- ¡Felicidades, Kufisto!
Era mi prima. Había entrado al bar sólo para eso. El marido se había quedado afuera. Yo estaba sentado frente al ventanal, mirando el teléfono, y no me había dado cuenta de su inesperada parada previa al habitual paseíllo por el paso de cebra que les conduce hasta sus respectivos coches una vez acabada la jornada laboral. Muchas veces los veo pasar.
Me levanté del taburete y ella, como quien duda, se detuvo a un metro de mi. Trabajan en el hospital y están muy concienciados con las medidas de seguridad frente al bichito. Yo también dudé pero hice lo mismo que ella, aunque no me puse la mascarilla.
- Vaya, gracias -respondí un tanto sorprendido
- Me lo dijo ayer mi padre.
- Sí, estuvo aquí por la mañana.
Sus bonitos ojos sonreían sobre la mascarilla.
- ¿Y cuantos caen ya? -preguntó divertida
- 48...-respondí ya seguro del error- Pero lo de ayer fue mi santo
- ¡Ay, Dios! -dijo llevándose la mano a la frente- ¡Si mi padre me dijo que era tu cumpleaños!
Mi tío está cada vez más viejo y sensible. Ayer me felicitó porque se lo oyó decir a otro cliente. Luego me contó la archisabida anécdota de mi difunto padre y el último alcalde franquista del pueblo: siempre le felicitaba el día de su santo con el típico refranillo religioso del día en cuestión. No recordaba como era, yo menos, pero estuvo a punto de echar una lágrima.
Crucé algunas breves frases de despedida con María, un tanto avergonzada por su error, y después salió del bar y junto a su marido enfilaron el paso de cebra para ir a recoger a su hija. Los miré mientras se alejaban. Hace mucho tiempo que no recuerda cuando nací.
Sentí el frío cuando media hora más tarde salí del bar. La tarde era soleada pero el viento estaba empeñado en contradecirla. Una vez más pensé en mi calzado, el mismo que en verano aunque rellenado con un par de calcetines que no consiguen del todo su objetivo. Alcancé la acera de enfrente, entré en el coche y me fui para casa.
La gata me recibió maullando. Miré en su habitación y vi que no tenía agua. Si maúlla es porque tiene hambre, sed, frío o aburrimiento extremo, una especie de angustia vital por su encierro que lleva a preguntarse si realmente perdió el instinto sensual con la temprana castración, algo que suple con caóticos e inverosímiles ejercicios gimnásticos al caer la noche.
Me cambié de ropa y salí a andar un rato.
El piso era aún más frío que el viento. Los edificios de enfrente sombreaban la acera de salida y lo noté en los pies, así como un leve dolor en el hombro izquierdo: demasiado entusiasmo con el saco de boxeo el de esta mañana. Me gusta como suena cuando le pego bien. Yo creo que si fuera sordo no lo haría.
Diez minutos para llegar hasta el sol. Pero es peor. Allí, en las afueras, el viento pega a placer. Me calo el gorro y me pongo los guantes. Agacho la cabeza y camino. No paro a miccionar tras los árboles de las vías valladas a pesar de las ganas. Aguanto y sigo adelante. Media hora, no más. Tampoco es tanto y ya estoy otra vez dentro. El viento amaina un tanto, no demasiado, está como recogiendo aire para soltarlo de golpe entre calles que van cruzándose con las mías. Me estoy meando y ya no puedo hacerlo. Aprieto el paso. Tengo que llegar a casa pero antes hay que parar en la tienda del jovenlandés de la esquina a comprar tomates y naranjas para empezar el día de mañana en el bar. Compro. Abro la puerta de mi portal y llamo al ascensor. Uno no puede pararse cuando se está meando. Ando sin moverme mientras espero que baje. Por fin llega y le ordeno que primero me lleve a la cochera para dejar las bolsas en el coche. Tengo más ganas de no volver a salir de mi casa que de miccionar. Son apenas unos segundos que se hacen eternos. Rápidamente dejo las bolsas en los asientos traseros. Nadie ha llamado al ascensor durante la ausencia. Aquí nadie llama a nadie, que yo sepa. Golpeo con la llave en el tres, el último, el más alto. Me estoy meando vivo, jorobar, vivo. Sube, sube, sube...
Abro la puerta. La gata no maúlla, no sale a recibirme, no me necesita, tiene el paquete básico completo y todavía no ha caído la noche. Directo al water de la habitación desalojo una meada que hace por tres.
- ¡Oh Dios, oh Dios, oh Dios...
Me quito el gorro y el abrigo. Es tiempo de seguir escribiendo.