos exige abordar su conmemoración con una verdadera exigencia crítica de amor hacia la verdad y la historia.
Lutero, 500 años después... ¿algo que celebrar?
La irrupción del protestantismo en la historia europea ha representado dos cosas decisivas para el mundo contemporáneo; de un lado, ha sembrado la semilla del relativismo; de otro lado, ha abierto paso a un generalizado proceso de secularización.
El 31 de octubre de 1517, un monje agustino de treinta y cuatro años, Martín Lutero, clavó un documento en la puerta del palacio de Wittenberg. En él, a lo largo de 95 puntos, acusaba a la Iglesia por la venta de indulgencias a cambio de donaciones para construir la basílica de san Pedro; lo que –argumentaba Lutero- desmerecía el sacramento de la confesión, por cuanto representaba una sustitución de la penitencia.
Aunque la venta de indulgencias era un asunto antiguo, no carecía de razones el fraile para la protesta. La situación de la Iglesia en aquellos días ciertamente no era envidiable desde el punto de vista espiritual, y no eran pocas las voces que reclamaban una renovación profunda a partir del retorno a las fuentes más sencillas de la fe. Existía la conciencia de que la Iglesia necesitaba una profunda reforma; los espíritus más pietistas e ilustrados así lo creían.
En realidad, el gesto de Lutero no era nada fuera de lo habitual. Las puertas de las iglesias servían de tablones de anuncio, y en ellas se seguían las polémicas de orden teológico, implicando a círculos nunca demasiado numerosos de iniciados en dichas controversias. Podía concertarse un debate entre aquellos que discrepasen de lo que se anunciaba, y normalmente, eso era todo.
Aquél gesto suyo, sin embargo, tendría consecuencias de más largo alcance. Para sorpresa del propio Lutero, el texto en alemán –no es seguro que el original estuviese en esa lengua- comenzó a recorrer el país de un extremo a otro gracias a la generalización de un invento relativamente reciente: la imprenta. En unos pocos meses, el escrito se había leído en media Europa, y pronto el papa tuvo que ocuparse del agustino. León X promulgó la bula Exsurge Domine por la que condenaba las tesis de Lutero, al tiempo que aclaraba que lo que las indulgencias permitían era una remisión de la pena temporal impuesta y no un perdón de los pecados como tal. Al año siguiente, en 1521, ante el empecinamiento de Lutero en sostener su causa y no retractarse, excomulgaría a este.
A esas alturas era mucha la gente que se preguntaba qué clase de hombre se sentía capaz de desafiar así a la Iglesia.
El personaje: Lutero
El monje agustino era, sin duda, un hombre brillante. Profesor universitario, leía griego, latín y hebreo, algo imprescindible en un estudioso de la Biblia. Llegó a dirigir una docena de monasterios como vicario. Por lo demás, era amante de la música, e incluso tocaba el laúd con cierta pericia.
Lutero entró en religión, se asegura, por causa de una promesa que le hizo a santa Ana –algo notable para quien posteriormente condenaría el culto a los santos- en medio de una tormenta, cuando un rayo le cayó tan cerca que la presión del aire lo lanzó a tierra. Corría el 2 de julio de 1505. Aterrorizado, ofreció profesar los hábitos si salvaba el pellejo.
Él mismo refirió más tarde en varias ocasiones el episodio como el momento en que decidió hacerse fraile, y lo cierto es que apenas quince días después entraba en el Monasterio neցro de Erfurt. Pero la verdad es que el aún joven Martín ya había considerado esa posibilidad para disgusto de su padre, que prefería verlo convertido en un hombre de letras.
Nada falto de cualidades, acusaba algunos marcados defectos. Uno de ellos era el de una irrefrenable tendencia a la concupiscencia carnal, preocupación que siempre había sentido aunque nunca como ahora. Otro, el de la soberbia, quizá el peor de todos por cuanto le empujó a la desobediencia. Los dos juntos parecieron conspirar para inducirle a desarrollar una teología novedosa en la que las obras (los actos) no desempeñaban papel alguno.
La teología de Lutero
Aunque era comprensible su indignación ante el estado en que se encontraba la Iglesia a comienzos del siglo XVI, pronto la deriva de Lutero se apartó de la razón originaria de su protesta, y comenzó a pronunciarse acerca de cuestiones teológicas que nada tenían que ver con ella.
Aún más: si bien Lutero se había escandalizado por causa de que las indulgencias menoscababan el sacramento de la confesión, pronto determinaría que en realidad no había más que dos sacramentos válidos, y entre ellos no estaba este (solo admitía el bautismo y la eucaristía; la eucaristía como la entiende Lutero niega la tras*ustanciación ya que el sacerdote no tiene la capacidad de llevarla a cabo, considerando que, en su lugar, se produce una presencia de Cristo por voluntad de Éste, lo que se denomina consustanciación, puesto que el pan y el vino no dejan de serlo con la consagración).
La razón para reconocer la eucaristía y el bautismo como sacramentos -y no los otros cinco-, era que se trataba de los únicos que tenían apoyo en la Biblia; del resto no se hablaba en ella y, por lo tanto, la purificación de la fe exigía su anulación. Se basaba, pues, en la afirmación del principio de la Sola Scriptura: en materia de fe no había que creer más que en las Escrituras. El problema, como los católicos no se cansaban de recordarle, era: ¿en qué lugar de la Escritura se dice tal cosa?
Los sacerdotes no tenían una autoridad mayor que la de cualquier otro fiel, pues Cristo no había instituido una casta sacerdotal particular, sino que había hecho sacerdotes de todos sus seguidores. De acuerdo a eso, la tradición de la Iglesia era superflua, ya que al fin no era más que una interpretación entre muchas posibles y, aunque el libre examen no significaba exactamente que todas las interpretaciones de la Biblia fuesen igualmente válidas, con facilidad daba pie a esta creencia.
Por supuesto, la autoridad del papa, así como el culto a la Virgen y a los santos, no eran más que creencias o devociones medievales que habían desvirtuado el sentido originario de la fe cristiana.
Si el sacerdocio y la tradición debían ser eliminados, era claro que la Iglesia estaba de más, y que constituía una falsificación y un estorbo para la salvación, cuyo único camino era la fe. Sólo la fe salva. La afirmación de que los actos no tienen importancia alguna, le llevó a formular su célebre apotegma: pecca fortiter, sed crede fortius” (“peca con fuerza, pero cree con más fuerza”).
Así, pues, la fe lo es todo. Y lo es hasta el punto de que Lutero despreciaba los intentos cristianos de desentrañarla a la luz de la razón, que no eran sino vanos empeños inspirados por el maligno, pues Lutero afirmaba que “la razón es la fruta del diablo”.
La herencia de Lutero
Con inmediatez a la predicación luterana surgieron las reacciones de un lado y de otro. No faltaron católicos que trataron de que no se consumase la ruptura, entre ellos el emperador Carlos V; todos los esfuerzos fueron en vano. La reacción católica, sin embargo, se plasmó en la convocatoria del Concilio de Trento, que se celebraría durante las décadas posteriores y que revitalizaría poderosamente el catolicismo.
Por su parte, los príncipes alemanes encontraron sumamente atractiva la propuesta de Lutero. La desaparición de la Iglesia, además de poner en sus manos una gran cantidad de propiedades, estimulaba su independencia del emperador y reforzaba su poder frente a este. La pequeña nobleza tenía un interés semejante por cuanto le permitía acceder a una riqueza de la que carecía. La incipiente burguesía de las ciudades así como los comerciantes, vieron también una oportunidad única. Por eso alimentaron las tensiones frente al poder imperial, que mantendrían hasta un siglo después de la derrota que el emperador les infligiría en Mühlberg (1547). Batallaron con tesón una y otra vez, pero la idéntica determinación con que les hizo frente Carlos consiguió que no se impusieran sobre el conjunto de Alemania.
No pudo impedir, empero, que a partir de la paz de Augsburgo (1555) y aún más de la paz de Westfalia (1648), la ruptura de Europa fuese un hecho, y lo sea hasta el día de hoy. Sin duda, el surgimiento del protestantismo fue causa de esta ruptura.
En el plano político, Lutero se apoyó siempre en la nobleza. En modo alguno fue un revolucionario social; antes al contrario, era extremadamente conservador y, cuando estalló la guerra de los Campesinos en 1525 se alineó contra estos sin dudarlo y a favor de los nobles. La consecuencia de su connivencia con la nobleza alcanzó el punto de postular abiertamente la sumisión de la religión al poder político.
Lutero, además, sostuvo una postura inconfundiblemente antisemita, ya que consideraba a los judíos como “abyectos y poco apreciables, infectos gusanos venenosos” y a la sinagoga como “una novia impura, sí, una meretriz incorregible, una mujerzuela impía…”
Propuso quemar las escuelas rabínicas y las sinagogas; que se prohibiera la predicación judía y que las propiedades de estos fueran destruidas. Parece inequívoco su llamamiento a la aniquilación de los hebreos cuando escribió: “Seremos culpables de no destruirlos”.
Tanto la sumisión de la religión al poder político, con el inevitable resultado de la creación de iglesias nacionales, como su radical postura antisemita le valió la admiración de Adolf Hitler, que con frecuencia se refería a “rescatar el espíritu de Lutero”. Un agudo observador de la vida en la Alemania nancy, William L. Shirer, escribió al respecto: “El gran fundador del protestantismo era a la vez un antisemita apasionado y un creyente feroz en la obediencia absoluta a la autoridad política. Deseaba que Alemania se deshiciera de los judíos. El consejo de Lutero fue, literalmente, seguido cuatro siglos más tarde por Hitler…”
La irrupción del protestantismo en la historia europea ha representado dos cosas decisivas para el mundo contemporáneo; de un lado, ha sembrado la semilla del relativismo al postular el libre examen, negando la autoridad de la Iglesia y la tradición; de otro lado, ha abierto paso a un generalizado proceso de secularización.
Desde el punto de vista socio-religioso cabe afirmar, por tanto, que las sociedades europeas que adoptaron el protestantismo fueron las primeras en las que se impusieron el laicismo y la secularización; y también que la evolución de esas sociedades demuestra que el protestantismo ha sido poco más que el prólogo al indiferentismo y al ateísmo.
Incluso en estos días en que se produce un cierto renacer religioso cristiano en el Este de Europa –hasta hace 25 años comunista-, este tiene lugar en las sociedades católicas y ortodoxas, caso de Polonia, Hungría o Rusia; y no en las luteranas República Checa, en Estonia o en la Alemania oriental, como si el protestantismo las hubiera esterilizado para siempre.
El desolador balance de la reforma protestante nos exige abordar su conmemoración con una verdadera exigencia crítica de amor hacia la verdad y la historia.
Lutero, 500 años después... ¿algo que celebrar?