Relato ambientado en el año 997

Manoliko

Será en Octubre
Desde
8 Sep 2010
Mensajes
27.740
Reputación
64.876
(Me falta revisarlo y editarlo aún)


EL HIJO DEL LOBO





I


Decenas de cadáveres desmembrados yacían sobre la hierba, alimentando numerosos enjambres de moscas atraídas por el olor de la sangre. Figuras con apariencia humana se esmeraban en sus quehaceres. Unos ataban entre sí a un grupo de jóvenes, casi niños. Otros lanzaban antorchas hacia el techo de trabajo manual de una de las cabañas y otros se ocupaban de cargar fardos en las mulas.

Habían llegado desde el sur a mediados del verano, como una plaga de langostas. Bestias sedientas de sangre y botín, fieras a caballo. De hierro eran sus centelleantes espadas, teñidas ahora de rojo. De hierro las afiladas puntas de sus lanzas y flechas, de hierro sus cotas de malla.

Desde primeras horas de la tarde hasta bien entrada la noche robaron, violaron y mataron con el fervor desbocado de quien se sabe impune. Ningún temor les espoleaba, no había rey ni señor que pudiese presentarles batalla en aquellas tierras. Apartaron y ataron entre sí a los jóvenes sanos que venderían como esclavos, el resto fueron torturados durante horas y salvajemente ejecutados. Hombres, mujeres, ancianos, niños pequeños; incluso después de muertos se cebaron con sus cuerpos.

No hallaron oro ni objetos de valor en la aldea, tampoco armas. Junto a los muchachos y doncellas, tan solo lograron reunir un puñado de ovejas como únicos despojos. Había también algunas vacas y un par de caballos famélicos a los que sacrificaron. De regreso no encontrarían buenas pastos, y llevaban el forraje justo para sus propias monturas. Finalmente, y tras abastecerse de grano, queso, coles y nabos, incendiarían las casas y la cosecha. Tenían el firme propósito de no dejar nada a su paso.

—¡Acercad las mulas al riachuelo y cargad esos odres de una maldita vez! No pasaré otra noche más en esta pocilga —ordenó Mohamed. Ya estaba harto de aquellas montañas, de sus sombríos bosques, de aquel clima hostil cuyas noches eran frías incluso en verano. No veía la hora de regresar a su Córdoba natal, descansar en un lecho confortable, desayunar fruta fresca y pasear despreocupadamente por los floridos jardines de la ciudad. Por suerte el trabajo ya estaba hecho. Para Mohamed, las aceifas no suponían más que una aburrida e incómoda obligación laboral. La presa obtenida aquel día no era gran cosa, pero aquello no importaba. El principal propósito del califa, o más bien de su hayib, al ordenar aquellos saqueos no era robar las escasas posesiones de unos perversoss cristianos. El verdadero motivo era la propia matanza de cristianos en sí. La destrucción de sus ciudades y aldeas con el fin de debilitar y empobrecer aún más sus pequeños reinos, que hasta ahora habían logrado resistir a la conquista fiel a la religión del amora.

Hacía ya más de mes y medio desde que partieran de Córdoba junto a una comitiva compuesta por cientos de jinetes y al menos cuatro semanas de su paso por Coria. Reuniéronse allí con la infantería, que había hecho el camino por mar hasta Oporto. Luego se adentraron en territorio gallego destruyendo varios castillos, la villa de Iria Flavia y la ciudad santa de Santiago de Compostela, la cual arrasaron hasta sus cimientos con el fin de quebrar la fe y la jovenlandesal de los cristianos. Tras esto partieron de regreso llevando consigo miles de esclavos. Decidieron regresar atravesando los bosques del Bierzo en dirección a León, con el propósito de devastar también aquellas tierras.

Mohamed era el único árabe auténtico de la banda de exploradores enviados como avanzadilla. Se les había encargado inspeccionar la zona en busca de un paso idóneo por donde atravesar el río Sil. También debían aprovisionarse de heno y alimentos, pues una tormenta estival había humedecido parte de las reservas acumuladas a su paso por tierras gallegas y ahora corrían el riesgo de enmohecerse. Finalmente debían reunirse de nuevo con el grueso del ejercito a orillas del río, antes del mediodía de la tercera jornada tras su marcha.

La mayoría de los hombres a sus órdenes eran muladíes, descendientes de los hispanorromanos convertidos al islam algunas pocas generaciones atrás. Tan hispanos como los desgraciados infieles de aquella aldea, ni siquiera hablaban bien el árabe y se comunicaban entre ellos en un dialecto latino. También había bereberes de origen norteafricano en el grupo, Mohamed buscaba a uno de ellos cuando le atrajeron los gritos procedentes de una de las viviendas donde pasaron la noche. Se adentró en ella y allí halló al hombre que buscaba tratando de forzar a una muchacha pelirroja, de unos quince o dieciséis años, que se defendía con uñas y dientes. El líder de la expedición asió del cabello al bereber y le lanzó hacía atrás alejándole de la joven.

—¡estulta guano del sur muy sur! ¿Acaso no habéis tenido bastante con las mujeres casadas, los muchachos y las ovejas? Las doncellas vírgenes son las esclavas más valiosas —exclamó iracundo Mohamed. Luego, más sosegado, se acercó pausadamente a la chica y le acarició el cabello—. Y si además se trata de una mujer de cabello rojizo…, su valor se duplica o triplica —añadió—. Llévala junto a los demás y luego reúnete conmigo en el montículo que hay al oeste, tenemos que hablar—. El jovenlandés obedeció sin rechistar, pero durante un segundo, justo antes de que se alzase, Mohamed alcanzó a ver en la insondable negrura de sus ojos un repruebo que le devoraba el corazón.

Mohamed salió de la choza y el bereber se apresuró a buscar algo con lo que descargar su frustración. Metió la mano en la pequeña bolsa de tela que portaba colgada del cinto y extrajo un crucifijo. Lo había encontrado hurgando entre los cadáveres. Al principio pensó que era de plata y lo había escondido dentro de su bota izquierda para ocultarlo. Tenían la obligación de amontonar todo el botín conjuntamente hasta que los oficiales separaren la quinta parte que había de ser entregada al Califa. Después repartirían el resto, pero compartir la plata resultaba tan fastidioso que prefería arriesgarse al castigo por fraude. No obstante, al examinarlo más detalladamente resultó ser un pequeño objeto de hierro de mala calidad y escaso valor, así que lo presentó al jefe y este le permitió quedárselo.

Tras abofetear a la chica, lanzó el crucifijo contra el suelo, escupió sobre él y lo pisoteó.

—No es la cruz lo que debes temer —respondió la joven—. En estos bosques habitan otros dioses... Los dioses de nuestros antepasados, adorados en estas tierras antes que Cristo y que vuestro dios. Antes incluso que los dioses romanos... Dioses de la guerra, que seguirán aquí mucho después de que todos vosotros halléis la fin y os pudráis en el infierno.

El africano volvió a alzar la mano, iracundo, con intención de golpear de nuevo. Pero algo en el semblante impávido de la muchacha le detuvo. Las palabras que acababa de escuchar provocaron en su brazo un temblor difícil de disimular. Abochornado e impotente, bajó el brazo y se apresuró a devolver a la chica con el resto de prisioneros antes de reunirse con su superior.


—Una manada de siete —concluyó el bereber—. Son recientes. Estuvieron aquí agazapados durante el alba, escudriñándonos—. A Mohamed le resultaba útil contar con cazadores y rastreadores expertos cuando se adentraba en aquellas tierras salvajes. Siete lobos no debían suponer un problema para una partida de treinta hombres armados, pero resultaba inquietante la osadía de aquellos malditos canes del infierno que llevaban días rondándoles. Trataba de convencerse a sí mismo de que jamás se atreverían a atacar a un grupo tan numeroso de hombres. Sólo esperaban su turno para alzarse con su parte del botín. En cuanto partiesen los dejarían atrás, entretenidos en degustar aquel festín de sangre, carne y vísceras.

—¡Señor, señor...! —gritó una voz a sus espaldas. Mohamed giró su cuello en aquella dirección y contempló a uno de los muladíes subir corriendo por la ladera—. ¡Señor...! —repetía carleando al llegar a su lado—. Dos hombres—dijo por fin mientras señalaba con el dedo hacia el norte.

—¿Cristianos? —preguntó Mohamed.

—No —respondió jadeando el hombre—. Son de los nuestros. ¡Devorados! Señor.
 
II

A mediodía, una columna de jinetes, mulas, ovejas y jóvenes atados entre sí desfilaba por un sendero en dirección al sur. Antes del anochecer pretendían haber llegado a la cueva que descubrieron durante la ida. De ese modo ahorrarían tiempo en montar y recoger las tiendas de campaña. Al amanecer se apresurarían en retomar la marcha hacia el lugar acordado para encontrarse con el resto de la hueste. Los hombres marchaban en silencio; cavar las tumbas para sus dos compañeros les había quebrado el buen ánimo de la noche anterior. El ejercito de la religión del amor apenas había sufrido bajas en aquella campaña, y eran las primeras para la mesnada de Mohamed. Pero no era la fin la causante de tanta congoja. Los guerreros estaban preparados para la visión de las heridas de lanzas, flechas y espadas; no, sin embargo, para lo que aquellos lobos habían hecho.

Aquella mañana habían encontrado vacío el lugar donde los centinelas hicieron guardia. No era lógico pensar en una deserción; no faltaban caballos, se hallaban muy lejos de casa y la campaña era (y se esperaba que continuase siendo) un paseo triunfal. Tras la extrañeza inicial, pronto se percataron de la existencia de un fino rastro de gotas de sangre que les condujo hasta los cuerpos. De cuello para abajo no quedaba de ellos mucho más que los huesos, calzado y restos de ropa ensangrentada. Sus rostros, aún reconocibles, mostraban una grotesca mueca de horror. Pero lo más extraño de todo eran aquellas pisadas. Según el bereber, no cabía duda de que aquella masacre era obra de lobos, cuyas dentelladas habían dejado marcas sobre los huesos. Pero las huellas eran de pies humanos, unos pies enormes y descalzos que no se correspondían con los de aquellos desdichados.

El sol se ocultaba por el horizonte y las sombras de los árboles cubrían todo el sendero cuando uno de los muladíes, un joven barbilampiño de cara pecosa y ojos verdes cuya pálida piel contrastaba con los rostros oscuros de los bereberes que marchaban a su lado, detuvo su caballo y señaló hacia la espesura que se concentraba a los pies del monte. —Es ahí —dijo.

La entrada a la cueva se hallaba parcialmente oculta tras una maraña de brezales y helechos. Unos hombres se encargaron de desbrozar el acceso mientras otros descargaban los enseres para llevarlos después al interior. Caballos, mulas y ovejas pasarían la noche fuera, atados a los árboles, custodiados por centinelas que irían turnándose. Para cuando terminaron los trabajos ya era de noche. No era una de aquellas noches de verano que en ocasiones acontecen en parajes inhóspitos como aquel, en las cuales las estrellas brillan con un vigor inusitado y se aprecian con total nitidez todas las constelaciones, así como las estrellas fugaces y las errantes. Esto era debido en parte a la presencia de algunas nubes, pero sobre todo a la luna llena. El fulgor de Selene dotaba al cielo nocturno de una tétrica y extraña claridad que atenuaba el resplandor de las estrellas. La negras siluetas de las hayas, tejos y abedules contrastaban con el índigo espectral del firmamento. Mohamed se fijó en las colinas que se hallaban al otro lado del río. En una noche como esta, si algún enemigo fuese lo suficientemente menso como para vigilarles desde aquella altura, podrían descubrirle con facilidad.

La caverna era mucho más amplia y diáfana de lo que había imaginado por su aspecto desde el exterior. Ciertamente, parecía lo suficiente grande para albergar al cerca de medio centenar de personas entre guerreros y cautivos. Un orificio en el techo hacía las veces de tragaluz natural a través del cual podía verse la luna, cuyas rayos azulados penetraban en la cueva creando un haz luminoso que caía en vertical sobre el centro de la estancia e iluminaba un radio de varios metros. Diminutas motas de polvo centelleaban al paso por aquel rayo de luz. De día la luminosidad debía ser mucho mayor si cabe, pero aquella claridad feérica dotaba al lugar de un halo onírico y sagrado. Pero la cavidad rocosa era mucho más profunda, aquello era solo la entrada de la cueva, y más allá del espacio iluminado se extendía una oscuridad insondable. Otro muladí llamado Hisham, que era el hombre de mayor edad de entre los que le acompañaban, se ocupó de amontonar un poco de leña y encender una hoguera usando yesca y pedernal. Pronto, la luz anaranjada de las llamas se impuso sobre los rayos de luna. Hisham prendió varias antorchas y pidió a Mohamed que le acompañase a explorar las entrañas de la gruta.

—La encontramos por casualidad cuando perseguíamos a un venado mientras el resto abrevabais los caballos en el río —le explicó Hisham—. Tratamos de averiguar hasta donde llegaba y ver que encontrábamos. A veces los lugareños esconden tesoros en este tipo de cuevas. Pero no pudimos alcanzar el final. Más adelante hay un manantial subterráneo y más allá el camino se bifurca en varios corredores. Temíamos perdernos, así que dimos media vuelta. Debe haber otra salida en alguna parte, pues el agua fluye y hay corrientes de aire.

Sus voces eran replicadas por innumerables ecos que se repetían rítmicamente, recorriendo las interminables galerías hasta apagarse en la lejanía. Cuando estas cesaban, tan solo se escuchaba el sonido de las gotas de agua, que tras concentrase en el extremo inferior de las estalactitas se precipitaban finalmente sobre las aguas.

—¿Seguro que no hay osos por aquí? —inquirió Mohamed.

—No lo creo. De haberlos ya los habríamos encontrado. ¡Mirad señor, aquí es! —exclamó Hisham, alzando la antorcha para alumbrar la pared.

Pintadas en tonalidad ocre sobre la roca grisácea, varias figuras parecían danzar en torno a un extraño símbolo que tal vez representase una hoguera. Eran figuras humanas y portaban lanzas, pero sus cabezas mostraban hocicos alargados y orejas puntiagudas como las de los lobos.

—¿Que extraño verdad? —preguntó Hisham—. ¿Que son? ¿Por qué alguien se adentraría en las tinieblas para dejar aquí estos dibujos?

Era verdaderamente raro. ¿Guardaban un significado que debía permanecer oculto? ¿Serían estos los dioses de los que hablaba la muchacha pelirroja según le había contado aquel bereber? ¿Era aquella cueva su santuario? Lo único seguro era que aquellas pinturas emanaban una misteriosa fuerza.

De regreso al calor de la hoguera, ninguno de los dos comentó nada sobre aquel hallazgo. No habían acordado mantenerlo en secreto, sin embargo callaron como si de un tabú se tratara, como si hablar de la inquietud que sintieron pudiese atraer la desgracia. Habían dejado los instrumentos de cocina en los carros que acompañaban al grueso del ejercido, así que a modo de cena improvisada repartieron pan y queso del que se habían aprovisionado en la aldea y lo acompañaron con dátiles e higos que habían traído desde el cálido sur al emprender el viaje. A los cautivos tan solo les entregaron agua y un trozo de pan que algunos rechazaron con gesto altivo. <<¡Ingratos! Pronto suplicareis por unas migas>>, pensó Mohamed mientras observaba como los más pequeños sollozaban y contenían el llanto para no llamar la atención de sus captores. Una vez saciado, se recostó a una distancia prudente del fuego y no tardó en hallarse a orillas del Guadalquivir. tras*portado en sueños, a través del tiempo y el espacio, hacia aquellas jornadas primaverales en las cuales salía de caza con su halcón, después de yacer toda la noche junto a su esclava predilecta.
 
III

Cuando dos de sus secuaces le despertaron no era consciente del tiempo que había dormido. Podrían haber sido unos minutos o podrían haber sido horas. Nada más incorporarse, comprobó que todos sus compañeros estaban despiertos, nerviosos, desenvainando las espadas y mirando hacia el exterior. Habían escuchado gritos y relinchos procedentes del lugar donde los centinelas custodiaban los animales, pero al salir en su busca no encontraron a nadie, tan solo tres regueros de sangre que se adentraban en el bosque.

No estaban solos. Aquello no podía ser obra de los lobos; el ganado estaba intacto..., y el mismo proceder dos noches seguidas..., y las mismas pisadas... Pisadas enormes y humanas. En la aldea cabría la posibilidad de que perteneciesen a algún lugareño que hubiese pasado por allí horas antes. Ahora no había explicación, no había pisadas cuando llegaron. ¿Pero como luchar de noche contra un enemigo que se oculta entre los árboles? Si se aventuraban a seguir el rastro se arriesgaban a caer en una trampa. Además, una espesa niebla comenzó a extenderse desde el río, dificultando aún más la visión de las huellas y las gotas de sangre. No fue necesario que Mohamed diera ordenes de mantenerse alerta y preparados, ninguno de ellos podría ya dormir aquella noche.

—Partiremos en cuanto despunte el alba —prometió Mohamed a sus hombres.

—¡Escuchad! —alertó uno de ellos—. ¿Lo oís?

Al principio no fue más que un rumor lejano. Una siniestra serenata en honor de la luna llena: <<¡Auuuuuuuuuuuú>>. Los aullidos se escuchaban cada vez más cerca, hasta que tuvieron la impresión de estar siendo asediados por un ejercito de lobos. Un coro de juglares salvajes se concentraba en las inmediaciones de la cueva, cantando un himno a la noche entremezclado con los balidos de los aterrorizados carneros. Durante un segundo, una sombra surcó el interior de la cueva, provocando que los hombres mirasen instintivamente hacia el orificio por el cual penetraba la luz del plenilunio. Había sido un ensombrecimiento demasiado intenso y fugaz como para poder ser atribuido al paso de una nube sobre la luna, como si alguien o algo hubiese saltado por encima de aquella abertura. Mohamed, que se hallaba justo a la entrada de la cueva tratando de detectar algún movimiento extraño en el exterior, observó algo al mirar hacia el bosque. Una luminiscencia anaranjada se filtraba a través de la bruma y los árboles, como si en la lejanía se ocultase alguna hoguera o antorchas.

—¡No son lobos! —gritó Hisham—. Son hombres entonando cantos guerreros.

—Algunos si son aullidos de lobo —intervino el rastreador bereber—. No cabe duda de eso. Pero es cierto que otros son extraños. No me parecen la voz de un hombre pero tampoco el aullido de un lobo. Como si se tratase de una mezcla de ambos.

—Lo cierto es que jamás escuché a un guerrero cristiano proferir semejantes aullidos —dijo Mohamed.

—¡Por eso os llevé a ver las pinturas! —respondió Hisham—. Esos guerreros con cabeza de lobo y las palabras de la chica pelirroja me hicieron recordar algo. Pero al principio dudaba de si tendría alguna relación. Hace años conocí en una posada a un sacerdote mozárabe que regresaba a Toledo después de visitar Córdoba . Había viajado para consultar los pergaminos latinos que se custodian en la gran biblioteca de nuestra ciudad. El objeto de su estudio eran las crónicas romanas sobre la conquista de Hispania, pero lo que más llamó su atención fue la descripción de los antiguos rituales de magia guerrera practicados por las tribus celtíberas. Aquellos paganos veneraban a un dios lobo del inframundo llamado Vaélico por los vetones y Endovélico por los lusitanos. Un dios protector de los bosques y las montañas que dotaba a sus guerreros consagrados de tal furor que sus enemigos les creían poseídos por el espíritu de un lobo. Cuenta Apiano que, en la guerra contra los vacceos, el campamento romano fue rodeado una noche por cientos de jinetes que mientras cabalgaban en torno a él proferían aullidos espantosos, tras los cuales los corazones de los romanos fueron invadidos por un extraño terror.

Un ruido interrumpió las palabras de Hisham. Todos giraron el rostro hacia el exterior y contemplaron a alguien llegar corriendo en dirección a la cueva. Los hombres tomaron las lanzas, desenvainaron las espadas y tensaron sus arcos. A punto estaban los arqueros de asaetar al intruso cuando este se identificó a gritos en árabe.
 
IV

—Vi a mis dos compañeros alzándose sobresaltados —comenzó a narrar el recién llegado tras tomar aliento y sentarse junto al fuego—. Como si alguien o algo, lo suficientemente sigiloso, hubiese hecho de pronto aparición a mis espaldas, acercándose oculto entre la maleza. Entonces sentí un fuerte golpe en la cabeza y lo siguiente que recuerdo es despertar en mitad de un claro en el bosque. Primero escuché el crepitar de unas llamas, el canto de una lechuza y unos raros gruñidos. Luego percibí el olor a sangre y finalmente abrí los ojos. Me hallaba tumbado boca arriba sobre la hierba. Las nubes habían desaparecido y era posible apreciar con total claridad la luna llena y los millones de estrellas centelleantes que adornan el firmamento. Los gruñidos se intensificaron e instintivamente giré la cabeza hacia ellos. Varios lobos devoraban el cadáver de uno de mis compañeros de guardia. Alí, el otro prisionero, se hallaba maniatado y amordazado unos metros más allá. Aún no me había repuesto del espanto inicial cuando escuché una voces. Me incorporé y vi frente a mi un grupo de siluetas negras al rededor de una hoguera. Una de ellas bebió de lo que parecía un cáliz y lo pasó al resto para que hiciesen lo mismo, luego alzó los brazos al cielo y habló con voz grave en una lengua que no pude reconocer. A diferencia de Alí, yo me hallaba libre de ataduras, y me disponía a huir cuando uno de nuestros captores se acercó. Fingí seguir inconsciente mientras, con un ojo entreabierto, vi como llevaban a mi compañero junto a ellos y lo ejecutaban clavándole un puñal en el diafragma. Después comenzaron a aullar a la luna llena mientras las tripas de Alí se derramaban sobre el suelo. Entonces contemplé una escena que hará que me toméis por loco, pues a mí mismo me hace dudar de mi propia cordura. De la oscuridad del bosque emergió una colosal sombra que avanzó hacia las llamas. La luz de la lumbre reveló la imagen de un gigante cubierto de pelo; con garras en lugar de manos, orejas puntiagudas, fauces repletas de afilados colmillos y ojos gente de izquierdas que resplandecían como luceros. Mis captores parecían distraídos y sabía que aquella sería la última ocasión que tendría para huir. Así que, pese al terror que aquel espanto me produjo, logre levanté y echar a correr. Pero uno de los lobos se abalanzó rápidamente sobre mi, me hizo caer y estoy seguro de que me hubiese abierto la garganta de no ser porque un silbido procedente de la hoguera le hizo detenerse. Sí, creo que me dejaron escapar. Durante un rato corrí a oscuras por mitad del bosque sin saber a donde, tropezando constantemente con raíces y piedras. No sabía donde estaba ni como regresar, tan solo quería alejarme de aquel monstruo. A veces escuchaba aullidos que se aproximaban desde mi derecha y entonces ponía rumbo a la izquierda, otras veces sucedía al contrario, como si me estuviesen pastoreando para conducirme hacia donde querían. Hasta que al fin vi una luz a los pies del monte.

Todos estaban tan absortos y hechizados por el relato del centinela que nadie se percató de lo que estaba pasando hasta que el propio Mohamed volvió la cabeza para mirar hacia el valle. Nadie la había visto salir; pero, inexplicablemente, la joven pelirroja había logrado liberarse y caminaba en dirección al bosque. No huía corriendo, sino que caminaba pausadamente. Sus pies se hallaban ocultos por la niebla, dando la impresión de que levitaba. Sus cabellos gente de izquierdas y su túnica blanca reflejaban los rayos de luna, dotando a la escena de un halo fantasmal.

La muchacha se detuvo y extendió un brazo en dirección hacia la arboleda, como si tratase de tocar un objeto invisible con la yema de sus dedos. A través de la niebla aparecieron dos sombras que al acercarse se tras*formaron en dos enormes lobos. Los lobos inclinaron la cabeza sumisos al llegar al costado de la chica, y esta los acarició como si de cachorros de perro se tratase. Después corrieron de regreso hacia la bruma. Antes de desaparecer, la silueta de uno de los lobos paró en seco, se alzó sobre las dos patas traseras, adquirió forma humana y continuó caminando hasta perderse en la oscuridad. Los guerreros fiel a la religión del amores se interrogaban entre ellos para asegurarse de que todos habían visto lo mismo. Los semblantes de todos ellos reflejaban desconcierto, asombro, incertidumbre y terror. De pronto alguien pidió silencio y todos callaron. Unos ecos extraños procedían del interior de la cueva.

—¡Esto es una trampa! —dijo alguien—. Nos están rodeando.

—Marchémonos ahora mismo —añadió otro—. Sean lo que sean, no parece que tengan caballos. Nosotros sí, podemos escapar. Olvidémonos de los cautivos, las ovejas y los enseres. Subamos a los caballos y dejemos atrás este horror.

—¡Eso es una estupidez! —respondió Mohamed—. Las antorchas no alumbran lo suficiente como para cabalgar por estos abruptos senderos. Tropezaremos y seremos presa fácil para lo que sea que haya allí fuera. No queda más remedio que esperar al amanecer. Si nos atacan nos defenderemos mejor aquí que a campo abierto en la oscuridad.

—¡Pero mirad! —advirtió Hisham—. El firmamento comienza a clarear y el brillo de las estrellas se desdibuja. Confiemos en nuestros caballos, a quienes Alá dotó de mejores ojos que a nosotros, y partamos de inmediato.

—¡Mirad! —gritó una horrorizado uno de los bereberes mientras señalaba hacia el interior de la cueva.

Unos ojos anaranjados les observaban en mitad de la oscuridad. Durante unos segundos se hizo un silencio absoluto que fue interrumpido por un gruñido. Alguien lanzó un venablo y otros dispararon los arcos, pero nada de esto le provocó un quejido ni señal alguna de daño a aquello que surgía de las profundidades de la tierra. Los ojos se aproximaron lentamente hacia la luz, y mientras se acercaban se iba dibujando un contorno. Una criatura como la descrita por el guerrero que regresó del bosque. Un ser alto y corpulento como un oso, con el cuerpo cubierto de pelo y cabeza de lobo. Se arrancó una de las dos flechas que llevaba clavadas en el pecho e intensificó sus gruñidos. El hombre que se encontraba más cerca hizo un amago de volver a tensar el arco, entonces la bestia se abalanzó de un gran salto sobre él, lo tiró al sueño y le mordió en el cuello.

Se produjo una desbandada general. Los hombres corrieron hacia los caballos dejando en la cueva a los cautivos y la mayor parte de las pertenencias. Aquellos que no habían tomado la precaución de llevarlas puestas dejaron también las cotas de malla e incluso quedaron allí lanzas y espadas. Mohamed también dejó allí muchas de sus cosas; pero, tras montar en su corcel árabe, observó que la joven pelirroja aún seguía de pie cerca de la entrada de la cueva. Espoleó a su caballo y, pasando cerca de ella, la asió con fuerza y la subió a lomos del animal.

Justo antes de girar en dirección al sendero, pudo ver como una manada de lobos aparecía corriendo y se precipitaba sobre dos de los hombres que aún no habían subido a sus caballos. Sus gritos de dolor mientras las fieras les hacían pedazos fueron de pronto eclipsados por un aullido atronador. La bestia ya salía de la cueva y parecía agradecer a la luna llena el botín obtenido. Se había detenido a la salida, justo en un lugar donde los rayos de luna le daban de lleno. A Mohamed le pareció que llevaba las garras y la boca empapadas por la sangre de su victima. Otro aullido procedente de las alturas se sumó al suyo. Al alzar la vista, Mohamed contempló en lo alto del monte a otra criatura de similar naturaleza. Con el claro de luna justo a sus espaldas, la de color silueta de una bestia de cuerpo humano y cabeza de lobo resaltaba sobre un firmamento añil. Ambos seres alzaban sus rostros hacia la luna y entonaban una melodía siniestra. Tras contemplar aquella visión ordenó a los suyos que volvieran su vista al frente y cabalgaran lo más raudo posible sin mirar atrás. Al poco dejaron de escuchar los aullidos a sus espaldas, pero continuaron galopando durante largo rato, hasta que llegó el alba.
 
V

Ya asomaba el sol cuando alcanzaron un claro en mitad del bosque y pararon para tomar aliento. La niebla comenzaba a disiparse y el estruendo del trote de los caballos dio paso al canto de los pájaros saludando al nuevo día. Mohamed se apeó del caballo y bajó también a la chica para que su corcel descansara. Se fijó entonce en que uno de los rastreadores se acercaba mirando iracundo a la muchacha. Se trataba del mismo al que había encontrado tratando de forzarla. Aquel hombre la señaló con el dedo diciendo:

—¡Todo esto es culpa de la bruja de pelo rojo! Ha sido ella quien ha conjurado a esos demonios.

—Calla infeliz —dijo Mohamed.

—¡Es cierto! —aseveró otro de los hombres—. Hemos visto como esas bestias se inclinaban ante ella con reverencia.

Todos comenzaron a gritar reclamando la cabeza de la bruja. Veía el repruebo y los deseos de venganza en los ojos de sus hombres, además había perdido su respeto, no podía evitar que la mataran.

El bereber la asió del cabello y tiró de él hacia abajo obligándola a hincarse de rodillas mirando al suelo. El jovenlandés alzó el brazo empuñando la espada, con el propósito de cercenar su cabeza de un certero y violento tajo en la pálida y hermosa nuca. Pero no puedo hacerlo, pues justo en ese instante una flecha le atravesó el cuello.

Desde una cercana arboleda surgió una miríada de flechas que acabaron con la vida de Hisham. —¡Emboscada! —gritó Mohamed. Otros dos de sus hombres ya habían muerto antes de que terminara de pronunciar la frase, el resto se apresuraba a subir a los caballos para huir. Los sarracenos eran temibles a campo abierto, donde sus ágiles caballos y livianas panoplias les permitían acosar al enemigo a distancia, maniobrar con rapidez para envolverle o practicar la táctica del tornafuye. Sin embargo, les aterraba la idea de luchar en un terreno boscoso y accidentado frente a un adversario que ataca por sorpresa y cuyo número desconocían.

Tan solo había dos salidas posibles a caballo, remontar la pendiente por donde habían llegado o continuar hacia bajo en dirección al llano. Según la doctrina militar, tomar el último camino era la peor decisión posible y con bastantes probabilidades de que significase caer en una celada. Sin embargo, fue justo la decisión instintiva que sus hombres tomaron. El deber de Mohamed consistía en tranquilizarles y agruparles, formar en círculo y buscar una salida sin romper la formación ni dar la espalda al enemigo. Era lo más prudente; y si caían, al menos sería luchando. Pero consideró que sería inútil dado el estado de nerviosismo de sus subordinados. Así pues, se resignó a tratar de escapar aprovechando la confusión.

Un grupo de cristianos surgieron de la espesa foresta y rápidamente formaron un muro de escudos cerrando el paso a los fiel a la religión del amores. Ninguno de ellos hizo el menor amago de dar media vuelta, aquello que les daba caza en el bosque les aterraba mucho más que las lanzas y espadas.

Como un estandarte de gules y sinople; así fue el prado teñido de bermejo. Los jinetes cargaron sobre el muro de escudos, pero la infantería resistió el violento impacto. Los caballos más bravos quedaban empalados en las lanzas, firmemente apoyadas contra el suelo. Otros se encabritaban en el último momento, pues no eran caballería pesada entrenada y equipada para una carga, haciendo descabalgar a sus jinetes. Soldados cristianos rompían filas para ir a rematarlos con sus largas espadas antes de que pudiesen alzarse si quiera.

Mohamed y otros dos fiel a la religión del amores lograron flanquear la formación enemiga por los costadas y trataban de huir, pero pronto se percataron de que eran perseguidos por cuatro jinetes cristianos. Su veloz corcel de buena raza árabe dejó atrás a sus propios compañeros, a quienes los cristianos acabaron dando alcance. Uno de ellos fue alcanzado con una flecha y el otro descabalgó al tropezar con una hendidura en el escarpado terrero. Mohamed tan solo pensaba en aumentar la distancia, pronto el terreno se tornaría algo más llano y su formidable montura dejaría definitivamente atrás al enemigo. Antes de que el sol estuviese en lo alto estaría de regreso con su señor. Pero algo no iba bien, no solo no lograba poner tierra de por medio sino que dos de sus perseguidores estaban acortando la distancia que los separaba. Tal vez había castigado demasiado a su caballo y tal vez tampoco estaba acostumbrado a trotar por aquel tipo de terreno. Pero lo cierto era que esos dos magníficos animales eran tan veloces como el suyo propio. No eran tan robustos como los destreros francos y normandos, o como los que usaban los catafractos en Bizancio y Persia, sino otra raza algo más liviana pero de un porte extraordinario y tonalidad blanco, similares a algunos que había visto en Córdoba. El corazón se le encogió al comprender que no tenía escapatoria.
 
VI

Poco tiempo después, Mohamed se encontraba sentado bajo un gran roble; desarmado, maniatado y vigilado por un cristiano altísimo y de gran corpulencia. Era este un hombre de semblante grave y mirada feroz. Sin duda un guerrero veterano, de unos treinta y cinco o cuarenta años, con la cabeza afeitada, un enorme bigote y una cicatriz en la mejilla izquierda.

Otro de los cristianos, aquel que parecía ser el líder, se acercó a ellos y dijo a su custodio algo que a Mohamed le fue imposible comprender. Era capaz de leer latín clásico y hablar en el idioma que usaban los muladíes en al-Ándalus, pero los dialectos norteños propios de los cristianos le resultaban difíciles de entender.

—Dicen que este árbol tiene más de mil años —dijo el jefe cristiano en romance andalusí—. Si es así, ya estaba aquí antes de que naciese Cristo. Puede que el mismo apóstol Santiago reposase a su sombra de camino a Finisterre. ¿Entiende esta lengua verdad? La aprendí de mi progenitora. Mis abuelos maternos eran cristianos mozárabes que huyeron al norte para poder conservar nuestra fe. Mi nombre es Sancho López, vasallo del rey Bermudo; ¿y vos sois...?

—Abu Ali Muhammad ibn Ahmed al Rashid —respondió Mohamed en árabe.

—He de pedirle disculpas, no me veo capaz de repetirlo.

—Mi nombre es Mohamed, hijo de Ahmed. Y ahora decidme, Sancho, hijo de Lope..., ¿acaso sois gallegos?

—No, somos hombres de León —dijo Sancho mientras se acariciaba la barba mirando hacia las montañas—. ¿Hay más de los tuyos por aquí cerca?

—¿Creéis que os lo diría?

—Claro que lo diríais, todos lo hacen. Muchos se niegan al principio, otros mienten, pero la mayoría me cuenta la verdad cuando les saco la primera tira de piel; el resto lo hace después, algunos cuando ya he terminado de desollarlos por completo y les amenazo con azuzarles a mis perros.

—Así que son perros, no lobos. ¿Donde los tenéis?

—¿Mis perros? No están aquí. Tampoco tengo necesidad de perder el tiempo con interrogatorios, así que podéis estar tranquilo. Si hubiese más sarracenos en este valle lo más probable es que nuestros vigías los hubiesen visto, igual que os vieron a vosotros. También sabemos que vuestro ejercito avanza a estas horas desde el este, y que os dirigíais a su encuentro.

—Sois un insensato, o tal vez un necio, o ambos. Deberíais seguir el ejemplo de vuestro rey y apresuraros en buscar un castillo donde guareceros. No hay en toda Europa ejercito alguno capaz de oponerse al de mi señor.

—Algunos de mis hombres nacieron en estas tierras —respondió Sancho—. Hay entre ellos parientes de aquellas mujeres y ancianos a los que habéis asesinado y de los niños y jóvenes que llevabais cautivos. Decís que no podemos oponernos a vosotros, pero es lo que llevamos haciendo durante generaciones. Llegasteis a esta tierra..., y no me refiero a León sino a España, a la cual los griegos llamaban Iberia y vosotros al-Ándalus, aprovechando una guerra civil. Cruzasteis el mar con la ayuda de traidores, a quienes más tarde traicionasteis, y matasteis a Rodrigo, rey de los godos y los romanos de España. Luego nos prometisteis que si nos sometíamos podríamos conservar nuestros bienes y nuestra religión; ¡mentíais! Os adueñasteis de las mejores tierras, impusisteis tributos demasiado elevados y hoy los cristianos son perseguidos, oprimidos, esclavizados y asesinados, tanto aquí como en las tierras que controláis. Pero tras estas montañas surgió el primer conato de resistencia. Aquí se alzaron en armas hombres que jamás reconocieron la autoridad del califa. Desde entonces venís siempre que podéis para matarnos, destruir nuestras cosechas, robar nuestro ganado, secuestrar y vender a nuestros hijos e incendiar nuestras aldeas. Y aún así, o tal vez debido a ello, resistimos. Lentamente, palmo a palmo, nuestro dominio crece cada vez más hacia el sur, expulsando a los vuestros de cada torre, castillo o poblado fortificado. Y no siendo capaces de recuperar lo perdido os conformáis con tratar de arruinarlo, destruirlo. Pero jamás retrocederemos ni renunciaremos a un centímetro de tierra, pues es la tierra de nuestros antepasados, nuestra tierra. Y aunque promováis y aprovechéis nuestra desunión, el enfrentamiento entre leoneses, navarros y aragoneses; todos compartimos un mismo anhelo. Un sueño, una promesa, una misión por cumplir. Pues en nuestras crónicas atesoramos la memoria de nuestros ancestros. No olvidamos que una vez hubo un reino; un reino hispánico, latino y cristiano que nos fue arrebatado y que un día ha de ser restaurado.

—Me causa sorpresa escucharos hablar sobre la legitimidad de un reino cristiano —contestó Mohamed—. Decís que vuestros hombres proceden de estas aldeas. Hemos visto y escuchado cosas extrañas aquí; cosas que nos hicieron pensar que la comarca estaba habitada por paganos y brujas.

—De ambas cosas habrá, es posible —dijo Sancho—. Pero más bien sucede que existe un poso de antiguas tradiciones y creencias que se acabaron mezclando con el credo cristiano. Más si cabe en parajes agrestes como este. Vuestro rigorismo, en cambio, trata de imponernos unos usos y costumbres que nos son del todo ajenos.

—Sois un descreído Sancho, además de un infiel y tal vez un hereje. No solo negáis la fe verdadera que os trajimos, sino que ni siquiera os preocupa reconocer la propia contaminación de la vuestra.

—He hecho cosas mucho peores, pero solo Dios puede juzgarme. Así que ahorraos el cuestionamiento de mi fe y los debates teológicos. Soy un guerrero, no un monje. También los hombres que me acompañan son guerreros. Nadie conoce estas montañas tan bien como ellos. Por suerte para vuestro señor somos demasiado pocos, tan solo los aquí presentes. Pero reduciremos el número de los vuestros tanto como sea posible antes de que alcancéis León. Atacaremos, os diezmaremos y desapareceremos; seremos como lobos infernales protegidos por el bosque.

—Sancho López. Lope, del latín lupus —dijo Mohamed—. Así pues sois Sancho, el hijo del lobo; muy apropiado. Sabed que nos engañasteis anoche. Mis hombres creyeron en verdad que eran demonios quienes nos atacaban, mitad hombres y mitad lobos. Lo hicisteis muy bien, fuisteis muy hábiles; disfrazados con pieles de lobo y con vuestros perros con aspecto de lobo..., ocultos por la oscuridad y haciendo aparición en el momento preciso... Cuando nos habéis atacado ya estábamos aterrorizados e incapaces de pensar o luchar.

Se hizo el silencio. Sancho echó la vista atrás y contempló a los suyos desatando y atendiendo a los muchachos de la aldea. Volvió de nuevo la vista al frente, hizo un gesto de aprobación al hombre que se encontraba junto a Mohamed y finalmente clavó sus ojos en los del sarraceno.

—No sé de que demonios habláis —dijo—. Os estuvimos esperando aquí desde que vimos arder la aldea. Ninguno de mis hombres se ha movido; nosotros no os atacamos anoche.

—¡No!, mentís —respondió Mohamed al tiempo que su cara se contraía del mismo modo que la de aquellos primeros fiel a la religión del amores devorados en la aldea—. Ya no es necesario que...

El gigantesco cristiano que custodiaba a Mohamed había entendido el gesto de Sancho. La cabeza del sarraceno rodaba ahora por la hierba, y su alma ingresaba en el infierno.


Vale
 
No esta mal pero la redacción es mejorable. Esta lleno de descripción "inútil" que no lleva a ninguna parte y cansa al punto como diría mi progenitora de "astragar" al lector.
De hierro eran sus centelleantes espadas, teñidas ahora de rojo. De hierro las afiladas puntas de sus lanzas y flechas, de hierro sus cotas de malla.
Esto y no decir nada es lo mismo. Es redundante
violaron y mataron con el fervor desbocado de quien se sabe impune. Ningún temor les espoleaba
Mas bien les refrenaba, espolear significa otra cosa muy diferente... Fervor desbocado es nuevamente redundante. Hay muchos ejemplos, debes revisar tu escritura, reducir las florituras y buscar la esencia de lo que quieres tras*mitir en cada frase.
Mejor ser precisos, ser concisos a tratar de ser un "clarín" sin tener su brillante dominio del lenguaje y concepción espacial.
Un escritor si quiere ser profesional debe eliminar toda redundancia de sus textos, es una muestra tremenda de mediocridad
Saludos
Y que te vaya bien!
 
La verdad es que estamos en una muy mala época para la literatura.

El texto está un poco sobrecargado de florituras, pero también hay que reconocer que el lector de internet hoy en día tiene cero tolerancia ante cualquier pirueta literaria que hace 25 años los lectores hubiesen aplaudido con las orejas.

También hay que tener en cuenta que no es lo mismo leer en pantalla en el contexto fast food de internet que leer en papel en el contexto sosegado de leer un libro.

Muchas de las florituras que en internet cansan, en un libro de papel mientras estás de vacaciones y desintoxicado del ámbito digital pueden ser hasta agradables de leer.
 
La verdad es que estamos en una muy mala época para la literatura.

El texto está un poco sobrecargado de florituras, pero también hay que reconocer que el lector de internet hoy en día tiene cero tolerancia ante cualquier pirueta literaria que hace 25 años los lectores hubiesen aplaudido con las orejas.

También hay que tener en cuenta que no es lo mismo leer en pantalla en el contexto fast food de internet que leer en papel en el contexto sosegado de leer un libro.

Muchas de las florituras que en internet cansan, en un libro de papel mientras estás de vacaciones y desintoxicado del ámbito digital pueden ser hasta agradables de leer.

No se que verdad es esa, me parece una muy subjetiva. A mi desde luego no me parece que estemos en una mala época para la literatura.

En cuanto a aplaudir las piruetas literarias,

el problema es que el relato carece de ellas, son mas bien churretes literarios.

Y si vas con pretensiones es normal que la critica sea acorde, si hay incoherencia en el texto, lo normal es que se señale.

Y por ultimo, las incoherencias no me producen mas respeto si las veo sobre papel,mas bien lo contrario.
 
La verdad es que estamos en una muy mala época para la literatura.

El texto está un poco sobrecargado de florituras, pero también hay que reconocer que el lector de internet hoy en día tiene cero tolerancia ante cualquier pirueta literaria que hace 25 años los lectores hubiesen aplaudido con las orejas.

También hay que tener en cuenta que no es lo mismo leer en pantalla en el contexto fast food de internet que leer en papel en el contexto sosegado de leer un libro.

Muchas de las florituras que en internet cansan, en un libro de papel mientras estás de vacaciones y desintoxicado del ámbito digital pueden ser hasta agradables de leer.

¿Lo has leído entero?
 
No se que verdad es esa, me parece una muy subjetiva. A mi desde luego no me parece que estemos en una mala época para la literatura.

En cuanto a aplaudir las piruetas literarias,

el problema es que el relato carece de ellas, son mas bien churretes literarios.

Y si vas con pretensiones es normal que la critica sea acorde, si hay incoherencia en el texto, lo normal es que se señale.

Y por ultimo, las incoherencias no me producen mas respeto si las veo sobre papel,mas bien lo contrario.

Trataba de hacer un guiño a la literatura épica. Con espolear me refería a que no tenían prisa por salir huyendo, pero seguramente no me he explicado bien. Tampoco todo el relato tiene el mismo tono.
 
Volver