¿Qué cambios sociales, políticos y económicos se produjeron con la unión de los reinos de Castilla y Aragón?

M. Priede

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Pío Moa dice:

7 febrero, 2022 a las 14:50

Desde un punto de vista más amplio, suele valorarse el humanismo como el comienzo de lo que se ha llamado “modernidad”, acelerada luego tras la Ilustración del siglo XVIII. La modernidad se entendería como la tendencia abandonar la fe y el culto tradicional a la divinidad, para desplazarlos hacia la fe y el culto a las capacidades humanas, a la razón, la ciencia y la técnica. Ellas permitirían al hombre, aun si en un proceso largo, hacerse amo de la naturaleza y con ella de su propio destino. La idea invertía los conceptos míticos de las edades humanas desde una beatífica y pacífica edad de oro en descenso por las de plata, bronce y hierro, que irían sometiendo a los humanos a vidas cada vez más embrutecidas e insoportables. De otro modo la modernidad también invertía el relato del Génesis: en lugar de caer desde el Paraíso, el hombre podría alcanzarlo gracias al desarrollo de su razón y ciencia. La maldición bíblica del trabajo y el dolor podrían superarse gracias a la técnica y a una organización de la sociedad que terminaría impidiendo las guerras y la violencia en general.

Importa percibir la dinámica implícita en aquellas ideas, cuyos alcances no resultaban del todo claros a quienes las promovían o siguen promoviendo. En todo caso, el humanismo y la modernidad han marcado el despliegue de Europa desde los siglos XV-XVI como la civilización más poderosa, rica y creativa de la historia humana, pese a lo cual nunca ha podido cumplir sus promesas. La razón en particular, ha conseguido en gran medida desplazar a la religiosidad tradicional, pero no sustituirla por el imperio de una ley necesaria y universal, pues ha generado ideologías o concepciones del mundo diversas y contrapuestas. Cabría interpretar que el ciclo de la modernidad ha terminado con las dos guerras mundiales del siglo XX, y particularmente con la segunda, cuando la humanidad ha descubierto y desarrollado fuerzas técnicas capaces de destruirla por completo, lo que, irónicamente la ha dotado de un poder divino, a su modo. Y de paso ha terminado con una hegemonía mundial europea sostenida y en aumento durante casi cinco siglos. Indudablemente se ha abierto un nuevo gran ciclo histórico, cuyos rasgos apenas podemos vislumbrar hoy.


La España previa a los Reyes Católicos estaba dividida en cinco reinos o coronas: Portugal, Castilla-León, Aragón y Navarra, más la Granada fiel a la religión del amora. Navarra, con solo 10.000 kilómetros cuadrados y cien mil habitantes, dependía por entonces de Francia. Portugal, con un millón de habitantes en 90.000 kilómetros cuadrados, menos de un quinto de la península, era un reino unitario que vivía un tiempo glorioso de exploraciones por la costa occidental de África, donde asentaba enclaves comerciales, llegando al extremo sur en 1488. La corona de Aragón, con unos 800.000 pobladores, ocupaba otro quinto, pero estaba dividida en tres reinos (Aragón propio, Valencia y Mallorca) más un principado (Cataluña), cada uno con sus leyes y Cortes, y tensiones secesionistas ocasionales; incluía además las posesiones de Cerdeña, Sicilia y Nápoles en Italia, en tradicional contienda con Francia y Génova. La corona de Castilla-León, con mucho la más potente, se extendía sobre los otros tres quintos de la península, con unos cuatro millones de habitantes, y era también la más rica y floreciente. Al igual que Aragón, abarcaba reinos diversos: Galicia, León, Toledo, Murcia, Córdoba y Jaén, el señorío de Vizcaya y varias ciudades autónomas, además de la Castilla propiamente dicha. No obstante mantenía una mayor uniformidad legal y cohesión interna, sin tensiones secesionistas.

Políticamente, Aragón y Castilla atravesaban una profunda crisis al comenzar la segunda mitad del siglo XV. El reinado de Enrique IV había sido especialmente desdichado, entre continuas trifulcas nobiliarias, y Aragón acababa de salir, en 1472, de una guerra civil de diez años. En los dos casos, la raíz de los problemas radicaba en la debilidad del poder regio frente a una nobleza revoltosa, que en Aragón parecía seguir los consejos de un monje catalán, Eiximenis, que encomiaba la superioridad de nobles y comerciantes, y recetaba para los campesinos, “gente bestial”, un trato de “golpes, hambre y castigos duros y terribles”. Esta opresión era común en Francia, Inglaterra o Alemania, donde daría lugar a cruentos alzamientos de los desesperado labriegos. Los “malos usos” nobiliarios en Cataluña generarían bandolerismo endémico, guerras internas y recurrentes peticiones de aplicar allí las leyes de Castilla, hasta generar en 1462 una larga contienda que combinaba la lucha campesina con la urbana de Barcelona entre La Biga, partido de los magnates, y La Busca, del “pueblo menudo”. El rey, por entonces Juan II, había favorecido a la Busca, sin llegar a conmover seriamente el poder de los oligarcas.

El “pactismo” aragonés entendía al rey como primus inter pares, según la fórmula –inventada, al parecer, ya en el siglo XVI–: Nos, que somos tanto como vos , pero juntos más que vos, os hacemos principal entre los iguales con tal de que guardéis nuestro fueros y libertades, y si no, no. Se ha encomiado también el dicho de Alfonso IV de Aragón a su esposa Leonor de Castilla: “Nuestro pueblo es libre y no está sojuzgado como el pueblo de Castilla, porque ellos me tienen a mí como a señor y nosotros a ellos como vasallos y amigos”. Frases engañosas, pues Alfonso no entendía por “el pueblo” a la masa mayoritaria de labriegos y artesanos, más sojuzgados que en Castilla, sino a los oligarcas y grandes comerciantes, de quienes se sentía amigo… a veces; pues los conflictos entre la autoridad real y los privilegios señoriales no eran menores que en Castilla o en el resto de Europa.

El “absolutismo” castellano buscaba una monarquía capaz de frenar los abusos y rapacidades oligárquicas, y tanto campesinos como burgueses preferían vivir en tierras de jurisdicción regia o realengo a las de señorío, sujetas a mayores arbitrariedades y exacciones. En Castilla, las de realengo abarcaban a más de la mitad de la población, de la que prácticamente había desaparecido la servidumbre, que en cambio persistía en Aragón. Había también grandes extensiones de tierras comunales, de las que trataban de adueñarse los señores. Por un equívoco, se ha solido entender que la jurisdicción real o señorial o eclesiástica suponía la propiedad directa de las tierras, pero esta solía ejercerse solo sobre una parte de ellas, mediante arrendamientos. En todas vivía un número alto, aunque difícil de evaluar, de labradores pobres, medianos y ricos.
Otra diferencia de calado entre Castilla y Aragón era la relación con otros países europeos. Aragón había sido la gran rival de Francia en Italia, mientras que la tradición castellana era profrancesa, la de Portugal proinglesa, y Navarra se integraba en la corona gala. A partir de los Reyes Católicos, y por influencia de Fernando, Castilla renunciaría a su vieja orientación para adoptar la antifrancesa de Aragón, lo que iba a condicionar la evolución exterior de España, con lógicas repercusiones internas.

Se ha dicho que la unión de Castilla y Aragón era “personal, pero no institucional”, aserto extraño cuando la monarquía era la institución política fundamental en toda Europa. Desde luego siguió habiendo, como era común en casi todo el continente, una dispersión de legislaciones y fueros dentro de cada reino o imperio, y lo que hicieron los Reyes Católicos fue racionalizarlos en lo posible y contornearlos con nuevas instituciones o ampliando otras anteriores. La autoridad regia se manifestó pronto por encima de instituciones particulares también en Aragón, aun si con menos fuerza que en Castilla. Así, al volver a rebelarse en 1485 los labriegos catalanes contra los insufribles “malos usos”, Fernando, por sentencia dada en el monasterio extremeño de Guadalupe, abolió parte de tales “costumbres inicuas”. La consecuencia fue que los siervos pudieron emanciparse y adquirir el dominio útil de las tierras por un precio simbólico, aunque la propiedad siguiera en manos de los señores. Y surgió entonces allí una capa de campesinos libres y bastante prósperos.

Al mismo tiempo, el rey introdujo en Castilla instituciones aragonesas como el Consulado del Mar, en Burgos, a imitación del de Barcelona; también los virreyes para otras regiones; los gremios, de mayor fuerza en Cataluña; o la Inquisición. A su vez, Castilla tomó sobre sí la defensa de las posesiones aragonesas en Italia y la recuperación de las comarcas catalanas del Rosellón y la lechonaña, en manos francesas. Empresas a las que la Generalidad catalana era reacia y para las que, en conjunto, la corona aragonesa carecía de suficientes recursos.
Las reformas reorganizaron en profundidad el estado. En primer lugar, los antiguos Consejos áulicos, compuestos de grandes nobles y obispos, cambiaron de carácter al entrar en ellos letrados universitarios, generalmente de la baja nobleza (hidalgos) y juristas leales solo al rey, que desplazaban en parte a los anteriores. Desde tan pronto como 1480, el Consejo de Castilla se convirtió en algo parecido a los gobiernos actuales y se crearon otros más: el de Aragón en 1494, el de Órdenes y el de la Cruzada, a fin de poner bajo autoridad real las grandes posesiones y recursos de las órdenes militares, y obtener subsidios de la Iglesia para la lucha contra los infieles, subsidios mantenidos después de la toma de Granada, por la persistencia de la amenaza turca y berberisca. Sus funciones fueron ampliadas de instrumentos judiciales a medios de gobernación, como embriones de los futuros ministerios. El enlace corriente entre los consejos y los monarcas se realizaba por un cuerpo especial de secretarios reales, que reafirmaban aún más al autoridad monárquica.


No menos importante, y de la mayor tras*cendencia ante las luchas religiosas del siglo XVI, se acometió la reforma del clero. La Iglesia sufría en toda Europa, y ciertamente en España, una degradación frente a la cual reclamaban reformas muchos humanistas, entre quienes destacaba Erasmo de Róterdam.. Esa reforma se aplicó por primera vez en España, donde el clero no mejoraba el nivel jovenlandesal del resto de la sociedad. Los altos cargos, a menudo extranjeros nombrados desde Roma por un papado poco edificante, solían inmiscuirse en intrigas políticas como unos oligarcas más; algunos monasterios explotaban prostíbulos o ellos mismos tenían bastante de ello; y el bajo clero, de precario nivel intelectual, vivía en condiciones míseras, que le imponían ocupaciones poco recomendables y abandono de las propias. La adscripción al código eclesiástico servía a algunos para encubrir delitos vulgares y eludir la justicia. El pésimo ejemplo y escasa instrucción fomentaban en el pueblo las supersticiones y un abundante folclore de crítica y burla anticlerical.
 
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