EL CURIOSO IMPERTINENTE
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Se dice que el Generalísimo dejó unas memorias inacabadas que sus herederos guardan celosamente. Algunos fragmentos emergieron en el libro 'Los últimos 476 días de Franco' de Vicente Pozuelo, médico personal del Caudillo. En el siguiente fragmento Franco cuenta de forma detallada y amena sus orígenes familiares, su niñez en El Ferrol y sus primeros días como cadete en la Academia de Infantería de Toledo:
Memorias de Francisco Franco.
Memorias de Francisco Franco.
Tomado del libro: Los últimos 476 días de Franco. 1980.
Las grabaciones las dictó en cintas magnetofónicas de 60 o de 90 minutos y las realizó en cuatro etapas. Su hija, la duquesa de Franco, nos ha permitido reproducir algunos fragmentos. Agradecemos esta valiosísima aportación, que ayuda a completar, con sus propias palabras, la personalidad y la propia vida de Francisco Franco.
En el Noroeste de nuestra península, la ría del Ferrol constituye un magnífico puerto natural, rodeado de montañas, con amplio fondeadero y con un estrecho canal de entrada, elegido en tiempos de Fernando VI, para establecer en ella una base naval, con sus astilleros y arsenales, en donde, desde entonces, quedó establecida la Jefatura del Departamento Marítimo, con jurisdicción sobre toda la costa norte, desde la frontera francesa a la portuguesa. Esta gran obra fue continuada y ampliada por su sucesor Carlos III, que volcó en ella sus mejores afanes.
Con este motivo, hubo de concentrar grandes medios y realizar amplias obras que ocuparon, con sus instalaciones, toda la costa norte de la ría, al tiempo que se levantaba una nueva población, con plazas y calles, tiradas a cordel que, uniendo los tres barrios viejos de Cruceiras, Can ido y Esteiro, fue rodeada de murallas y baluartes, con los castillos a la entrada, que la barreaban y que la convirtieron en plaza fuerte. En una de las calles de esta gran ciudad, la denominada de María, hoy de Frutos Saavedra, el 4 de diciembre de 1892, he venido al mundo.
Con aquel mismo fin, se incorporaron, del resto de la nación, los medios administrativos, técnicos y especializados necesarios, para dotar a la base del personal idóneo, entre los que vino, como maestre de velas de los bajeles de Su Majestad, de Puerto Real (Cádiz), Manuel Franco de la Madrid, del que desciende la familia Franco, dedicada desde entonces al servicio de la Marina, y entre los que destacaron, por los altos puestos alcanzados, don Francisco Franco Vietti y su hijo Nicolás, mi padre, ambos intendentes generales de la Armada, así como lo fue mi otro abuelo, el padre de mi progenitora, don Ladislao Bahamonde y Ortega, también intendente general de la Marina.
Nuestra familia estaba compuesta por mis padres, que respondían al tipo medio de los señores de entonces: ellos severos, adustos, autoritarios, fríos en religión, que la consideraban como cosa de mujeres; ellas virtuosas, creyentes, fieles, que constituían el verdadero ángel del hogar. Religiosas y amparadoras de los hijos, ante los que, muchas veces, tenían que hacer de progenitora y de padre. La completaban los cuatro hermanos: Nicolás, Francisco, Pilar y Ramón, distanciados entre sí catorce o quince meses, excepto Ramón, que se distanciaba de mi hermana en dos o tres años. Esto le llevaría, sin duda, a ser en la infancia el más tranquilo y pacífico de los hermanos.
Mi infancia fue corta y sencilla, y no registra apenas hechos importantes. Fui bautizado en la iglesia castrense de San Francisco. Fueron mis padrinos los dos hermanos de mi padre: Paulino y Hermenegilda. Me pusieron por nombre Francisco, Paulino, Hermenegildo y Teódulo. El primero, en recuerdo de mi abuelo, ya fallecido. Los dos siguientes, por mis padrinos, y Teódulo, por el santo del día. Sin duda no quisieron ponerme Bárbaro, que sería el otro santo del día que me hubiera correspondido.
En los primeros años de mi infancia, fui a un colegio mixto, regido por dos señoritas, doña Aurora y doña Pepita, de cerca de nuestra casa y al que asistían otros chicos de mi edad, de familias amigas. De aquí pasé al colegio de primera enseñanza de don Manuel Comellas, que había venido a sustituir al viejo sacerdote, don Marcos, que hasta entonces los regía.
Nuestros amigos comprendía a todos los muchachos de nuestra edad de la ciudad, que iban desde los condiscípulos a los parientes más próximos, entre los que destacaban los primos hermanos, los de Lafuente Bahamonde, hijos de la única hermana de mi progenitora, casada con un capitán de navío de la Marina, que vivían en la casa de mis abuelos. y también teníamos gran relación con los Franco Salgado, primos de mi padre, por la circunstancia de ser éste su tutor y haber venido a vivir a una casa próxima a la nuestra. Precisamente, una de las hermanas, Candelaria, interviene en un suceso emotivo y memorable de mi vida: el prepararme para mi Primera Comunión.
Los juegos eran los tradicionales en aquellas épocas y variaban con los meses del año. Así, había el mes del trompo; otro, de las cometas; otro, de la villarda, marro, rescate, justicias y ladrones. Solíamos jugar en la plaza de Amboage, como más próxima a nuestra residencia, y en el paseo de Herrera, enfrente de la casa de mis abuelos y primos. Cuando disponíamos de más tiempo, íbamos a la Alameda de Suanzes, algo más alejada. En los días festivos, realizábamos excursiones a los alrededores, a los pueblos de la Ría. Con mucha frecuencia, subíamos a Chamorro, situado al oeste de la plaza sobre la ladera de Pico Douro, donde existe una ermita en que se rinde culto a la Virgen de Chamorro, de gran devoción popular y a la que se asciende por una senda de montañas, que algunas personas suben de rodillas, para ofrecer sus votos a la Virgen. Entre sus devotas, figuraba mi progenitora, quien la ofrecía algo, siempre que sus hijos estaban en peligro. ¡Cuántas veces, a mi vuelta de África he ido acompañándola, en cumplimiento de sus promesas! y aun hoy, en mis visitas a Ferrol, no dejo de ir a orar unos momentos ante la Virgen, que sin duda debe de haber contribuido tanto a lo que suelen llamar mi buena estrella.
El ambiente de la ciudad era profundamente naval, pues no en vano pertenecían a la Marina la mayor parte de las actividades de sus habitantes.
La vida, hecha al empaque de una sociedad jerarquizada, era modesta y sencilla, aunque a espaldas de estas apariencias se registraban irritantes desigualdades sociales. Recuerdo lo que impresionó mi sensibilidad infantil el bajísimo nivel de vida de las aguadoras que suministraban el agua a las casas. Después de hacer grandes colas en las fuentes públicas, a la intemperie, percibían quince céntimos por tras*portar y subir a los pisos, sobre la cabeza, las sellas (herradas) de veinticinco litros de agua. O aquel otro caso de mujeres que, en el puerto, descargaban, por una peseta de jornal al día, el carbón de los barcos.
Un suceso de gran trascendencia había contribuido grandemente al ambiente que desarrolló mi infancia: la pérdida de las Colonias, cuya resaca acompañó aquellos años de mi vida. El recuerdo de Cuba y Filipinas estaba presente en las conversaciones familiares.
El nivel de la enseñanza en El Ferrol, en estos años, era en general, bajo. No existían colegios religiosos masculinos y cuanto más tiempo pasaba, se acusaba más la diferencia y el atraso de no seguir el paso del resto de la población. Faltando escuelas, los profesores se limitaban a tomar la lección de memoria, por el libro, sin explicaciones ni aclaraciones. No había instituto de segunda enseñanza, y para los exámenes había que trasladarse a La Coruña. En cuanto a la preparación para la Marina, estaba mucho mejor servida, pues existían varias academias, con limitado número de alumnos, dirigidas por marinos o militares, que llegaban a alcanzar gran fama, por sus éxitos en las oposiciones. Entre ellas, la regida por un capitán de corbeta, don Saturnino Suanzes, fue la por mí elegida para ser su alumno. El estar enclavada en El Ferrol a bordo de la fragata Asturias, fomentaba el interés de los opositores por estos colegios que recibían alumnos del resto de España. En este estado de mis estudios, en la primavera de 1907, cuando se esperaba el anuncio de la convocatoria, un suceso inesperado vino a arrojar un jarro de agua fría sobre mis ilusiones: no había convocatoria. Se cerraba la Escuela Naval. Resolución que nadie acertaba a comprender que esto se hiciese precisamente en los momentos en que la Nación se enfrentaba con la construcción de la nueva escuadra, que había de hacer necesario, a corto plazo, un mayor número de oficiales. y este hecho pasó a ser decisivo para mi porvenir. Desbordó los proyectos que habíamos concebido. La mayoría de mis compañeros se había decidido por la carrera militar, en que la preparación era muy semejante y menos exigente. Así regresé aquel día a casa, del colegio, con el propósito de convencer a mis padres para seguir el mismo camino.
Se me contestó con su resistencia, por mi corta edad, pues no era lo mismo ingresar en una escuela, existente en la misma ciudad donde vivían mis padres, entre chicos de edades inferiores a los 17 años, que tener que marchar a otra capital, alejada, entre alumnos de mucha más edad. Por fin, conseguí convencer a mi padre, no tanto a mi progenitora, pero con la condición de que fuera a una academia con régimen de internado, lo que decidió mi presentación en la Academia de Infantería de Toledo. Esto representó mi próxima salida al interior de España...
El segundo fragmento recoge el ingreso y parte de su estancia en la Academia.
El viaje a Toledo, para los exámenes, iba a contribuir a formarme una primera y ligera visión de España. Todo se presentaba para mí como una novedad. Mas al no existir los medios de información de hoy, ni los modernos de relación y tras*porte, se vivía cercado por el ambiente local.
Para emprender el viaje había que tomar el tren en La Coruña o en la estación de Betanzos. Resultaba más cómodo y ,t práctico el viaje de dos horas, por mar, a La Coruña, que el tener que utilizar la diligencia, durante más de siete, ya que el ramal del ferrocarril en construcción, entre Ferrol y Betanzos, seguía el ritmo de las obras públicas del Estado, en aquella época, que no se sabía cuándo iban a acabar, pese, en este caso, al interés de la Marina en su terminación.
De esta forma, recibí la citación que se me hacía, para mi presentación en los exámenes de Toledo, un día caluroso de julio. Acompañado por mi padre, emprendimos el viaje hacia Madrid. Deliciosa fue la primera parte del viaje en el recorrido por Galicia, pese a las incomodidades que el trayecto entrañaba por su difícil trazado y deficiente estado de la vía. Una mejora importante había tenido recientemente el viaje: la incorporación al pasaje de primera de algunos vagones de corredor, en los que podía el viajero levantarse y moverse durante el re- corrido. La parte más molesta del trayecto era el paso entre Lugo y León, por los numerosos túneles, con sus humos asfixiantes y el abrir y cerrar ventanas, para aliviar la situación. Pronto disminuyó la vegetación y empezaron a presentarse los montes pelados, sólo alterados por la zona de viñas del valle del Bierzo. Este contraste entre Castilla y Galicia viene a mis ojos a justificar la admiración expresada por los visitantes de Galicia y la ponderación del paisaje que a los chicos tanto nos sorprendía.
He de confesar que este primer viaje con mi padre, rígido y adusto, no resultara divertido, pues le faltaba la confianza y la solicitud que le hicieran cordial. ¡Qué diferencia con los futuros viajes con los compañeros! Entrado en la dilatada llanura de Castilla, el tren parece precipitarse, con propósito, sin duda, de ganarse el retraso acumulado en la parte montañosa del recorrido. Bajo este traqueteo del tren, necesitábamos pasar la noche, para amanecer en el cruce de la Sierra. Allí quedaba Ávila, recoleta tras sus viejas murallas. y más abajo, El guanol, desde donde Felipe II gobernaba el mundo. Y, en seguida, el llano Madrid, con sus modestos pueblos y diminutas colonias veraniegas. Y, tras una dilatada parada, para conceder la entrada, la llegada a la estación del Norte, donde esperaba la algarabía de los mozos de cuerda y la salida a la espera de los coches de punto y los ómnibus de los hoteles. Ya estamos en el Madrid feliz de los quinientos mil habitantes.
El paso por Madrid no pudo ser más rápido. Unas horas para asearse, visitar a unos parientes y recoger una carta de recomendación, para volver, a la tarde, a tomar el tren para Toledo. Así, salvo el paso a través de las avenidas y calles principales, quedaba para mí inestimable, la capital de España.
Esto de la carta de recomendación era cosa que yo no alcanzaba a entender. Me parecía un vicio que arrastraba la sociedad, que no podría tener influencia en el ingreso en un establecimiento militar y que podría alcanzar efectos contrarios a los pretendidos. Así se lo expresé a mi padre, que acabó por comprenderlo.
Por otra parte, las cartas en sí carecían de valor. ¡Quién iba a decirme entonces que, veintiún años después, me iba a corresponder, como director de la Academia General Militar, el corregir estos abusos!...
Mediada la tarde, en un viaje en tren, de dos horas, salimos para Toledo. Próximos a la llegada, al cruzar la Vega, se nos presentó la vista magnífica de la ciudad, coronada sobre la cumbre por su Alcázar y más abajo, la Catedral y los principales monumentos, asomándose sobre las casas de la vieja urbe. Frente a la estación, nos esperaban las típicas galeras, tiradas por seis caballos que, cruzando el Tajo por el viejo puente de Alcántara, iban a enfrentarse con la dura faena de remontar la cuesta del Miradero, que da acceso a la típica plaza de Zocodover, mentidero y centro comercial de la población, y en donde se dislocaba el tráfico, para tomar por el laberinto de las estrechas y sombreadas callejuelas, que imprimieron su carácter a esta antigua población dormida en el tiempo.
Allí nos esperaba el que había de ser mi apoderado durante mi futura estancia en la Academia, quien nos pilotó hasta la calle del Horno de Bizcochos, en la que estaba el alojamiento que nos había buscado para nuestra estancia en la ciudad. El día siguiente había sido señalado para mi presentación en el Alcázar. La impresión que me produjo la entrada, la grandeza de su patio de Armas, presidida por la estatua de Carlos V, con aquella leyenda en su base: «Quedaré muerto en África o entraré vencedor en Túnez», fue inenarrable. La emoción que me producían esos lugares gloriosos, con sus piedras seculares, embargaba mi ánimo y desbordaba mis ilusiones. Lo que sí puedo decir es que aquí, en la cuna de la Infantería española y ante la evocación de sus glorias, se desvanecían mis antiguos sueños marineros y descubría que iba a hacer algo importante en mi vida, al tener el honor de vivir bajo esos techos.
Mis exámenes discurrieron perfectamente. Primero, asistí como espectador, a los exámenes de uno de los tribunales, considerado como el más duro, mal llamado en la ciudad «el tribunal de la sangre», por los muchos suspensos que decían repartía. Y nada de dureza aprecié en él. Así que cuando me correspondió actuar ante el mismo, estuve completamente tranquilo, pasándolo con mucha facilidad. De este modo, a los nueve días de mi estancia en Toledo, superadas ampliamente las pruebas por las notas conseguidas, podía ya considerarme cadete. Libre ya de la preocupación de los exámenes, mi actividad se concretó a cuanto se relacionara con mi vida como cadete. La visita detallada a la Academia y a sus servicios, el encargo del uniforme, las pruebas de los sastres, etc., pasando a segundo lugar la visita a la ciudad, que se concentró en la Catedral, con sus tesoros artísticos. Tiempo iba a tener, los próximos años, para disfrutar con la contemplación de otros lugares artísticos o históricos, que entonces iban tornando importancia. Así, atendiendo a lo más urgente, decidió mi padre el regreso al Ferrol, donde debía esperar mi nombramiento oficial de cadete...
Este verano de 1907 continuó para mí lleno de satisfacciones. La llegada de la comunicación oficial de mi designación corno cadete. La de vestir, por primera vez, el uniforme, con mi guerrera y pantalón rojo de la Infantería y mi correspondiente espadín o sable. ¡Qué mayor ilusión para un muchacho de catorce años!
El primer acto de mi vida oficial fue mi presentación a la autoridad militar, en la persona del general gobernador de la Plaza.
Por otra parte, el cuidado del uso del uniforme, del buen porte militar, de la perfección en el saludo a los superiores y el cambio natural de impresiones con los otros nuevos cadetes, ingresados, ocupaba todo mi tiempo.
Pronto pude apercibirme que el paseo en uniforme por la ciudad, no resultaba fácil ni cómodo, sobre todo, el recorrido por la calle principal, frente al Casino, donde se acumulaban los primeros grupos de jefes y oficiales, que sometían a su juicio crítico la pretendida marcialidad de los cadetes.
El verano resultó cortísimo, ya que en los últimos días de agosto tenía que realizar mi presentación en Toledo, para llevar a cabo mi filiación como cadete. Ésta tuvo lugar en un Alcázar, todavía en vacaciones, casi vacío, ante el personal administrativo, que me designó a la tercera Compañía, que ocupaba en la segunda planta del Alcázar, los frentes y la explanada de gimnasia y el de la población, asignándome el número de filiación 4.595, que había de acompañarme en toda mi vida como cadete, y con el que debía marcar toda mi ropa y enseres. En este destino a la tercera Compañía, parece que no me acompañó la suerte. Pues, según la opinión de los que se tenían por más enterados, se debía a la circunstancia de prestar servicio en ella dos de los tenientes de peor fama, que, lejos de hacerse querer y respetar, decían que ponían en peligro la interior satisfacción de la Compañía.
La principal ocupación que en estos días nos embargó, fue marcar con el número nuestras ropas y ensayar su colocación en la papelera-pupitre, con arreglo a un diseño reglamentario que se nos entregó, lo cual constituía un verdadero problema, por lo limitado del espacio, que requería gran habilidad, para ponerlo en estado de revista que pronto habríamos de sufrir.
De esta semisoledad en que nos encontramos, pasamos a la llegada, en las últimas horas del último día de agosto, del resto de los cadetes. Las salas se convertían en hervideros humanos, ante los que los novatos nos sentíamos cohibidos, por los gritos y acciones que nos dirigían los antiguos. Comenzaba el duro calvario de las novatadas. Triste acogida que se ofrecía a quienes veníamos llenos de ilusión a incorporarnos a la gran familia militar. La mala impresión que me produjo este abuso y contrasentido de las novatadas, se conservó durante toda mi vida, cuando hubiera sido tan fácil, asignar a cada nuevo alumno, un padrino entre los antiguos, que se ocupase de tutelarlos, guiarlos y protegerlos siendo responsables de cuanto les sucediera, facilitándoles y haciéndoles cordial su ingreso en el Ejército, como se estableció, pasados los años, en la Academia General Militar de Zaragoza.
Dura fue esta primera noche, que bien pudiéramos llamar toledana, si a los gritos de las novatadas, unimos el ruido y trajín de los cadetes que regresaban en el último tren, lo cual duró hasta bien entrada la noche. Y, cuando, al fin, pudimos conciliar el sueño, sonó el toque de diana y, de nuevo, las conminaciones que nos dirigían los antiguos, nos arrojaron de la cama.
No habían hecho más que comenzar nuestras dificultades pues, cuando nos dirigíamos al cuarto de aseo para lavarnos, nos vimos forzados a hacer cola, al ser el número de lavabos la tercera parte de alumnos y pasar, por delante de los novatos, los de las promociones anteriores. Así que tuvimos que conformarnos con un aseo harto precario que, para lo sucesivo, resolvimos con levantarnos media hora antes del toque de diana.
Al toque de fagina, la llamada para el desayuno, asistimos en formación al comedor, que estaba situado en la parte más baja del Alcázar, a donde nos dirigíamos en riguroso silencio, bajo el mando de los oficiales de servicio, sujetos, por lo tanto, a su disciplina y sanciones. En el comedor permanecíamos en silencio hasta estar reunidas todas las Compañías, momento en que el jefe de servicio mandaba el Punto, para sentarse y poder hablar.
En las mesas nos esperaban las tradicionales migas, famosas en el Ejército, que tanto se prodigaban en los campos de Castilla, que daban una gran base alimenticia al desayuno, que empezaba a consumirse con timidez, pero que pronto se comían en forma considerable.
Un hecho que nos sorprendió desde el primer día, fue el conocer de cerca la situación de privilegio de que gozaban los cadetes externos. Vivían con sus familias e iban a la Academia a las clases y prácticas. En el argot militar se les conocía con el nombre de «medías»; recibían así un trato preferente, al estar libres de las sanciones que a los internos se les prodigaban por pequeñas faltas o infracciones.
En esta mañana del primer día del curso académico, reunidos en el patio del Alcázar, fuimos distribuidos por clases. y fuimos a formar frente a las puertas de, las aulas, donde, a las órdenes del más antiguo, esperábamos la presencia del profesor este, después de pasar lista y firmar la primera hoja de nuestros libros, nos señaló la lección para el día siguiente. y de este modo fui conociendo, al correr de la mañana, a los tres instructores que íbamos a tener durante el curso.
No es necesario encarecer el cambio sufrido por el alumno en esos primeros días. Pasar de la sosegada vida de familia a tener que realizar todo a toque de corneta, agravado por las novatadas, aumentaba las dificultades de esta difícil etapa.
La amplitud de nuestra promoción, que alcanzó la cifra de trescientos cincuenta cadetes, hacía difícil el conocernos y concertarnos, aun dentro de la misma Compañía. Había mucha diferencia de edades, que iba desde unos cuarenta muchachos que teníamos entre 14 y 15 años, pasando por un centenar y medio de 16 a 18, otro centenar de 18 a 20 y unos cuarenta de más de 20.
Este desconocimiento entre nosotros hizo que tardásemos en darnos cuenta de la fuerza con que contábamos que, al conjurarnos para hacer la ofensiva, hizo que al trascender nuestra decisión, se terminasen las novatadas.
Esta diferencia tan grande de edades, hacía que se formase en las Compañías un residuo de perdigones resentidos que acababan por imprimir su pesimismo en el ambiente general de la Compañía. Es lamentable que una minoría indeseable, siguiendo viejas tradiciones, pudiera afectar de manera tan grande al espíritu de una Corporación, ante los llamados a evitarlo.
La instrucción militar comenzó desde el primer día, utilizando como instructores a los alumnos del tercer año, y tuvo lugar en los patios y explanadas de la Academia, hasta constituirse las Compañías tácticas y el batallón de alumnos. Con éste salíamos al campo de tiro de la Vega o a los montes de San Servando, para lo que necesitábamos atravesar la población con la consabida pérdida de tiempo.
Una contrariedad nos esperaba al recibir el armamento, en el que, por primera vez, nos asignaron a los más jóvenes, fusiles a los que se les había cortado unos quince centímetros de longitud del cañón. No sabemos a quién se le había ocurrido tan malhadada idea, aunque los alumnos lo achacaron a varios profesores que tenían hijos alumnos en edades inferiores. El hecho fue que los recibimos mal y no lo cumplimos, pues nos las arreglábamos para coger los fusiles ordinarios disponibles de los compañeros enfermos, aunque exponiéndonos al peligro de ser arrestados si nos cogían. También aquí molestaban los hijos de papá.
El profesorado estaba formado por los comandantes y capitanes del Arma de Infantería, puestos distinguidos a los que se llegaba por designación ministerial, aunque luego, encastillados en una mal entendida libertad de cátedra, pudieran olvidarse de su misión primordial: la formación total del alumno que, ante la inhibición de aquellos, quedaba entregado al arbitrio de los tenientes ayudantes de profesores, poco estimados por los cadetes y que eran los que mantenían el contacto directo con los alumnos.
Es cierto que las Compañías tenían orgánicamente asignado un comandante, pero inoperante, pues no mantenía la menor relación con sus cadetes, a los que veía únicamente una o dos veces por año, con motivo de la Revista General de Ropa y Armas. Faltaba la relación directa del mando, que preconizan nuestras Reales Ordenanzas, privándose al alumno, en sus problemas, del autorizado consejo de su capitán.
Las materias de estudio estaban distribuidas en tres agrupaciones. La primera clase, que abarcaba los estudios militares, tácticos, logísticos e históricos. La segunda, que comprendía las ciencias aplicadas. y la tercera, menos apreciada, con respecto a las otras dos, que registraba las armas portátiles, la educación jovenlandesal del soldado, las leyes penales militares, de las que quedaban encargados los tenientes ayudantes de profesor.
Aunque hemos de reconocer la importancia relevante que para la formación total militar tienen en rango las primeras y segundas clases, estimo que no puede menoscabarse lo que desde la salida de la Academia va a constituir, para el oficial, base de la función de cada día.
En este orden, constituyo un testigo de excepción, por haberme correspondido, en la clase tercera, como profesor, un teniente, con el título de abogado, que nos enseñó, de forma tan clara las leyes constitucionales, los fundamentos de la jurisdicción militar y las leyes penales militares, familiarizarnos con el manejo de los códigos y practicando la materia y sus enseñanzas, que me sirvieron de mucho en mi vida militar y que agradecí frecuentemente al correr de mi vida.
No había tras*currido mes y medio de nuestra incorporación a la Academia, cuando iba a tener lugar un acontecimiento de gran trascendencia y para el que se nos venía preparando: la Jura de la Bandera, que consagraba con juramento perpetuo la entrega total y voluntaria de nuestra vida a la Patria. Ésta tuvo lugar el 13 de abril de 1907, en uno de esos días luminosos de Castilla. El marco para la ceremonia no podía ser más grandioso: el patio de armas del palacio de Carlos V, ocupado por el batallón de alumnos en perfecta formación, y en las amplias galerías, las familias de los cadetes. En este escenario se desarrolló el acto. A las notas vibrantes del cornetín, sucedió la aparición de la bandera, acogida por el himno nacional. A su presencia, una corriente de emoción invadió al conjunto. Terminado el himno, se elevó la voz templada del oficial, que tomaba el juramento con las frases entonces en vigor: «¿Juráis a Dios y prometéis al Rey servir constantemente sus banderas, defenderlas hasta perder la última gota de vuestra sangre y no abandonar a los que os están j mandando en acción de guerra o preparación para ella?» Y, al contestar: «Sí, juramos», se quebraron muchas voces en las gargantas, conscientes de lo que juraban. De cómo lo cumplieron, responde ya la Historia, con sus innumerables héroes y mártires de esa promoción caídos por España.
Nuestras relaciones con la población eran, en general, frías. Se limitaban a dos horas y media de paseo los sábados, para efectuar nuestras pequeñas compras, y desde las doce del domingo, hasta las ocho de la tarde. Teníamos la sensación de constituir para la capital una mera operación mercantil, a la vez que para los cadetes, que contemplaban desde el Alcázar la ciudad acostada a sus pies, se les presentaba Toledo como una población atrasada, dormida en. el siglo XVI, cuya grandeza se desconocía sin que nadie: promoviese conferencias o actos de visita a sus monumentos y lugares importantes. ¡Cuánta ocasión perdida! Cuando hubiera sido tan fácil, para compenetrar las Armas y las Letras, como soñó Cervantes.
La enseñanza, en general, era rutinaria. Se seguía el sistema memorista, tan cómodo para el profesor adocenado, pero en pugna con mi anterior preparación para la Marina, en que se buscaba la razón y el porqué de las cosas, por medio de preguntas y de pegas. He de confesar que me costó mucho adaptarme. Por lo demás, fui un estudiante corriente, con afán de saber y no de pasar. Estudiaba todos los días mis lecciones como si me fueran a sacar en clase. Y, una vez que intenté aprovechar el conocimiento previo de que iba a ser interrogado, no salí muy bien parado. Relataré esta anécdota por la importancia que estas cosas tuvieron en la formación de mi carácter.
Discurría el estudio sobre fortificación, en mi segunda clase. El profesor era hombre bueno y fácil de contentar. Nos solía interrogar por riguroso turno y yo había quedado, en orden de actuación, para el siguiente día. El hecho de existir dos días festivos intermedios me ofrecía tiempo para prepararme. La lección que correspondía estaba dedicada a los trazados en las fortificaciones. Materia ardua a la que el libro de texto dedicaba corto espacio, en forma muy oscura e imprecisa. Se me presentaba ocasión de lucimiento si conseguía aclarar conceptos, consultando otros autores sobre la materia. Y así lo. pretendí, dirigiéndome a la biblioteca para realizar las consultas convenientes, en lo que me ayudó el capitán bibliotecario, que se interesó por lo que buscaba, lo que me facilitó encontrar la bibliografía y fijar ideas sobre la materia, de lo que tomé las oportunas notas. Así, fortalecido en mis ideas, salí a la pizarra el día esperado para mi intervención.
Empecé mi exposición recordando los distintos factores que condicionan la decisión sobre una fortificación y la depreciación progresiva que la fortificación sufre con el paso del tiempo, por los continuos progresos de las armas y el aumento de potencia de los medios de combate, que hacen que las fortificaciones sean antiguas en pocos años. El profesor, que hasta entonces parecía escucharme paciente, cuando comenté el análisis de los sistemas en auge, al referirme a sus trazados cambió de gesto y, como malhumorado, me interrumpió diciéndome que no estábamos en el Ateneo, que no me sabía el libro, y que me ponía un mediano.
Mi fracaso no podía ser más rotundo, sin que ni el afecto que entonces me brindaron mis compañeros lograra atenuar.
Esta anécdota había de tener su conclusión veinte años después. Cuando de coronel de la Legión, tras el desembarco de Alhucemas, me correspondió fortificar el amplio sector cubierto por la Legión, en lo que puse toda mi atención y cuidado, con tal suerte o acierto, que llamó ampliamente la atención por su originalidad y eficacia, siendo compartido este juicio por el general en jefe don Miguel Primo de Rivera, que lo visitó. Tanto le impresionó que, de regreso a Ceuta, ante los jefes de cuerpo, reunidos en la Comandancia General, hizo grandes elogios de la fortificación que acababa de conocer y, al reiterarme su felicitación, me preguntó dónde había aprendido tanto. Daba la casualidad de que, entre los jefes de cuerpo reunidos, se encontraba mi antiguo profesor de fortificación en la Academia, que le presenté al general y que le felicitó por haber conseguido tan destacado discípulo, lo que él escuchó confundido, sin más comentario.
Este tema de fortificación había de ser materia a la que dediqué preferente atención toda mi vida.
Pese a los defectos que en la enseñanza y formación del alumno se registraban, la materia prima era tan buena y los afanes de servicio y superación tan grandes, que los resultados de su formación militar pueden estimarse como buenos.
Por otra parte, ¡puede tanto el ejemplo! No en vano, el pecho de los militares es espejo en el que sus inferiores se miran y entre las cruces y medallas que lo decoran, las de guerra despiertan la mayor admiración y respeto.
Entre otros muchos recuerdos, el que verdaderamente concentra nuestra atención, es el caso de un comandante, condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando, por su conducta heroica. Había luchado al arma blanca con el enemigo y conservaba, en su cabeza, las gloriosas cicatrices de los machetazos recibidos. Ello solo nos enseñaba más que todas las otras disciplinas. De aquí la gran importancia que tiene la elección del profesorado en estos centros, que han de ser representación viva de las virtudes castrenses. No podemos menos de recordar lo estimulante que resulta la visita a la Academia, de los militares destacados por sus grandes méritos y la impresión que produce en los cadetes el conocer de cerca a los militares gloriosos, formados en sus mismas aulas.
Conforme pasaba el tiempo, poco estimulado por el resultado de mis estudios, me iba maliciando, utilizando la libertad de que disponía para concertarme con un compañero y cambiar su clase de equitación por la mía de gimnasia, duplicando, de este modo, mi clase de equitación y sirviendo a mi afición a los caballos, que había de conservar toda mi vida. O, lo que era peor, distraer mi tiempo en tareas más atractivas, con la lectura de novelas o algún amorío prematuro, que distraía mi atención preferente del estudio.
Los cursos se desarrollaban con toda normalidad, sólo alterada por el toque de general a que, a iniciativa del coronel, ponía a la Academia en estado de alarma, interrumpiéndose, a sus ecos, todos los actos y yendo los alumnos, a paso ligero, a formar en el menor tiempo posible al batallón de alumnos, dispuestos a emprender la marcha, lo que era, para todos nosotros, causa de general alborozo, para libramos ese día de la monotonía de las clases.
Las marchas tenían puesto de honor en los entrenamientos y todos los años se realizaba un recorrido por los pueblos de la provincia, en los que éramos alojados en los modestos hogares de los campesinos, donde empezamos a conocer de cerca las grandes virtudes e hidalguía de ese pueblo español, digno de la mejor suerte.
El campamento de los Alijares, en las cercanías de Toledo, era lugar reservado para realizar las prácticas y servicios de campaña durante diez o quince días del comienzo del verano.
Fue en el primer campamento en donde tuvimos el honor de ser atacados por dos Compañías del Regimiento de León que, procedentes de Madrid, a las órdenes de Su Majestad el Rey, intentaron durante la noche sorprender al campamento, lo que constituyó para nuestra promoción una honrosa efemérides.
Durante el segundo curso, un acontecimiento importante vino a imprimir carácter a la vida española: la agresión sufrida por las fuerzas de la plaza de Melilla, que provocó la campaña pacificadora de aquel territorio. Lo cual produjo gran confusión en la vida de la nación, con su repercusión directa en las Academias militares, que hubieron de reforzar su preparación y entrenamiento.
Nuestra Academia despertó a una nueva ilusión: la de sentir próximo el día en que pudiéramos figurar entre las fuerzas combatientes. Esto hizo que se hablase de intensificar y acortar los cursos y que viviéramos pendientes de las noticias de la campaña. Hasta una tarde, que llegó la noticia de la ocupación del Gurugú por las tropas españolas, lo que desbordó el entusiasmo, lanzándose la Academia a la calle detrás de la música, seguidos por el pueblo, en sincera y popular manifestación.
Esta gran victoria, tranquilizando las aguas, puso un compás de espera a las actividades bélicas.
Las inquietudes políticas, que a los sucesos de Melilla se sucedieron en la nación, no tuvieron la menor repercusión en la vida de la Academia, que siguió su marcha normal. Los alumnos, entregados a sus estudios y prácticas, ajenos a las noticias de cada día, como menores de edad, a los que los sucesos llegaban amortiguados por el paso del tiempo. Eran los profesores los que nos informaban de los acontecimientos importantes. Así, tuvimos conocimiento de la subversión, en Barcelona, con su semana sangrienta y de los motines provocados en el embarque de tropas para Melilla y en alguna otra capital. Y de cómo, cumpliendo la ley de orden público, la autoridad militar restableció el orden.
Esto nos recordaba la ingrata tarea a que está llamado el Ejército, en casos de excepción, para garantizar el orden, defender la Constitución y el imperio de las Leyes.
Lo que no acertábamos a comprender era el que pudiera mantenerse una ley de reclutamiento tan vetusta, que conservase en su texto la reducción a metálico del servicio militar mediante el pago de una cuota, del que hacían uso las clases más poderosas y dotadas. Argumento este con el que, al parecer, se pretendía encubrir los intentos de subversión. De esta circunstancia nos dábamos más cuenta los naturales de El Ferrol, que nos librábamos del servicio militar, porque un ferrolano ilustre había dejado una importante parte de su fortuna para redimir, con sus rentas, del servicio militar a los hijos de Ferrol y su comarca.
Con esta nueva edición y preocupación de futuro, llegó el esperado mes de julio, en el que terminamos el tercer curso y, en brillante fiesta militar, se nos hizo entrega a la XIV Promoción de Infantería, de los Reales Despachos de Oficial...