M. Priede
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En nuestro país, sin duda, florece una autocrítica tan desmedida como ridícula, llegándose al caso de que algunos se lamenten de que España no hubiese participado en ninguna de las guerras mundiales del pasado siglo (en su historia imaginaria seguramente que les habría gustado participar a cambio, claro está, de una victoria garantizada desde el principio). Es tal la idiocia que incluso lamentan que no nos hubiésemos sometido a Napoleón para que extendiese la frontera de Francia hasta el Ebro. Además, fue Napoleón -con la inestimable ayuda de las tropas de Wellington- quien devastó España, no la posterior pérdida del imperio, que hacía tiempo que no aportaba gran cosa. Incluso la pérdida de las últimas provincias de ultramar a finales de siglo nos benefició, ya que aportó una repatriación de capitales. ¿Y en las artes y las letras? Infinitamente mejor que el XVIII. El excesivo pesimismo de la generación del 98 produjo sin embargo magníficos escritores, pintores y músicos.
Fue un mal siglo, pero fuera de España no ataban los perros con longaniza, precisamente.
Veamos el caso de Francia, al que hay que sumarle las guerras civiles de los siglos anteriores a consecuencia de la Reforma y que también asolaron el continente, de las cuales nos libramos, y, todo hay que decirlo, gracias a la Inquisición, que se saldó con dos mil muertos. (Coloco algunos punto y aparte porque el autor se niega a usarlos, no sé por qué):
Gracias. El vivo ejemplo de lo que quería decir. Te lo cuelgo en la cabecera del hilo:
Fue un mal siglo, pero fuera de España no ataban los perros con longaniza, precisamente.
Veamos el caso de Francia, al que hay que sumarle las guerras civiles de los siglos anteriores a consecuencia de la Reforma y que también asolaron el continente, de las cuales nos libramos, y, todo hay que decirlo, gracias a la Inquisición, que se saldó con dos mil muertos. (Coloco algunos punto y aparte porque el autor se niega a usarlos, no sé por qué):
Los franceses, por el contrario, con su clásico chauvinismo, glorifican todo su siglo XIX, lo consideran el ápice de su contribución a la historia y a la civilización moderna y presumen de él como si se tratara del verdadero siglo de las luces y, sobre todo de la libertad, sagrada palabra que forma una mítica triada junto a las otras dos emblemáticas de igualdad y fraternidad.
Han exportado durante todo el siglo XX al mundo entero las glorias de su revolución y los fastos parisienses de 1989 fueron una manifestación grandiosa en el segundo centenario de aquellos sucesos, como si hubieran constituido la cumbre de la modernidad y, con la liquidación del Antiguo Régimen, hubiera sido Francia la nación que mostró al mundo el camino de la gloria.
No podemos estar conformes con esta visión parcial y poco objetiva de las cosas. Sin negar en absoluto la contribución que Francia ha hecho al mundo en el terreno de la política, como tampoco en el de las artes, en el del pensamiento y en el de la ciencia, creemos sin embargo que habría mucho que matizar sobre las glorias del siglo XIX francés. Desde la revolución de 1789 hasta el final del Segundo Imperio, con la revolución proudhoniana y libertaria de la Comuna de 1871, lo que abarca un tiempo más o menos igual al que va de la Guerra de la Independencia española, al período de la Restauración alfonsina, son numerosos los disturbios y los traumas políticos que sufrió Francia; sin embargo, la historiografía francesa, con la autocomplacencia y el fervor patriótico que caracteriza todas sus manifestaciones, exalta pomposamente esta época como de gloria y de progreso.
Detengámonos solo un momento a considerar ciertos hechos acaecidoa en el expresado período y veremos que no todo es gloria y esplendor. Desvistamos de vanos oropeles propagandísticos la escueta realidad y veamos como en esta época tienen lugar en nuestro país vecino episodios tan recusables como el asesinato de Luis XVI y de María Antonieta, el de la Princesa de Lamballe, cuya cabeza, clavada en una pica, es da repelúsntemente paseada en son de gloria por las turbas encanalladas a través de las calles de París, ciudad que habría de conocer también los innumerables crímenes de la época del Terror, con una guillotina funcionando en la hoy llamada Plaza de la Concordia en plan de espectáculo público, donde las tristemente famosas calceteras parisienses vitoreaban con cruel júbilo el corte de cabezas aristocráticas, como si con cada asesinato se avanzasen pasos de gigante hacia la libertad y el progreso.
Veamos el doble golpe de estado del General Bonaparte, quien en Egipto dio un espectáculo bochornoso asesinando a miles de prisioneros, que la historiografía francesa justifica considerándolos necesarios. Hagamos balance de las inacabables guerras que Napoleón, con su llegada al poder, desencadenó por toda Europa, en las que murió la flor y nata de la juventud, no solamente francesa, sino también europea. Estas interminables campañas debilitaron a Europa y retrasaron más de cincuenta años, dígase lo que se quiera, su desarrollo con respecto a los Estados Unidos de América. La precaria restauración de Luis XVIII y el golpe de estado, mediante la revolución de 1830, de Luís Felipe, personaje asaz versátil, por sus veleidades revolucionarias, hijo del antiguamente llamado Felipe Igualdad, cuyas connivencias con la Revolución de 1789 abochornan. Ahora, éste príncipe que alcanzará el sobrenombre de rey burgués, se apoya efectivamente en la burguesía contra los movimientos democráticos y obreristas, los cuales acaban por propiciar la caída del mismo con la ya revolución proletaria de 1848 (Maurois, A. 1973:420). El nacimiento de una República a la que decapita el golpe de estado de su propio Presidente, Luís Napoleón, y el desorden catastrófico ya aludido de la revolución roja parisina de 1871. Todos estos acontecimientos, sumariamente expresados, pero que analizados con cierto detenimiento nos ofrecen un sinnúmero de horrores urbanos de barricadas, tiros y asesinatos, podrían llevarnos a decir con Ganivet que Francia no es tampoco un país serio pues tarda aproximadamente lo mismo que España en estabilizarse.
Tampoco el resto de los países de la Europa civilizada pueden presumir de largas épocas de paz fructífera, salvo muy contadas excepciones, como es el caso de Suiza, en la construcción de sus respectivas estructuras políticas, tal como hoy las conocemos. Sería más justo reconocer que todos han pasado por luchas y revoluciones, a veces sangrientas, aunque por haber ocurrido, como en el caso de Inglaterra doscientos años antes, ya las tengamos olvidadas. Sin embargo el papanatismo y el aldeanismo congénito, fruto del enorme complejo de inferioridad que padecemos los españoles, muchas veces –y esta es una de ellas- a causa de las lecciones de nuestros dirigentes de opinión, nos inducen a admirar un tanto bobaliconamente, a Europa en general y a Francia en particular, no entendiendo, o no queriendo entender, que la historia de España no se diferencia gran cosa de la de nuestros vecinos, salvo en la malhadada circunstancia, ya referida, de que la Guerra de la Independencia, sustanciada íntegramente en nuestro territorio, nos empobreció arruinando al país y arrasando sus estructuras productivas y, sobre todo, costándonos nada menos que un millón de muertos, que eran lo más granado de nuestra juventud y la esperanza de nuestro futuro.
En nuestra modesta opinión el siglo XIX español, con todas sus tensiones y sus movimientos sociales y políticos que a veces parecen erráticos, es también un siglo luminoso. Denostarlo y repudiarlo es aceptar una visión miope de los hechos históricos. Estos se producen por la intervención humana, con sus luces y sus sombras, solamente las naturalezas angélicas son capaces de no errar y de producir milagros. La parcialidad y un cierto snobismo -pretendida elegancia espiritual de algunos de los intelectuales aludidos- son los principios culpables del desprecio hacia un siglo del que un autor tan ilustre como el Doctor Marañón ha dicho que la máxima cristalización de lo hispánico es la de los años decimonónicos los cuales considera como el segundo Siglo de Oro español, opinión en la que abunda el maestro Azorín (Oliver Bertrand, R. 1975:12). Otro ilustre español, José Echegaray, ve el siglo XIX con similares apreciaciones, porque el XIX fue todo él informado por el espíritu del individualismo y este individualismo, base de la concepción del estado liberal-democrático, dejó en la Historia de España un siglo verdaderamente prodigioso para todos los órdenes de la vida. Veremos –decía Echegaray- lo que deja el siglo XX, con su socialismo invasor, su intervencionismo que alardea de prudente y un Estado motor y providencia, tutor y niñera. (1917:57, vol. III)
Fernando Álvarez Balbuena, Ideas sobre la política del siglo XIX español, El Catoblepas 179:10, 2017
de derechass analfabetos, que solo entienden la grandeza de un pais segun lo rellenito quefuera su imperio de los huevones y lo lustrosos y cebados que tengan a sus aristocratas de cosa en los cuadros.
En el S.XIX mientras en Francia y el resto de Europa se construia (con las guerras y violencia de los reaccionarios por evitarlo) el mundo moderno, con la invencion y perfeccionamento del vapor, la electricidad, la quimica, la metalurgia, la medicina, el ferrocarril, la aviacion, la radio, la fotografia, el cinematografo, arte, literatura y filosofia contemporaneos, etc... aqui en Hijpanistan aun se hacian procesiones para pedir que lloviera y a quien tenia una biblioteca en casa lo señalaban de afrancesado y le escupian cuando pasaba.
Viva la fin, abajo la inteligencia y tal.
Gracias. El vivo ejemplo de lo que quería decir. Te lo cuelgo en la cabecera del hilo:
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