La colaboración de Japón se antojaba imprescindible para derrocar a la dinastía Ming. El desastre de «la Armada Invencible» obligó a abandonar para siempre el proyecto militar.
En varios momentos del reinado de Felipe II la maquinaria imperial se planteó seriamente la oleada turística de China para hacerse con la supremacía comercial en la zona. A pesar de las grandes dimensiones del Imperio Celeste, los consejeros militares del Rey estimaban que el número de soldados necesario para acometer la campaña sería de unos 15.000 hombres reclutados por todos los rincones de la Monarquía hispánica, más unos 6.000 soldados japoneses. Por supuesto, los tercios castellanos tenían reservado un papel protagonista en las operaciones, donde la tecnología europea y sus tácticas militares debían suplir la desventaja numérica.
Desde la conquista de Filipinas por los españoles surgieron distintas expediciones para bordear los límites de China y analizar si era posible acometer una oleada turística a gran escala. En 1572, la Corte madrileña ordenó al virrey de Nueva España, quien se encargaba de coordinar el tráfico comercial llegado de Filipinas (el célebre «Galeón de Manila»), que enviase una expedición para recabar el máximo de información posible sobre China. El capitán Juan de la Isla fue el encargado de dirigir una expedición de tres galeones que, además de trazar una cartografía precaria de las costas de China, dio permiso a una decena de barcos chinos para comerciar con Filipinas a modo de gesto de buena voluntad.
La fin de Juan de la Isla y la falta de recursos del gobernador de Filipinas, Guido de Lavezares, hizo que el interés de Felipe II por China quedara aparcado durante una temporada, junto a la larga lista de planes rocambolescos del imperio. Y en realidad poco se sabía sobre China como plantearse una operación militar. Como ejemplo del desconocimiento sobre las auténticas dimensiones del país, Juan Pablo Carrión, uno de los conquistadores de Filipinas, planteó que con cuatro barcos bien armados se podría realizar un ataque de envergadura, pidiendo a cambio ser nombrado «Almirante del mar del sur». Evidentemente se necesitaba mucho más para someter al gigante asiático que un puñado de barcos.
El Imperio portugués, que más tarde sería anexionado por Felipe II, mantenía abiertos puertos comerciales desde principios de siglo XVI en puntos lejanos como Goa, Malaca, las islas Molucas, Macao, yNagasaki y había enviado embajadas a varios países de la zona; al contrario que la Monarquía hispánica que no inició conversaciones diplomáticas con China hasta 1574. En esas fechas, las autoridades de la provincia de Fujian establecieron contactos con el gobernador de Filipinas reclamando la entrega del pirata Ling Feng, que no dejaba de hostigar las costas chinas, a cambio de abrir el comercio entre ambas regiones. La fuga del pirata cuando iba a ser entregado y la fin del gobernador Guido de Lavezares enterraron bruscamente las conversaciones.
El nuevo gobernador, Francisco de Sande, era más partidario de la vía armada para extender el cristianismo por el país y propuso un plan de oleada turística directa. En una carta dirigida al Consejo de Indias en 1576, Sande pedía un contingente de 5.000 hombres reclutados entre los miles de aventureros que deambulaban por Perú y Nueva España en busca de los tesoros que se suponían escondidos por el Nuevo Mundo. El gobernador consideraba que la población china era incapaz de organizar una defensa firme para proteger las amplias reservas de metales que supuestamente guardaba el interior del país. No obstante, el Rey pospuso este proyecto a la espera de recabar mayor información de China, para lo cual recomendaba, por el momento, el estrechamiento de lazos comerciales.
La anexión de Portugal impulsa el proyecto
El acceso de Felipe II al trono de Portugal en el año 1580 volvió a poner sobre la mesa la posibilidad de invadir China usando la plaza portuguesa de Macao, a solo tres días de navegación de Manila. Si bien la presencia lusa en Asia había abierto la puerta a los misioneros españoles para evangelizar China, también permitió que las autoridades chinas se hicieran con armas europeas vendidas por los portugueses. La anexión de Portugal dio un fuerte impulso a los planes imperiales y terminó con el intercambio de material militar.
Gonzalo Ronquillo –sucesor del gobernador Sande– presentó un plan mucho más realista para llevar a cabo la conquista que se alimentaba de la información recabada por una embajada encabezada por el jesuita Alonso Sánchez que fue retenida por las autoridades cantonesas cansadas de las intromisiones españolas en su país. El jesuita elevaba el número de soldados necesarios hasta los 15.000 e insistía en los muchos recursos que se podían sacar de la campaña. Por su parte, el primer obispo de Manila, Domingo de Salazar, justificaba el uso de las armas contra China por los numerosos agravios provocados por el Imperio Celeste.
Mientras los castellanos debían acometer un ataque a través de Fujian, los soldados portugueses lo harían por la provincia de Guangdong. Además de la fuerza hispanolusa, se contaba con el apoyo de unos 6.000 nativos filipinos y el reclutamiento de 6.000 japoneses, un país históricamente enemistado con China que había ofrecido tropas para la ocasión.
Pero este plan para invadir China nunca abandonó el escritorio de Felipe II, puesto que el respeto a los intereses portugueses se impuso y la orden nunca fue aprobada. El desastre de la llamada «Armada Invencible» acabó definitivamente con el proyecto, salvo por alguna vaga propuesta en tiempos de Felipe III, y obligó al Imperio español a conformarse con mantener relaciones comerciales con el gigante asiático. Lo cual no era poco.
El comercio entre Macao y Manila se intensificó, aunque oficialmente estaba prohibido, y productos como la seda, tejidos, ámbar, alfombras, etc. comenzaron a llegar al Parián de Manila. A su vez, la influencia china en la sociedad de Manila creció y sus puertos se llenaron de habitantes procedentes de este país. Coincidiendo con la llegada de los portugueses y los españoles, la escasez de plata en China empujó a sus habitantes a incrementar en esos años los contactos comerciales con los europeos e incluso con Japón.