NADIE MERECE NADA: Contra la meritocracia y otras teorías del merecimiento.

Nadie merece nada


Las 6.222 palabras de este artículo tienen como propósito eliminar para siempre de la faz de tu corteza cerebral la creencia errónea de que tú mereces algo o tienes mérito por algo y por tanto deberías recibir un trato especial o mejor que otros en la vida.

Dicho más directamente: pretendo que dejes de ser una llorona. Pretendo que no vuelvas a derramar una sola lágrima por lo que se te debe o por lo que crees que vales o mereces.


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En los últimos años, en España y otros países occidentales con dificultades económicas, muchos universitarios han acabado sus carreras, obtenido sus títulos y se han encontrado con que no obtenían un puesto de trabajo acorde a su formación, muchos ni siquiera trabajo.

Algunos están reaccionando como el niño consentido al que por primera vez se le niega un capricho: primero el pasmo (“esto no me puede estar pasando a mí”), la sensación de haber sido engañados (“esto no es lo que me habían prometido”) , el enfado (“¡con todo lo que estudié o pagué por mi título!, cuatro o cinco años tirados a la sarama…”), y finalmente la ira jovenlandesal o indignación con el sistema, con la sociedad, ese ente abstracto que debería procurar su bien y que ahora le traiciona (“la sociedad está podrida, hay que cambiarlo todo”).

¿Cómo es posible que uno de los estratos más privilegiados de la sociedad y con más recursos, que es joven, tiene energía, salud, que ha podido acceder a una educación universitaria, que durante varios años no ha tenido que preocuparse por obtener sus medios de subsistencia y cuyos títulos han sido subvencionados al menos en el 80% en el caso de España por el resto de los ciudadanos del país (incluyendo jóvenes de su misma edad que a los dieciocho años se pusieron a trabajar como camareros, repartidores o albañiles y que pagan impuestos para que otros jóvenes estudien), reaccione de esta manera?

Los argumentos para su indignación o ira jovenlandesal se reducen a tres, algunos los formulan explícitamente, otros hablan y actúan como si los creyeran:
  • Yolovalguismo: yo me he esforzado mucho para obtener un título, me dijeron que si lo hacía tendría un trabajo, y ahora no lo tengo o es precario, no está a la altura de mi formación y conocimientos.
  • Ellos son los responsables: Los políticos se han aprovechado de mí. Se han llevado todo. Yo no tengo nada.
  • La sociedad: debería darme lo que yo deseo, porque yo lo merezco o me lo he ganado.

Porque yo lo valgo. Al primer argumento subyace la idea de que al esfuerzo personal, las largas de horas de estudio en el caso de los estudiantes, tiene valor por sí mismo. Veremos que lo que a uno le cueste algo NO es una medida del valor de ese algo: tu habilidad para pasar exámenes, adquirir conocimientos y desarrollar alguna destreza profesional, te ha costado mucho trabajo; pensemos que es así, ¿por qué piensas que eso tiene valor para alguien más allá de ti mismo?

Llove, ¡porco goberno! El segundo argumento tiene que ver con el lado oscuro de la libertad individual: la responsabilidad. Parece que nadie tiene ninguna influencia en sus circunstancias desfavorables (por supuesto sí en sus favorables), siempre son los otros, los políticos, el sistema, la sociedad, los banqueros, los que generan los problemas y los que por tanto son los responsables.

Yo lo merezco, me lo he ganado. Respecto al tercer argumento, hay en inglés hay una palabra que define muy bien la mentalidad que rodea al sentimiento de alguien que cree que merece tal o cual cosa: “entitlement” o “sense of entitlement”, la creencia de que uno tiene un privilegio o derecho en relación a algo; por ejemplo, a un cierto nivel de vida o a ser tratado de una manera especial por ser quien es o por algún mérito adquirido.

Pasemos a desmontar uno por uno los tres argumentos.

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1. El valor de un bien o un servicio o una habilidad NO se mide por lo que cuesta obtenerlo

En el mundo de los profesionales independientes o trabajadores por cuenta propia, sobre todo en los novicios, se oye muchas veces hablar mal de los clientes que quieren pagar lo menos posible, que buscan chollos, que te piden descuentos, que te hacen bajar los precios. Molestan los clientes que regatean o que son duros negociadores o que se “aprovechan de la crisis” [3] para ofrecer precios más bajos. A veces se les califica de chantajistas.

Muchos hablan de que dedican mucho tiempo y esfuerzo o que se formaron durante largos años para poder ofrecer el servicio que ahora ofrecen y que solo piden un “precio justo”, y se sienten resentidos cuando los precios de mercado no satisfacen sus expectativas.

Es similar a lo que ocurre con los universitarios indignados sin trabajo. Creen que porque algo les costó mucho o les cuesta mucho, el valor para otro ser humano de sus habilidades o servicios también debe ser alto.

Subyace a este razonamiento una teoría errónea de lo que es el valor económico: creen que es algo objetivo que depende del esfuerzo, recursos y tiempo que se puso en su obtención. Huelga decir que la teoría del valor objetivo, específicamente la del valor-trabajo, está desbancada en economía desde hace mucho tiempo, también la del precio justo, que no es más que una jovenlandesalización de las tras*acciones económicas de los tiempos de la escolástica medieval.

La creencia que debería reemplazar a la anterior es la siguiente:

El valor de un bien o un servicio es subjetivo, depende de la persona que lo va a disfrutar, de sus preferencias y de las alternativas de las que dispone. No hay por tanto ningún precio justo relativo a ningún bien o servicio o habilidad. El valor es el que la persona o personas que vayan a comprar y usar el bien o servicio consideren. El precio será el de equilibrio entre las partes contratantes en un momento y lugar determinados.

Llevándolo al terreno de los universitarios indignados: es posible que lo que vosotros sabéis hacer, vuestras habilidades académicas o profesionales, tengan poco o ningún valor para otros seres humanos, aunque espiritualmente o culturalmente tengan mucho valor para el que las ostenta . El valor de tu formación (o de cualquier cosa que ofrezcas) no es el que tú crees que tiene, es el que otros seres humanos determinen. El precio o salario que podrás obtener dependerá en última instancia del valor subjetivo que para otros seres humanos tenga lo que tú ofreces y la escasez relativa de tus servicios, y se reflejará en un precio de mercado, que no siempre coincidirá con lo que quieres o esperes.

Señor biólogo molecular (o filósofo estructuralista o cualquier otro universitario con un título de baja demanda), puede que sea decepcionante que las habilidades que tanto te costó adquirir no sean valoradas como te gustaría. Bienvenido al mundo real, estás a punto de salir de tu burbuja autista y empezar a considerar que hay otros seres humanos que valoran las cosas de forma distinta a ti. Es un gigantesco avance en tu proceso de maduración.

2.Tú eres el principal responsable

Martin Seligman, uno de los iniciadores del movimiento de la psicología positiva, el estudio de las condiciones que hacen más posible el bienestar subjetivo (=felicidad), las fortalezas y las virtudes humanas, comenzó su carrera y se hizo famoso por el estudio de la indefensión aprendida, una extensión de su interés sobre la depresión.

En su famoso experimento con perros situaba a los animales en una parte de una caja dividida en dos por una pequeña barrera que era fácilmente salvable cuando una descarga eléctrica les era administrada. Los perros aprendían rápidamente cómo evitar las descargas y saltaban de un lado a otro de la caja.

Con un grupo de perros, actuó de forma distinta: les administró descargas eléctricas completamente inevitables en intervalos aleatorios. Al día siguiente, les ponía en la caja anterior con la pequeña barrera. En las nuevas circunstancias, los perros podrían haber saltado y evitado la descarga simplemente saltando, pero sorpresivamente Seligman se encontró con que los animales se quedaban en su lugar, aullando lastimeramente y sin ni siquiera intentar saltar la valla.

Había sido capaz de inducir un estado de indefensión aprendida en los perros, el equivalente a la depresión humana y la creencia asociada de que todo lo que uno haga no tiene efecto en el mundo y por tanto uno está a merced de las circunstancias y factores externos.

Da la sensación de que muchos de los indignados con el mundo son como perros de Seligman que creen que nada de lo que hagan tiene influencia sobre sus resultados individuales, que al final necesitan de un político, burócrata y un decreto gubernamental que les proporcione lo que desean en la vida, sin que sus esfuerzos marquen gran diferencia.

Pero son unos perros de Seligman muy especiales: los resultados de su conducta que no les gustan o satisfacen son causados por los políticos, los banqueros o los malvados especuladores. Los que les gustan, como el aprobar exámenes o acumular conocimientos y habilidades, son exclusivo mérito suyo, nada tienen que ver el resto de los ciudadanos que vía impuestos les pagaron sus estudios.

La libertad para hacer con tu vida lo que mejor consideres (estudiar lo que quieras, por ejemplo), las libertades individuales para que los demás no interfieran con tus decisiones o lo hagan lo menos posible, requiere de un acompañante necesario: la responsabilidad, la capacidad de asumir la autoría de los propios actos y sus consecuencias: las buenas y las malas.

Este acompañante necesario, la responsabilidad, es el que parece estar ausente de las marchas indignadas de mucha gente.

El universitario que estudió filosofía o sociología o biología molecular y se encuentra que no hay demanda para su trabajo, que la industria nacional no necesita tantos especialistas en Heidegger o estructuralistas o expertos en teoría evolutiva. ¿Le engañaron? Hizo aquello que le gustaba, algo por lo que quizá sentía vocación; por supuesto, no se preocupó demasiado en averiguar la probabilidad de rentabilizar esas habilidades. Una vez, más el autismo como actitud ante la vida: tengo libertad para hacer lo que quiera con mi vida, pero después no acepto sus consecuencias, que nadie me va a pagar por hacer lo que más me gusta o que no voy a conseguir un trabajo acorde a mi formación.

3. Para recibir valor de otro ser humano tienes que hacer algo por otros seres humanos

La clase universitaria son la parte cultural e intelectualmente favorecida de la sociedad. En un alto porcentaje en Hispanoamérica y España, y también en el resto de Europa Occidental pertenecen a la clase media-alta y provienen de familias de más elevado nivel cultural.

Muchos universitarios muestran una actitud elitista. No solo parten de una situación en general ventajosa sino que se arrogan privilegios que están vedados para el resto de los ciudadanos. Por alguna razón, es el resto del mundo el que tiene que solucionarles la papeleta y después de pagarles una carrera (sus padres o el Estado) han de proporcionarle un trabajo acorde a sus expectativas.

Si no lo hacen, se frustran, se sienten rebajados porque su nivel es superior al de los trabajos que les ofrecen e incluso muchos no obtienen trabajo (aunque la tasa de paro universitaria es sensiblemente inferior a la de los jóvenes con menor nivel educativo).

A estos sentimientos y creencias subyace una actitud ensimismada, casi solipsista: la única realidad del mundo es la que yo percibo, los únicos problemas son mis problemas. Se les olvida que en una sociedad de libre mercado (yo diría “sociedad libre”, a secas) para obtener valor (retribución, salario, beneficios) has de entregar valor (productos y servicios útiles para otras personas), que nadie debería tener el privilegio de recibir algo a cambio de nada, y que para obtener los recursos materiales que necesitas para vivir el tipo de vida que deseas tienes que esforzarte todos los días por satisfacer necesidades de otras personas.

Has de crear y entregar valor para obtener valor. Y ese valor es juzgado por los que van a pagar y disfrutar del presunto valor, no por ti.

Tienes que comprender a otros seres humanos, tienes que saber lo que quieren, tienes que producir algún bien o servicio que alguien esté dispuesto a comprar y tienes que ofrecerlo a un precio que sea aceptable por el comprador o usuario.

Muchos universitarios, que se creen especiales o con algún derecho a algo por el hecho de haber cursado estudios universitarios, dicen que ya aportan valor a la sociedad.

El problema es que a diferencia de un tendero, un artesano, un electricista o un empresario, no creen necesitar pasar la prueba de creación de ese valor a través del mercado, a través de otros seres humanos que reconozcan que sus habilidades son valiosas y decidan pagar voluntariamente por ese presunto valor producido por el universitario.

Da la sensación de que por ser quienes son, universitarios jóvenes y sobradamente preparados, ya crean valor o han creado valor para el mundo, que el resto de la sociedad les debe estar agradecidos y automáticamente retribuirles sus maravillosas cualidades intelectuales y conocimientos especializados.

La ideología social subyacente: la teoría del merecimiento y la meritocracia

Todas las creencias anteriores que he intentado rebatir se engloban y hacen más tolerables a través de dos posiciones que mucha gente considera justas y que hacen que actitudes elitistas o de búsqueda de privilegios, o simplemente autistas y ensimismadas, parezcan más aceptables: la meritocracia y la teoría del merecimiento.

He ilustrado el concepto con la clase de los estudiantes universitarios indignados. Con toda seguridad he sido injusto con una amplia mayoría de universitarios, que no corresponden al prototipo del universitario indignado, consentido, elitista y autista. Pero son tics que muchos compartimos en mayor o menor medida.

El ejemplo de los universitarios pagados de sí mismos es un síntoma de un fenómeno o ideología social más amplio.

La meritocracia se basa en la creencia de que debemos ser retribuidos con dinero, reconocimiento o cargos en las organizaciones empresariales o públicas según los méritos que hayamos hecho.

En la antigua Grecia, se hubiera hablado de aristocracia o gobierno de los mejores. Platón, por ejemplo, consideraba la república aristocrática como el mejor sistema de gobierno para el hombre.

Más adelante, la aristocracia se ha visto como un gobierno de gente privilegiada, de la clase aristocrática; si bien al principio la aristocracia tenía que ver con méritos guerreros o servicios extraordinarios recompensados por el rey o monarca, al tras*mitirse los títulos nobiliarios por herencia, el carácter de “gobierno de los mejores” perdió su naturaleza originaria.

Es por eso que hoy en día se prefiere hablar de meritocracia, en vez de aristocracia, y asociarla a las cualidades personales, el talento, la habilidad intelectual, la inteligencia, el esfuerzo o las pruebas superadas; o se habla más en general de merecimiento y se hace depender además de méritos jovenlandesales definidos ampliamente o la pertenencia a grupos desfavorecidos históricamente o con especiales dificultades (mujeres, gayses, gente con minusvalías, etnias presuntamente marginadas, etc.). De esta manera, la teoría del merecimiento se convierte en un cajón de sastre de muchos tipos de merecimiento que se usan para legitimar el tratamiento especial o diferenciado a determinadas personas o grupos sociales.

¿Qué problema encuentro con la meritocracia y el merecimiento?

A pesar de su buena prensa, creo que la meritocracia y la teoría del merecimiento son contraproducentes, tanto en el nivel personal como en el de organización social. ¿Quién decide quién tiene mérito o quién se lo merece? ¿Quién determina cómo hay que retribuir el mérito?

No digo que desde un punto de vista jovenlandesal no exista mérito o merecimiento. Todos hacemos juicios de esta naturaleza con nosotros y los demás, pero estos juicios tienden a estar sesgados: hacia nuestra particular visión del mundo, los valores que preferimos o la gente por la que sentimos más simpatía.

Por ejemplo, considero que un chico que viene de una familia de clase baja y con mucho esfuerzo y estudiando por las noches mientras trabaja por el día tiene más mérito que uno de clase acomodada que también estudia pero solo tiene que preocuparse por el lugar al que va a ir a esquiar en las vacaciones de Navidad. También creo que se merece más ser un profesional de éxito aquel que ha consagrado su vida al cultivo de su profesión que aquel que ha llegado a una cierta posición por frecuentar un elitista club de golf y conocer al consejero delegado en la empresa que le contrata o por haber compartido pupitre en un elitista colegio privado.

¿Pero podríamos organizar una sociedad en función del mérito o el merecimiento? ¿Sería conveniente? La respuesta a ambas preguntas es NO.

Primero. Cada persona tiene una idea de lo que es mérito y lo que es merecimiento; solo podría organizarse la sociedad si una particular visión del mérito o el merecimiento se impusiera a los demás.

Segundo: tampoco sería conveniente. Cuando tú compras o haces uso de un bien o un servicio producido por una persona u organización o contratas a un empleado no te importa o no puedes saber si el productor o el empleado pasó largas horas produciéndolo o si tuvo una infancia difícil o si estudió mucho cuando era joven; lo que te importa es que obtengas una satisfacción de ese bien y el empleado sea un trabajador productivo y fiable.

En caso de igualdad de valor recibido, elegirás probablemente el que menor coste tenga, el que produzca más eficientemente el bien o servicio que quieres disfrutar; también contratarás el empleado que esté dispuesto a trabajar por lo mínimo proporcionando la misma calidad en su trabajo y el que sea más fiable (y es posible que consideres más fiable aquel que pertenece a tu círculo social y comparte tus valores).

No es cierto eso que dices.

Si quiero que alguien arregle las cañerías, llamo a un fontanero, y quiero que sea fontanero y no que lo parezca. Meritocracia.

Quiero un presidente que no me mienta, por que si me miente, no tengo un presidente, tengo un títere, y detrás un titiritero que NO he elegido. Merecimiento.

Meritocracia
, que sepa lo que hace y lo haga bien.
Merecimiento, que gobierne quien fue elegido y que haga lo que prometió.
 
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