SALUD MENTAL | UN CASO INEXPLICABLE
En el pueblo de los suicidas
«¿Conoce la historia de los Arenas?». El silencio se hace espeso, cortante. Molesta. «No sé, pregunte a Vicente, él estuvo casado con una mujer de la familia». En La Rábita, uno de esos pueblos encerrados en la sierra jienense por capricho de la geografía, los parroquianos se sacuden con prisas la incómoda pregunta.«Sí, sí, se suicidaron todos, pero pregunte a Vicente».
Cuesta sudores sacar palabras en una tierra perdida en los mapas pero muy conocida en las estadísticas psiquiátricas. Más si se pregunta por el suicidio. Dicen los números que la gente de estas montañas, la Sierra Sur, posee una de las tasas de suicidios más altas del mundo. Y en ella han tenido mucho que ver el trágico final de apellidos, como el de los Arenas, abocados durante generaciones a quitarse la vida.
El susodicho Vicente, Cano de apellido, anciano precoz a sus 60 años, da un brinco del sofá ante la llamada en la puerta.Camino al vecino cementerio de San José, donde los de La Rábita lloran a sus muertos, busca en una memoria aleccionada para olvidar.Cuatro de los cinco tíos de su mujer María, José, Leandra y Miguel , el abuelo José, todos Arenas, cayeron en depresión y se ahorcaron.
En 1967, Vicente Cano se casó con Paula, hija de Emérita Arenas, única superviviente de la familia. Tras varios años sin funerales, cuando la cadena que ligaba fatalmente el apellido familiar con el suicidio parecía haberse roto, su Paula apareció colgada una mañana de julio de 1987. Habla de ello desde la resignación de lo que juzga inevitable: «Se les metía eso en la cabeza y no se podía hacer nada». Era el sexto suicidio en casa.
Vicente hace de guía por el cementerio, en busca de la tumba familiar con la intención de reconstruir las fechas en las que los tíos y el abuelo de su esposa pusieron fin a su vida. Pero el panteón de mármol blanco donde reposan los restos de cinco de los Arenas es un sepulcro anónimo cubierto por el polvo del abandono. Ni fechas. Ni epitafio. Ni siquiera un nombre que los identifique. Vicente se encoge de hombros ante lo inesperado.«A mí no me gusta venir a visitar», se excusa.
La comarca, coronada por el castillo de La Mota y limítrofe con las vecinas Córdoba y Granada, agrupa cuatro grandes municipios Alcalá La Real, Frailes, Castillo de Locubín y Alcaudete y un sinfín de pequeñas aldeas aledañas (como La Rábita) donde vive la cuarta parte de la población. En los últimos 13 años, entre sus 38.000 habitantes, se han contabilizado 135 suicidios consumados. El promedio resultante ha despertado el interés de expertos de todo el mundo: 25 muertes al año por cada 100.000 habitantes. Casi cuatro veces la media para toda la población española, sin que nadie haya podido, hasta ahora, dar un por qué.
«Rareza sanitaria», dice el psiquiatra. Con esta premisa Francisco Díaz-Atienza desglosa el estudio que tiene sobre la mesa de su despacho. Cuando a principios de los años ochenta llegó a la zona, él y su colega, el también psiquiatra Antonio González Iglesias, coordinador de la Unidad de Salud Mental de Alcalá La Real, comenzaron a constatar lo que ya era voz popular («aquí se suicida mucha gente») y a recopilar datos.
Fruto de años de investigaciones es el informe que ha repasado una y otra vez, minuciosamente, en busca del detalle que aporte una explicación: «135 suicidios, una media de edad de 54,4 años, 97 hombres (71,9%) y 38 mujeres (28,1%)...». Ningún dato relevante respecto a las estadísticas de otros lugares, salvo dos detalles: el método usado (el 80% de los suicidas murió por ahorcamiento) y el elevado número.
«Una cosa que quede clara», remarca el experto, «hay que hacer hincapié en que el problema está centrado en un grupo de la población.Afecta a familias muy concretas». Apoya su sentencia en el ejemplo de uno de sus últimos pacientes: 45 años y un historial de 24 suicidios consumados en las tres últimas generaciones de su familia.«Si quitáramos estos casos del informe», insiste, «la estadística se normalizaría. El 99% de la población no tiene antecedentes de suicidio ni ideación suicida».
Los habitantes de Alcalá La Real tratan de rebelarse contra la pesada losa de que su pueblo, donde nació Jorge Manrique, el poeta que cantaba a la fin del padre, paradójicamente, sólo sea conocido como la cuna del suicidio. Aun más, que a la zona que comprende junto con dos pueblos vecinos Frailes y Castillo de Locubín se la denomine el triángulo de la fin, una especie de franja mortal en la que uno estaría predispuesto a quitarse la vida. Por eso, cuando hace cinco años, el trabajador de un circo portugués se suicidó mientras la carpa estaba montada aquí, el comentario corrió como la pólvora: «Ha sido culpa de la zona».
Mientras, los expertos hablan de un compendio de motivos que empujan a familias enteras a un final irreversible: Trastornos psiquiátricos, sobre todo depresivos, y la tras*misión de lo que Antonio González denomina lealtades invisibles, reglas irracionales que se tras*miten de padres a hijos. «Mi padre se ahorcó, mi abuelo se ahorcó y yo me voy a ahorcar». Es decir, han visto el suicidio en generaciones anteriores y lo han interiorizado como la única alternativa para resolver un conflicto.
La carretera que conduce hasta Frailes, uno de los puntos marcados como de alta tasa suicida, hace eses entre una maraña de barrigudas montañas. A duras penas, el asfalto se abre camino entre los desmayados olivares de arena blanca. Es martes, 2 de octubre, el termómetro marca 28 grados y los membrillos y las granadas maduran. Dicho sea que el entorno si a algo invita es a la vida.El pueblo de Frailes, 1.400 habitantes, gatea por la ladera de dos montañas. Una, coronada por la iglesia. La otra, por el cementerio.Los dos puntos más cercanos al cielo. Y, en la tradición popular, también a Dios.
«En seis años que llevo aquí he enterrado a 14 o 15 personas».El párroco de Frailes, Alberto Jaime, un joven de 34 años, eleva el tono para imponer su voz a las campanadas que llaman a misa.«Desde una chica de 15 años a un anciano de 92. Todos ahorcados, fíjese». Sorprende que prácticamente todos los suicidas recurran a este método cuando, en una zona de cazadores cómo ésta, la mayoría de las familias dispone en casa de escopeta en casa.Otro dato que trae de cabeza a los especialistas.
Se da media vuelta el párroco y señala a un punto intermedio entre el cementerio y iglesia. «¿Ve aquel olivo de allí, junto a la higuera? Un día, recién llegado, salí de la iglesia y me encontré a una persona colgada». Después, hace tres Navidades, ofició el entierro de un joven de un aldea vecina. Tenía 21 años, se había ahorcado y su padre abrazaba impotente el féretro. Antes que al del hijo, ya había asistido al suicidio de su esposa y su hermana.
Sólo el joven cura se presta a hablar abiertamente de ello. El resto del pueblo susurra si se le pregunta por el suicidio, guarda silencio o directamente niega su existencia («pues yo no he oído que eso suceda aquí»). «Es normal el mutismo», explica el cura, «las familias quedan marcadas y enseguida se comienza a comentar: "Pues su abuelo también se suicidó"».
Huyendo de su pasado el padre que lloraba la familia muerta se marchó a Barcelona. Otra vecina, María, hizo lo mismo después de que su marido y su progenitora, de 82 años, se colgaran en menos de una año. El último en morir, Simeón, tenía 92 años y no supo cómo afrontar la vida sin su esposa.
Pero el caso que más le ha impactado a Alberto Jaime, quizás por la sinrazón, fue el de la chica de 15 años: «Era guapa, atractiva, vitalista, deportista... Lo tenía todo en la vida: amigos, una familia unida. Fue la Semana Santa de mi vida».
«SON LOS NOGALES»
Después de un paseo por las empinadas cuestas de Fraile, entre casas excavadas en la roca, las teorías que la gente del pueblo ha acuñado para explicar por qué tiene un índice tan alto de suicidios son de lo más variopintas. «Los nogales, dicen que atrae enfermedades de los nervios y esas cosas», explica la mujer de neցro en el cementerio de Frailes, sin bajar la vista de la lápida del mármol del marido muerto. Hace 26 años que su hermano cogió una cuerda para poner fin a su vida, cuando tenía sólo 29, pero rehúye hablar de ello. «Cuando es de fin natural se sobrelleva, pero así... Eso es un trauma que no se supera en la vida».
Otros miran con desconfianza al aire que respiran y aseguran que el oxígeno tiene en la zona un «componente» que afecta el equilibrio mental de determinadas personas predispuestas a ello.Las más fantasiosas teorías hablan de una importación del suicidio, que habrían traído en la maleta unos supuestos búlgaros y húngaros que repoblaron la zona. Los más ambiguos esgrimen: «Es el terreno».
«Absolutamente descartado», dice tajante Julio Vallejo, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica, quien estos días asiste al Congreso Internacional de Psiquiatría. «Científicamente está demostrado que no influyen ni la climatología, ni los nogales ni el oxígeno». La única explicación que se atreve a aventurar alude a la «depresión melancólica», una enfermedad de tras*misión genética, que conduce al suicidio a entre el 10 y el 15 % de quienes la padecen.
Un estudio genético de las familias con más casos de suicidio desvelaría algunas dudas pero sería muy costoso. Por eso mientras éste llega, se examinan con lupa todos los posibles agravantes, como la diseminación de la población de la zona en pequeños núcleos.Alcalá La Real, sin ir más lejos, tiene 14 aldeas. «En este marco es más fácil encontrar personas con relaciones sociales muy restringidas, donde es más frecuente la soledad y la depresión».
Durante siglos, esta comarca jienense ha vivido de espaldas al resto del mundo condicionada por unas montañas que hacían insalvables incluso las pequeñas distancias que separaban unos municipios de otros. Fruto de esta incomunicación es la existencia, aun hoy, de una idiosincrasia propia, en muchos aspectos anclada en el pasado y que se deja ver en la visión que los aldeanos tienen del suicidio. Se dejó atrás la obligación de enterrar a los suicidas, junto a los no bautizados, en un lugar separado en el cementerio pero no la idea de que sólo Dios da y quita la vida.
«¿Cree usted que mi familiar habrá ido al cielo? ¿Se habrá condenado?».Con este ruego, acuden a las puertas del párroco de Frailes.«Están convencidos de que al interrumpir su vida de forma violenta el espíritu de esa persona no ha quedado en paz con la fin», explica Alberto. Por eso, después de un ahorcamiento le piden que se les bendiga la casa o que les oficie una misa para salvar su alma.
No es la única peculiaridad de un pueblo donde abundan curanderos y santos de carne y hueso. El que no se atribuye el poder de sanar con la saliva de otro está especializado en resolver un determinado mal. Y es costumbre, después de visitar al doctor, pedir la opinión del curandero de confianza.
Es un martes cualquiera y la Iglesia de Frailes está llena. Muchos parroquianos, engalanados con el traje de domingo, no han podido entrar y escuchan la misa, de pie, desde la puerta. «Es que hoy es San Custodio», dice José Vega, 83 años, quien apura un cigarrillo neցro, frente al templo. Están allí para rendir culto a Custodio (el santo Custodio), un señor de una aldea vecina que murió hace tres décadas y al que se le atribuía la facultad de sanar. «Yo lo vi», se enorgullece José Vega. «Fue antes de la Guerra. Yo trabajaba de carpintero en su casa cuando entró un hombre cojo y el Santo Custodio le dijo: "Suelta la muleta". Y comenzó a andar».
Según cuentan, recibió el don de sanar de otro santo, Luisico el Aceituna, se lo pasó al Santo Manuel, y éste, a su fin, al conocido como el Santo de Baza, aún vivo, cuyo último milagro fue cegar momentáneamente a sus devotos mientras miraban el sol.Hoy, la tumba del Santo Custodio, en la vecina Noalejos (donde quiso enterrarse, según dicen, porque allí no creían en él), la fuente donde él bebía, la cueva donde rezaba y su casa son centro de peregrinación de sus fieles.
Terminada la misa, los vecinos intercambian cortesía:
Antonio, ¿cómo va la vida?, ¿cómo está tu hija?
Mejor. Y tu padre, ¿se recuperó de aquello?
Uno de ellos («José Cano, 58 años», se presenta), se acerca a preguntar qué hace una extraña en Frailes. «A mí se me ha presentado la Virgen y el Santo Custodio y Jesucristo. Y curo muchas enfermedades.Graves, todavía no, porque Dios no me ha dado el poder, pero espero que me lo dé. ¿El suicidio? Mi abuelo se suicidó, seis de julio de 1953. Tenía yo 10 años, se quitó la vida en un pedazo y yo buscándolo... Y luego dos primos más, primos míos hermanos.Era su sino. Les entra ese frenesí...».
LOS 135 CASOS ESTUDIADOS
A la zona que comprende los municipios jienenses de Alcalá La Real, Frailes y Castillo de Locubín se la conoce popularmente como el Triángulo de la fin por poseer una de las tasas de suicidios más alta de Europa. Los psiquiatras Francisco Díaz-Atienza, del Hospital Princesa de España (Jaén), y Antonio González Iglesias, coordinador de la Unidad de Salud Mental de Alcalá La Real, han recopilado todos los casos de suicidios acontecidos en su distrito sanitario (que además de las localidades mencionadas comprende a Alcaudete) desde 1985 a 1998. El resultado es un total de 135 suicidios para una población de 38.000 habitantes y una tasa de suicidios de 25 por cada 100.000 habitantes y año, frente a la media nacional, que ronda el 7,54 (en 1999 se suicidaron en nuestro país 2.456 personas).
El objetivo de los psiquiatras no era otro que arrojar un poco de luz a un fenómeno que afecta sólo a determinadas familias.Con los resultados sobre la mesa, tampoco lograron una explicación científica.
El perfil del suicida de la zona se pude resumir en un varón que ronda los cincuenta años, soltero, y que recurre al ahorcamiento para poner fin a su vida. «Los factores de riesgo», explica Díaz-Atienza, «son aquellos que inducen a sufrir depresiones y, por tanto al suicidio: el desempleo, vivir solo, tener problemas con el alcohol y las drojas, apatía y desesperanza, insomnio y falta de concentración».
La mayoría de los suicidas, 97, eran varones, frente a 39 mujeres (28,1%). Un 17% puso fin a su vida cuando aún no tenía 31 años.El método más utilizado fue el ahorcamiento (80%) frente a la intoxicación (8%), la utilización de un arma de fuego (5%), la precipitación (5%) o la sumersión (2%). Un gran porcentaje (40,7%) se suicidó en núcleos menores de 1.500 habitantes, pese a que en éstos sólo vive la cuarta parte de la población estudiada.Y el 40% había consultado, en algún momento de su vida, a la Unidad de Salud Mental. Ninguno manifestó que tuviera intención de suicidarse.
Un hecho que no se explican los psiquiatras es la concentración de los suicidios en meses atípicos, junio-julio y enero-febrero, cuando la mayor incidencia de depresiones es en primavera-verano.Y mientras siguen indagando, desmienten algunos tópicos: «Que aquellos que hablan del suicidio no lo hacen, que se produce sin avisar o que hablar de ello con una persona perturbada le dará la idea de pasar a la acción».