Ximena
ᴛᴇɴᴇʙʀɪꜱ ᴠɪᴛᴀ
A ver, a los que habéis suicidado vuestro cerebro hace tiempo, éste post, no os incumbe, no estáis invitados a participar. Gracias.
Cierto día Emil Cioran conoció a un hombre que quería suicidarse. No nos consta qué razones tendría para dar ese paso, pero sí cabe suponer que no debían de ser apremiantes, pues ambos estuvieron hablando durante horas.
El filósofo franco-rumano argumentaba que una vez había tomado la decisión de matarse ya se había liberado y por tanto no necesitaba llevarla a cabo.
Tomar conciencia de que esa opción está a nuestro alcance, sostenía, «nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos.
Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?».
Dicho más escuetamente, en uno de esos aforismos cargados de ironía que tanto le gustaban: «Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera apiolado».
No sabemos si este argumento convenció a su interlocutor. Tal vez sí, al menos hasta que se cruzase en su camino algún otro escritor y le hiciera regresar a su intención inicial, pues si algo ha abundado en las obras filosóficas y literarias es la apología del suicidio.
La historia del pensamiento tiene su primer capítulo con Sócrates bebiendo de su propia mano la cicuta, como también se suicidó Séneca, que previamente había escrito cuán deseable era la fin voluntaria:
«Pues no es cosa buena el vivir, sino el vivir bien. Así, pues, el sabio vivirá cuanto debe, no cuanto puede: verá dónde ha de vivir, con quiénes, cómo, qué ha de hacer. Piensa siempre en la cualidad, no en la cantidad de la vida; si se presentan muchas cosas molestas y perturban la tranquilidad, se sale él mismo de la vida. Y no hace esto solamente en la fase última de la vida, sino tan pronto como empieza a vislumbrar la fortuna, examina con diligencia si se ha de acabar de vivir».
Muchos siglos después y en esa misma línea, David Hume escribió en un ensayo titulado Sobre el suicidio contra la creencia instaurada por el cristianismo de que el suicidio era un pecado contra Dios.
Si nada sucede en el universo sin su consentimiento y cooperación, argumentaba, entonces tampoco la fin de nadie, por muy voluntaria que sea. De esta manera concluye que «si no es un crimen, tanto la prudencia como el coraje deberían llevarnos a deshacernos de la existencia de una vez por todas, cuando se vuelve una carga».
El suicidio dejaría por tanto de ser cosa de locos o de malvados, pasando a convertirse en un cálculo racional sobre si merece o no la pena asumir las calamidades que nos depara la vida.
¿Es el suicidio un acto de locura o de lucidez?
Cierto día Emil Cioran conoció a un hombre que quería suicidarse. No nos consta qué razones tendría para dar ese paso, pero sí cabe suponer que no debían
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