19 años tenía. De aquella hacía poco que salía con una chorbilla y sin dinero, ni sitio, era complicado consumar tan a menudo como nos hubiese gustado.
Cabilando llegué a la conclusión de que la casa del pueblo era la mejor opción para cambiar la rutina de los polvos furtivos por las esquinas de la ciudad. El mayor problema era que aquella casa, situada a unos 1000 metros de altitud sobre el nivel del mar y construida/reformada a principios del siglo XIX, no era un lugar idílico ni estaba en perfecto estado de revista -llevaba desocupada, salvo los veranos, desde mediados de los años 70-. Aún así todo, conseguí convencerla y para allá que nos fuimos un fin de semana a disfrutar del fornicio y la mala vida.
La casa es una de las dos que forman mi pueblo. Un pueblo en medio del monte al que se llega por un camino sin asfaltar, engravillado, con la anchura justa para que pase un coche, de unos 700-800 metros desde el pueblo más cercano.
Las dos casas de mi pueblo en aquella época hacían las funciones de casas vacacionales, si bien el vecino solía ir varias veces por semana para dar de comer al perro (que tenía atado en un soportal de su cuadra), a las gallinas y atender la huerta.
En aquella época, ninguno de los dos tenía coche o moto, con lo que la única forma de llegar era en un autobús que nos dejaba a unos 3 km andando de mi casa. Así que un viernes de invierno, cogimos el último bus -si no recuerdo mal, llegaba a las 9 de la tarde a la parada- y nos dirigimos a mi pueblo.
Era una noche despejada así que la falta de alumbrado público no supuso ningún problema para recorrer el camino desde la parada hasta la casa. La temperatura era extrañamente agradable para la época del año y, salvo el sonido de nuestras pisadas, no se oía nada.
Al ir llegando al pueblo, a unos 100-150 metros, comenzó a extrañarme que el perro del vecino no ladrase. No es que fuésemos haciendo mucho ruido pero simplemente el crujir de la gravilla al ser pisada debería haber sido suficiente para alertar al perro y que comenzase a ladrar (era de ladrido fácil, imagino que por pasarse gran parte del tiempo atado en su cuchitril).
Tengo que remarcar que, según nos acercábamos al pueblo, no teníamos visión completa del pueblo. Para intentar hacer una composición de lugar, imaginaos una ladera de montaña atravesada por un camino de manera que, según se acerca uno al pueblo, a mano izquierda aumenta el desnivel y a la derecha disminuye.
Lo primero que se ve al llegar al pueblo es, a la izquierda la cuadra del vecino, a la derecha, un lavadero (fuente) y al frente mi casa y la del vecino. Todo esto situado de tal manera que todas estas construcciones forman un camino/cruce con forma de cruz invertida siendo el extremo inferior el lavadero y situándose la cuadra del vecino a la izquierda del brazo principal de la cruz y las casas a la derecha de dicho brazo, de modo que según se acerca uno existe un punto ciego entre la cuadra y las casas, que solo se revela cuando se llega a la altura del lavadero. Y ahí, en ese punto ciego, es donde se situaba el cuchitril del perro, (dato importante para lo que viene a continuación).
Cuando estábamos más cerca, a unos 20-30 metros, comenzamos a oír al perro hacer sonidos extraños, como de ahogo. Yo ya estaba un poco intranquilo porque aquel comportamiento del perro no era normal.
El caso es que al llegar a la altura del lavadero y tener a la vista el cuchitril donde estaba atado el perro, nos quedamos helados.
El perro estaba con la cadena totalmente estirada tratando de escapar con el collar cortándole la respiración, y justo enfrente de él, había una señora, de neցro, pelo blanco largo, muy largo (por la cadera aproximadamente), con las manos extendidas a los lados de su cuerpo en dirección al perro con las palmas boca arriba. Y quieta, totalmente quieta mirando en dirección al perro.
Cuando digo que nos quedamos helados, es que literalmente nos quedamos congelados en el sitio. No sé cuánto tiempo pasó, parecieron unos 20-30 segundos, pero me da la impresión que fueron muchos menos. El caso es que hubo como dos fases en la señora. En un primer momento es como si no se hubiese percatado de nuestra presencia y siguiese a lo suyo y en un momento dado, se dió cuenta de nuestra presencia y nos miró.
En mi vida pasé más miedo. La señora, en la posición que tenía cuando la vimos, giró la cabeza hacia nosotros, con el resto del cuerpo totalmente inmóvil. No fue un movimiento anatómicamente antinatural, (yo podría repetirlo sin problemas) pero a la vez si lo era, no sé cómo explicarlo. Cuando sorprendes a alguien y este alguien cuando nota tu presencia te mira, lo normal es que mueva (gire) algo más que la cabeza, aunque sea por inercia. Aquello no. Aquello giró exclusivamente la cabeza. Ni un movimiento de hombros, ni de manos, ni cintura. Nada. Sólo la cabeza.
Se quedó mirandonos por un instante con unos ojos vacíos. Estaba oscuro, pero al perro le veía los globos oculares. A aquello no. Tras un momento, desapareció. Ni rastro.
No se cuanto tiempo nos quedamos allí parados mirando como fulastres a donde estaba aquello. Creo que nos despertó del letargo el perro, que se tumbó en el suelo sollozando mientras cruzaba sus dos patas sobre el hocico cubriéndose los ojos.
Al volver a nuestro ser, le pregunté a ella que si había visto algo. Me dijo que si. Le pedí que me lo contara y me describió con pelos y señales lo mismo que había visto yo.
Sin autobús de vuelta hasta el lunes, tuvimos que pasar allí todo el fin de semana. No fue lo único fuera de lo común que pasó aquel fin de semana, aunque sí lo más impactante