El reparto de pan de pueblo en la capital: clavo ardiendo para los obradores rurales

Cirujano de hierro

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Toledo Sur
Una decena de elaboradores de barras, hogazas, pastas o bizcochos surten cada jornada a la ciudad de Soria


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Panadería en Morón de Almazán. / EL NORTE


Vienen de los pueblos de la provincia a la pequeña ciudad para repartir magdalenas, tortas, bizcochos, pastas y pan, sobre todo pan. Es casi un ritual para quien madruga encontrarlas aparcadas con el intermitente de emergencia en doble fila o circulando en marcha mientras esquivan por el centro a la comitiva de funcionarios autonómicos, provinciales y municipales que se dirigen a pie, como en sagrada procesión, a su puesto de trabajo. Los panaderos comparten, con la policía y alguna que otra furgoneta de reparto de mensajería o paquetería, la especial prerrogativa de circular por las calles peatonales del centro de la ciudad. Cada panadero de pueblo tiene su hora exacta y su estricta ruta de reparto por las tiendas y establecimientos de confianza a los que reparte en exclusiva.


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Bolsa de panadería Manrique en el buzón para que deje el pan al pasar sin llamar en Cuéllar, Segovia. / EL NORTE


Aunque muchas panaderías de pueblo se han ido cayendo de la larga lista que abastecía a la capital y otras muchas no lo hacen, son casi una decena las que con estricta puntualidad y frecuencia llegan cada mañana a Soria procedentes de pueblos como Gómara, Almajano, Martialay, Ágreda, Deza, Ontalvilla o Berlanga de Duero. Todo buen soriano tiene sus propios gustos y preferencias sobre el pan de un pueblo u otro, e incluso alguno se anima a formular sus teorías cuando se toca el tema en alguna comida familiar. Aunque cada soriano suele tirar para el pan de su pueblo o de su comarca, lo cierto es que durante mucho tiempo pareció haber bastante unanimidad en declarar como el mejor pan de la provincia el pan de Gómara (la comarca cerealista por excelencia), pero últimamente el primer puesto está más discutido, y el que antes se suele agotar es el de Almajano o Martialay.

Además de abastecer de pan a la capital, las panaderías de pueblo mantienen heroicamente el reparto a los pequeños pueblos de su comarca o de su estrecha área de influencia, a veces recorriendo más de 100 kilómetros por una veintena de pueblos casi desiertos para vender dos o tres barras de pan. Este reparto es un servicio público que prestan por compromiso personal con la tierra y con sus clientes, que no es en absoluto rentable (hoy menos que nunca) y que no está reconocido, remunerado o incentivado por ningún ente público o político de los muchos que proclaman su compromiso con la despoblación y el medio rural. Los panaderos de pueblo saben mejor que nadie, mejor aún que los institutos nacionales y regionales de estadística y que las facultades de las universidades, las personas que viven en los pueblos y las casas que están vivas y vividas de verdad. Todos los sociólogos, politólogos y estadísticos que estudian con rigor el manido fenómeno de la despoblación y sus causas, deberían hablar largo y tendido con un panadero de pueblo y ponerlo luego por rigor profesional como fuente autorizada en sus papers y demás artículos académicos. Yo podría pasarles el contacto de unos cuantos. De paso pueden preguntarles también por su labor social y asistencial durante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo.

Todas estas menudencias de mi pequeña capital de provincias me recuerdan a la infancia en el pueblo y a las historias de mi abuelo. Mi abuelo Martín fue de joven panadero (hasta que se casó con treintaitrés años, «la edad de Cristo»), a la vez que trabajaba de obrero en un aserradero de madera en Regumiel de la Sierra (Burgos). Fue la abuela Timotea, su progenitora, la que, viendo que la Tía Panadera vendía mucho pan, decidió emprender y hacer en el casito un horno para vender pan y ayudar así a la exigua economía familiar. Mi abuelo se levantaba temprano, antes de entrar en la fábrica, para amasar el pan en las artesas, dejarlo reposar y hornearlo después en el gran horno de pan. Las hogazas las recogían con cestos de castaño dos hermanas solteras, la Tía Menchu y la Tía Maura, las bajaban a la casa familiar y las guardaban en el arcón del zaguán que fabricó el abuelo Pascual, para luego venderlas a los vecinos del barrio. Eran hogazas de pan de dos kilos cada una y duraban más de una semana sin ponerse duras. En contados días de fiesta, la abuela Timotea, que era muy buena cocinera pero aún mejor repostera, aprovechaba la hornada y metía con el pan unas pastas, unas roscas o unas exquisitas tortas de chichorras. Cuando fallecieron los abuelos y repartieron la herencia, mi abuelo pagó veintiocho mil pesetas para quedarse con el casito y el viejo horno de pan. Es lo único que recibió de herencia y tuvo que pagar. Con el tiempo y mucho esfuerzo, construyó ahí mi casa del pueblo.


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Horno de pan en Ciria. / EL NORTE


Mi abuelo era muy exquisito, sibarita y especial con el pan. A él le gustaba siempre el pan bien tostado o torrado, casi quemado en la base, y más de una vez nos regañó a los nietos por comprar el pan «blanco y crudo». En las comidas, el abuelo tenía reservado por derecho propio los dos corruscos de pan de la barra, que él mismo partía con la navaja que siempre le acompañaba y que utilizaba como cuchillo universal. Los nietos, como si por imitar sus gestos y sus gustos obtuviéramos su conocimiento, su autoridad y el resto de sus privilegios, pedíamos siempre el corrusco en las comidas y la verdad es que algunas contadas veces nos lo cedía, pero sólo a los nietos y muy de vez en cuando. Mi abuelo empezaba y terminaba la comida comiendo pan, incluida la fruta, el postre y el café. Para desayunar o merendar se hacía sopas de pan y en las comidas, mojaba el pan en el vino y nos lo daba a los nietos con un poquito de azúcar. «Gloria bendita», solía decir. Tengo la imagen de mi abuelo sentado en el sofá, reposando la comida con las manos en rezo encima de la barriga y sentenciando que «los Ortega somos muy paneros y tenemos mucho buche». Y tenía razón.

Cuando era niño, en mi pueblo aún quedaba un panadero, el «Churelele», pero pronto se jubiló y nadie más asumió el relevo. Mis recuerdos de infancia son de los panaderos itinerantes que venían (y siguen viniendo) de los pueblos vecinos de Quintanar y Vilviestre del Pinar. Las mañanas de verano en la casa de los abuelos se organizaban en torno a la llegada del pan: si había que hacer planes ese día, se hacían antes o después o, en su defecto, se dejaba a alguien encargado de coger el pan. A veces se dejaba una bolsita en la puerta y, como el panadero sabía lo que cada uno quería, te lo metía y te lo fiaba para el día siguiente o para cuando fuera. Pero a mi abuelo no le gustaba nada eso de dejar cosas sin pagar. Me acuerdo mucho también de las señoras que salían de sus casas a comprar el pan como si se acabaran de despertar o como si les hubieran echado a la fuerza de sus casas, con la bata sobre el pijama, los pelos de peluquería sin atusar, las zapatillas de estar por casa y el monedero fuertemente amarrado en la axila mientras cacareaban con las vecinas y la panadera sin parar. Pero sobre todo me acuerdo del inconfundible pito de la furgoneta Citroën C15 del panadero de Vilviestre y del olor a pan, de esa bocanada que inhalabas cuando el panadero abría el portón trastero de la furgoneta. En las ciudades, los panaderos han perdido ya el monopolio absoluto del pito, pero en los pueblos sigue siendo una herramienta fundamental y su seña de identidad, hasta el punto de que cada panadero acaba por desarrollar su propia acústica o teoría musical. El pito del panadero no se distingue sólo por el tono (algo que viene de fábrica), sino también y especialmente por el momento en el que lo toca (y así uno oye cómo se va acercando a su calle y cuánto tiempo le queda para llegar) y por la frecuencia y el ritmo que le imprime, algo que no debe variar a lo largo del tiempo para que sea único y reconocible. Este sonido, que es uno de los sonidos de la infancia, sigue sonando en la mayoría de los pueblos de Castilla y de España, pero creo que tiene los días contados.


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El reparto de los panaderos rurales en ciudades como Soria es la última medida desesperada de un gremio que se resiste a desaparecer. Muchos panaderos de pueblo ya han desaparecido o están a punto de hacerlo. Los panaderos rurales que reparten en la capital son una de las últimas muestras de la secular interacción e interdependencia de los pueblos con las ciudades y del hacer tradicional de muchos comerciantes itinerantes que ampliaron por necesidad las estrechas fronteras y mercados de sus pueblos. Muchas medianas y grandes ciudades ya no tienen la suerte que tienen ciudades como Soria, Segovia o Valladolid de poder comprar diariamente pan de pueblo en la frutería o en el quiosco de la esquina.

En muchas grandes y medianas ciudades surgen, para suplir esa falta y nutriéndose quizás de los recuerdos de pan de pueblo que dormitan en todos nosotros, modernas panaderías en locales de diseño que llaman obradores de pan, que hablan recurrentemente de masa progenitora y que cobran la hogaza de pan a cuatro euros. En fin. Larga vida al pan de pueblo y que disfruten ustedes mucho de él mientras puedan.


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El reparto de pan de pueblo en la capital: clavo ardiendo para los obradores rurales
 
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