"La Decadencia de Occidente" - Oswald Spengler

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FORMA Y REALIDAD.
Volumen 1.
Traducido del alemán por
Manuel G. Morente

Prólogo de José Ortega y Gasset.

En los últimos años se oye por dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada y
concluida. Filisteos de todas las lenguas y todas las observancias se inclinan ficticiamente
compungidos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido. La
guerra mundial, que no ha sido tan mundial como se dice, parece ser el síntoma y, al par, la
causa de la defunción.

La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede destruir la cultura. Lo mas a que
puede aspirar el bélico suceso es a suprimir las personas que la crean o tras*miten. Pero la
cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sospecha de qué otro
modo pueda sucumbir una cultura que no sea por propia detención, dejando de producir
nuevos pensamientos y nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea
de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural.


Y, en efecto, lejos de existir éste, acontece que, al menos la ciencia, experimenta en
nuestros días un incomparable crecimiento de vitalidad. Desde 1900, coincidiendo
peregrinamente con la fecha inicial del nuevo siglo, comienzan a elevarse sobre el horizonte
intelectual pensamientos de nueva trayectoria. Esporádicamente, sin percibir su radical
parentesco, aparecen en unas y otras ciencias teorías que se caracterizan por disentir de las
dominantes en el siglo XIX y lograr su superación. Nadie hasta ahora se había fijado en que
todas esas ideas que se hallan en su hora de oriente, a pesar de referirse a los asuntos mas
disparejos, poseen una fisonomía común, una rara y sugestiva unidad de estilo.
Desde hace tiempo sostengo en mis escritos que existe ya un organismo de ideas peculiares
a este siglo XX que ahora pasa por nosotros. La ideología del siglo XIX, vista desde ese
organismo, parece una pobre cosa tosca, maniática, imprecisa, inelegante y sin remedio
periclitada.
Esto, que era en mis escritos poco mas que una privada afirmación, podrá recibir ahora una
prueba brillante con la Biblioteca de Ideas del siglo XX.
En ella reúno las obras más características del tiempo nuevo, donde principian su vida
pensamientos antes no pensados. Desde la matemática a la estética y la historia, procurará
esta colección mostrar el nuevo espíritu labrando su miel futura sobre toda la flora
intelectual. Claro es que tratándose de una ideología en plena mocedad no podrá pedirse
que existan ya tratados clásicos donde aparezca con una perfección sistemática. Es más,
algunos de estos libros contienen, junto a las ideas de nuevo perfil, residuos de la antigua
manera, y como las naves al ganar la ribera, mientras hincan ya la proa en la arena aun se
hunde su timón en la marina.

* * *
El libro de Oswald Spengler, la Decadencia de Occidente, es, sin disputa, la peripecia
intelectual más estruendosa de los últimos años. El primer tomo se publicó en julio de 1918:
en abril de 1922 se habían vendido en Alemania 53.000 ejemplares, y en la misma fecha se
imprimían 50.000 del segundo tomo. No hay duda de que influyeron en tal fortuna la ocasión
y el título.

Alemania derrotada sentía una tras*itoria depresión que el título del libro venía a acariciar,
dándole una especie de consagración ideológica.
Sin embargo, conforme el tiempo avanzaba se ha ido viendo que la obra de Spengler no
necesitaba apoyarse en la anecdótica coincidencia con un estado fugaz de la opinión pública
alemana.
Es un libro que nace de profundas necesidades intelectuales y formula pensamientos que
latían en el seno de nuestra época.

Hasta tal punto es asi, que una de las graves faltas del estilo de Spengler es presentar
como exclusivas y propias suyas ideas que, con más o menos mesura, habían sido
expresadas antes por otros. Puede decirse que casi todos los temas fundamentales de
Spengler le son ajenos, si bien es preciso reconocer que ha adquirido sobre ellos el derecho
de cuño.

Spengler es un poderoso acuñador de ideas, y quienquiera penetre en las tupidas
páginas de este libro se sentirá sacudido una y otra vez por el eléctrico dramatismo de que
las ideas se cargan cuando son fuertemente pensadas.

¿Qué es la obra de Spengler? Ante todo una filosofía de la historia. Los que siguen la
publicación de esta biblioteca habrán podido advertir que la física de Einstein y la biología
de Uxküll coinciden, por lo pronto, en un rasgo que ahora reaparece en Spengler y más
tarde veremos en la nueva estética, en la ética, en la pura matemática.

Este rasgo, común a todas las reorganizaciones científicas del siglo XX, consiste en la autonomía
de cada disciplina. Einstein quiere hacer una física que no sea matemática abstracta, sino propia y
puramente física. Uxküll y Driesch bogan hacia una biología que sea sólo biología y no física
aplicada a los organismos. Pues bien; desde hace tiempo se aspira a una interpretación
histórica de la historia. Durante el siglo XIX se seguía una propensión inversa: parecía
obligatorio deducir lo histórico de lo que no es histórico.

Así, Hegel describe el desarrollo de los sucesos humanos como resultado automático
de la dialéctica abstracta de los conceptos;Buckle, Taine, Ratzel, derivan la historia de la geografía;
Chamberlain, de la antropología; Marx, de la economía. Todos estos ensayos suponen que no hay
una realidad última y propiamente histórica.

Por otra parte, los historiadores de profesión, desentendiéndose de aquellas teorías, se
limitan a coleccionar los «hechos» históricos. Nos refieren, por ejemplo, el asesinato de
César. Pero ¿«hechos» como éste son la realidad histórica? La narración de ese asesinato
no nos descubre una realidad, sino, por el contrario, presenta un problema a nuestra
comprensión. ¿Qué significa la fin de César? Apenas nos hacemos esta pregunta
caemos en la cuenta de que su fin es sólo un punto vivo dentro de un enorme volumen
de realidad histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su mano, y a la
mano el brazo movido por centros nerviosos donde actúan las ideas de un romano del siglo I
a. de J. Pero el siglo I no es comprensible sin el siglo II, sin toda la existencia romana desde
los tiempos primeros.

De este modo se advierte que el «hecho» de la fin de César sólo
es históricamente real, es decir, sólo es lo que en verdad es, sólo esta completo cuando
aparece como manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo orgánico
amplísimo que es la vida toda del pueblo romano. Los «hechos» son sólo datos, indicios,
síntomas en que aparece la realidad histórica. Esta no es ninguno de ellos, por lo mismo que
es fuente de todos. Más aún: qué «hechos» acontezcan depende, en parte, del azar. Las
heridas de César pudieron no ser mortales. Sin embargo, la significación histórica del
atentado hubiera sido la misma.

Quiero decir que la realidad histórica latente de que el acto de Bruto surgió, como la fruta en
el árbol, permanece idéntica más allá de la zona de los «hechos»—piel de la historia—en
que la casualidad interviene. En este sentido es preciso decir que la realidad histórica no
sólo es fuente de los «hechos» que efectivamente han acontecido, sino también de otros
muchos que con otro coeficiente de azar fueron posibles. ¡De tal modo rebosa la realidad
histórica el área superficial de los «hechos»!

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Forma y realidad.
Introducción

1

En este libro se acomete por vez primera el intento de predecir la historia. Trátase de
vislumbrar el destino de una cultura, la única de la tierra que se halla hoy camino de la
plenitud: la cultura de América y de Europa occidental. Trátase, digo, de perseguirla en
aquellos estadios de su desarrollo que todavía no han tras*currido.
Nadie hasta ahora ha parado mientes en la posibilidad de resolver problema de tan enorme
trascendencia, y si alguna vez fue intentado, no se conocieron bien los medios propios para
tratarlo o se usó de ellos en forma deficiente.

¿Hay una lógica de la historia? ¿Hay más allá de los hechos singulares, que son
contingentes e imprevisibles, una estructura de la humanidad histórica, por decirlo así,
metafísica, que sea en lo esencial independiente de las manifestaciones político-espirituales
tan patentes y de todos conocidas? ¿Una estructura que es, en rigor, la generadora de esa
otra menos profunda? ¿No ocurre que los grandes monumentos de la historia universal se
presentan siempre ante la pupila inteligente con una configuración que permite deducir
ciertas conclusiones? Y si esto es así, ¿cuáles son los límites de tales deducciones? ¿Es
posible descubrir en la vida misma — porque historia humana no es sino el conjunto de
enormes ciclos vitales, cada cual con un yo y una personalidad, que el mismo lenguaje usual
concibe indeliberadamente como individuos de orden superior, activos y pensantes y llama
«la Antigüedad», «la cultura china» o «la Civilización moderna» —, es posible, digo,
descubrir en la vida misma los estadios por que ha de pasar y un orden en ellos que no
admite excepción?

Los conceptos fundamentales de todo lo orgánico: nacimiento, fin, juventud, vejez,
duración de la vida, ¿no tendrán también en esta esfera un sentido riguroso que nadie aún
ha desentrañado?

¿No habrá, en suma, a la base de todo lo histórico, ciertas protoformas biográficas
universales?

La decadencia de Occidente, que, por lo pronto, no es sino un fenómeno limitado en lugar y
tiempo, como lo es su correspondiente la decadencia de la «Antigüedad», resulta, pues, un
tema filosófico que, considerado en todo su peso, implica todos los grandes problemas de la
realidad.
Si queremos saber en qué forma se está verificando la extinción de la cultura occidental,
habrá que averiguar primero qué sea cultura, en que relación se halle la cultura con la
historia visible, con la vida, con el alma, con la naturaleza, con el espíritu; en qué formas se
manifieste, y hasta qué punto sean esas formas — pueblos, idiomas y épocas, batallas e
ideas, Estados y dioses, artes y obras, ciencias, derechos, organizaciones económicas y
concepciones del universo, grandes hombres y grandes acontecimientos — símbolos y, por
lo tanto, cuál deba ser su interpretación legitima.


2

El medio por el cual concebimos las formas muertas es la ley matemática. El medio por el
cual comprendemos las formas vivientes es la analogía. De esta suerte distinguimos en el
mundo polaridad y periodicidad.

Siempre se ha tenido conciencia de que el número de las formas en que se manifiesta la
historia es limitado; de que las edades, las épocas, las situaciones, las personas, se repiten
en forma típica. Al estudiar la aparición de Napoleón, raro es que no se dirija una mirada a
César y otra a Alejandro; la primera de estas miradas es, como veremos, morfológicamente
inadmisible; la segunda es, en cambio, certera. Napoleón mismo advirtió que su posición
tenía ciertas afinidades con la de Carlomagno. La Convención hablaba de Cartago,
refiriéndose a Inglaterra; y los jacobinos se llamaban a si mismos romanos. Se ha
comparado, con muy diferente legitimidad, a Florencia con Atenas, a Buda con Cristo, al
cristianismo primitivo con el socialismo moderno, a los potentados financieros del tiempo de
César con los yanquis. Petrarca, que fue el primer arqueólogo apasionado — arqueología
misma es una expresión del sentimiento de que la historia se repite — pensaba en Cicerón
al pensar en sí mismo; y no hace mucho tiempo, Cecil Rhodes, el organizador del África
inglesa del Sur, el que poseía en su biblioteca las antiguas biografías de los césares,
traducidas expresamente para él, pensaba en el emperador Adriano, al pensar en sí mismo.

La desdicha de Carlos XII de Suecia fue que desde muy joven llevó en el bolsillo la Vida de
Alejandro, por Curcio Rufo, y quiso copiar a este conquistador.

Federico el Grande, en sus escritos políticos — como las Considérations, de 1738 —, se
mueve con seguridad perfecta entre analogías, para formular su concepto de la situación
política del mundo; por ejemplo, cuando compara a los franceses con los macedonios del
tiempo de Filipo y a los alemanes con los griegos. «Ya las Termópilas de Alemania, Alsacia
y Lorena, hállanse en manos de Filipo». Quedaba perfectamente definida de ese modo la
política del cardenal Fleury. En el mismo lugar encontramos la comparación entre la política
de las Casas de Habsburgo y de Borbón y las proscripciones de Antonio y Octaviano.
Pero todo esto no pasa de ser fragmentado y caprichoso. Obedece generalmente a un
momentáneo afán de expresarse en forma poética e ingeniosa, más que a un profundo
sentido de la forma histórica.

Así sucede que los paralelos de Ranke, maestro de la analogía ingeniosa, entre Ciajares y
Enrique I, entre las invasiones de los cimbrios y las de los magiares, son insignificantes en
sentido morfológico; y no vale mucho más tampoco la tan repetida comparación entre las
ciudades-Estados de los griegos y las repúblicas del Renacimiento. En cambio, el paralelo
entre Alcibíades y Napoleón es de una exactitud profunda, aunque fortuita. Ranke, como
otros muchos, ha seguido en esto cierto gusto plutarquiano, es decir, cierto romanticismo
vulgar, que se limita a considerar la semejanza de la escena en el teatro del mundo; pero sin
darle el sentido estricto del matemático, que conoce la íntima afinidad de dos grupos de
ecuaciones diferenciales, en las cuales el lego no ve sino diferencias.

Adviértese fácilmente que, en el fondo, es el capricho y no una idea, no el sentimiento de
una necesidad, el que determina la elección de estos cuadros. Estamos todavía muy lejos de
poseer una técnica de la comparación. Precisamente hoy se producen comparaciones al por
mayor, pero sin plan y sin nexo; y si alguna vez son certeras en un sentido profundo, que
luego fijaremos, débese ello al azar, rara vez al instinto, nunca a un principio. A nadie se le
ha Ocurrido todavía instituir un método en esta cuestión. Nadie ha sospechado siquiera que
hay aquí un manantial, el único de donde puede surgir una gran solución para el problema
de la historia.

Las comparaciones podrían ser la ventura del pensamiento histórico, ya que sirven para
manifestar la estructura orgánica del proceso de la historia.




El texto completo se puede leer en este enlace: https://aprendizaje.mec.edu.py/apre...gler, Oswald - La decadencia de occidente.pdf
 
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