Digo en una situación de hambruna apocaliptica y atroz. No os temblará la quijada si tenéis que comeros a alguien si la ocasion asi amerita?
Apocalíptica y atroz... Tampoco te pases.
"La plaza era amplísima, y los automóviles pasaban como las aguas de un torrente, estrepitosos, veloces, saltando en los baches, sucediéndose en oleadas, elevando al cielo el mismo humo blanquecino que escupe el mar cuando se estrella contra los cantiles. En medio de aquella confusión brincaba yo, ora a la derecha, ora a la izquierda…; ya daba una brusca carrerilla, y me inmovilizaba, y sobre la angustia de mi terror sobresalía la alegre sorpresa de no haber sido aplastado todavía.
Cuando la fin está tan próxima, hierven muchas ideas en el cerebro. Sin perder de vista los raudos coches disparados contra mí como balas monstruosas, evocaba el seguro pasillo de mi casa, maldecía el afán de aventuras que me había impulsado a salir de mi hogar para trabajar aquel día en la oficina, y se me representaron claramente los años de mi niñez en la capital de provincia, en donde no había entonces más que un solo automóvil atacado de la estrepitosa manía de meterse en los escaparates, contra la voluntad de su dueño, pero que nunca manchó sus ruedas de sangre.
No sé cómo pude llegar al salvavidas. Fue un milagro. Bochazos, vacilaciones, aullidos, saltos hacia adelante y hacia atrás… A veces estaba cerca del refugio y a veces muy lejos, como náufrago a merced de la resaca. Al fin, caí extenuado, jadeante, sobre aquella especie de plataforma que alzaba su nivel casi un pie sobre el nivel de la plaza. ¡Fffú!, hizo un coche de carreras al deslizarse cerca de mí, y un ingente camión obligó a temblar al mundo… Pero yo estaba en salvo.
He aquí cuál fue mi conducta:
Primeramente oré, para agradecer al Señor el haberme librado de aquel riesgo. Después me tumbé unos instantes para calmar la excitación de mis nervios. Luego procedí a examinar el sitio donde el azar me había arrojado.
El refugio era de cemento, encintado de piedra; tendría unos seis metros de largo de Norte a Sur y dos y medio de Este a Oeste. Árido, llano y solitario. Tan sólo en el centro se alzaba la ancha y férrea columna de una farola pintada de oscuro. La inspección no duró mucho tiempo, y cuando mi curiosidad estuvo satisfecha, me dediqué a pasear por el extremo meridional de aquel salvavidas, que era un verdadero islote entre la incontenible e ininterrumpida riada de autos. Dominaba toda la extensión de la plaza y veía la rápida y compacta sucesión de carruajes, de todos los colores y todos los tamaños, que aparecían y desaparecían más veloces que las aguas del Niágara.
Entonces me maravillé más aún de haber llegado a aquel lugar sin un rasguño y comprendí dolorosamente que haría falta estar loco para intentar de nuevo cruzar la vastitud del paraje en busca de la acera. Esta seguridad hizo desmayar mi espíritu.
¿Cuánto tiempo tardaría en poder salir? ¿Se habría marchado ya el habilitado cuando yo consiguiese llegar a la oficina? La situación de un hombre en un refugio desierto en medio de una plaza no es —os lo aseguro— nada envidiable. Intenté distraerme contando los coches; luego, procurando adivinar el número final de su matrícula y apostando a él como si jugase a la ruleta contra un banquero imaginario. Gané muchos miles de duros, pero esto no impidió que mi mal humor se acrecentase.
Entonces resolví pasearme por el extremo septentrional. Y apenas rebasé la línea de la farola, me inmovilicé de estupor. Sentado en el suelo, al socaire de la ancha columna, estaba un hombre delgado y pequeño, apoyados sus codos en las rodillas y el rostro entre las manos, con una mirada de desesperación clavada en el aire sucio de vapores de gasolina. Al advertir mi presencia, volviose hacia mí, y yo vi su cara empalidecida, flaca y sombreada por una barba de sesenta horas. ¡No era yo solo el habitante del islote! Y no puedo decir ahora si aquel descubrimiento me produjo alegría o sobresalto.
—¿Cómo ha llegado usted? —me preguntó aquel hombre, con voz cascada.
—No sé —le dije—. Quise atravesar la plaza… Hace media hora que estoy aquí…
—¿Media hora? —rugió sordamente—. ¡Desde las diez de la mañana me encuentro en este desierto del diablo! ¿Han dado ya las seis?
—Son las cinco en punto.
Miró sombríamente el movible océano de coches.
—¡Es igual! —dijo—. ¡Nunca más podremos salir!… ¿Tiene usted tabaco?
—No.
—Eso me faltaba.
Volvió a caer en su mutismo. Llegué hasta el extremo norte, regresé, me senté a su lado.
—¿Y su coche? —me preguntó.
—No tengo coche.
Me examinó con curiosidad.
—¡Qué extraño! ¿Es usted un peatón?
—Sí.
—Nunca he visto uno de cerca tanto tiempo. ¿Cómo ha hecho usted para no comprar un auto?
—No me lo explico —balbucí—; no sé…
—Verdaderamente es muy difícil —comentó—; está de Dios que hoy me han de ocurrir cosas extraordinarias. Yo no sé moverme sin mi coche, pero se encuentra en reparación. Tuve que salir… Marché, al principio, por la acera; pero… me faltaba espacio…, necesitaba correr… Me lancé a la calzada, y al llegar aquí…, de pronto…, ¿sabe usted?…, me pareció ridículo lo que estaba haciendo…: moverse sobre el compás de las piernas, en vez de rodar, sorprende… Cuando se llevan tantos años como yo sobre ruedas, se ve lo absurdo que es trasladarse de un sitio a otro sobre un compás… ¡Un compás como medio de locomoción!… ¡A quién se le ocurre! ¿Hay mayor desatino? Me azoré, perdí la serenidad…, estuve treinta veces a punto de ser atropellado…; hasta que conseguí refugiarme en este sitio… Si logro escapar de él, nunca volveré a salir sin un coche. Pero no creo que nos libertemos… Hay que idear algo.
—Primeramente, creo que debiéramos bautizar este sitio. Es lo que se acostumbra.
Meditó:
—No tengo nada que oponer. Soy su primer ocupante. Mi nombre es Juan Antonio. Llamémosle «Tierra de Juan Antonio».
—Mejor es llamarle «Nueva Coruña» —propuse llevado por la nostalgia, tan frecuente en trances parecidos.
—Bueno —aceptó él.
Se puso en pie y me sacudió un hombro.
—¡Es preciso pensar alguna cosa! —ordenó—. No podemos dejarnos vencer así por la fatalidad. Estamos solos, aislados; no contamos más que con nuestras fuerzas. Tengo sed, tengo hambre, y este refugio es de una aridez infernal. ¡Si al menos dispusiésemos de algún tabaco!… Voy a explorar esto.
Se separó de mí; le vi tenderse en el suelo y mirar entre las ruedas de los automóviles que pasaban. Al fin, volvió, jubiloso:
—¡A quince metros, sobre el asfalto, hay un cigarro puro casi entero; el aire de la marcha de los autos le hace rodar; cada tres coches avanza dos centímetros! Pronto estará a nuestro alcance.
Fuimos a verlo. Se acercaba con lentitud; pero el azar quiso que cambiase de rumbo y se deslizase paralelamente al refugio; dio tres vueltas alrededor de él, lo perdimos de vista durante diez minutos y volvió a aparecer rodando atropelladamente detrás de un torpedo. Cuatro metros nos separaban de él. Mi compañero se irguió, esperó un momento favorable, saltó al asfalto y regresó con el puro. Nuestros corazones palpitaban.
Eran las seis y media de la tarde.
A las siete dijo el hombrecillo:
—No he podido almorzar. Poco me importa. Pero tampoco he podido merendar, y esto sí que no puedo sufrirlo. Todas las tardes tomo un té completo o un sándwich con cerveza, y me consideraría deshonrado si faltase a esa costumbre. ¿Se le ocurre alguna solución?
—¡Oh, si hubiese un medio!… Yo también merendaría con apetito.
Me miró con ojos brillantes.
—En casos como el nuestro, ya se sabe lo que hay que hacer… Es imposible salir de aquí, no podemos lanzar al asfalto una botellita con un papel pidiendo socorro; a nuestro alrededor no hay nada comestible. Únicamente…
Acercose más.
—Únicamente… Nosotros mismos…
Retrocedí asustado.
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo que se dice siempre. Sorteemos. El que gane podrá cortarle al otro dos trozos de carne de las piernas: uno para cada uno… Las piernas no sirven para nada.
—Verdaderamente, no hay otro recurso —suspiré.
Echamos al aire una moneda. Acertó él. Inmediatamente perdí el apetito. Sacó una navajita del chaleco y comenzó a afilarla en el encintado.
—¿Puedo intentar una cosa? —pregunté.
—Usted dirá.
—¿Puedo ver si pasa algún amigo en estos coches y nos lleva de aquí?
—Pchs. Bien… Cinco minutos.
Trepé por la farola y oteé el horizonte. Carruajes y carruajes…; chóferes desconocidos con la vista fija ante sus coches, hipnotizados por la función de guiar. Techos charolados, capots bruñidos, parabrisas centelleantes… Carruajes, carruajes, carruajes…
—¿Qué? —gritó desde abajo el hombrecillo.
Callé.
—¡Baje, amigo! —volvió a gritarme.
Agité melancólicamente mi pañuelo sobre aquella extensión.
Mi compañero trepó a su vez, gruñendo.
—No sé a qué hora vamos a merendar.
Yo comprendía su actitud. Para un hombre civilizado, la merienda es una necesidad imprescindible. En nuestra situación de robinsones de una islilla estéril, era forzoso apelar al viejo arbitrio de la antropofagia. Pensaba así, y sólo una última vacilación inexplicable me sostenía agarrado al ápice de la farola" (W. Fernández Flórez,
El hombre que compró un automóvil, 1932).