(Continuación):
Pasemos ahora a examinar, con la concisión que el lugar y momento requieren, un ejemplo de filosofía del esfuerzo, de dedicación a las grandes metas trascendentes y de indiferentismo ante placeres y dolores. El poema de León Felipe, «la insignia», de 1937, empieza reivindicando «la Historia grande» y «los huracanes incontrolables» como ámbitos de existencia de los seres humanos en tanto que tales, en contra de la mediocridad y el cotidianismo felicista, para pasar a proclamar que ésta, la nuestra, «es la época de los héroes./De los héroes contra los raposos», a exhortar al «esfuerzo del heroísmo colectivo» y sentar una proposición de colosal significación cognoscitiva y ética, que «la vida no es ni ha sido nunca / una cuestión de felicidad, / sino una cuestión de heroísmo». Con ello el fundamento de la mejor filosofía jovenlandesal queda establecido. Remacha su proposición con está hermosa aserción, «no buscamos la felicidad», añadiendo visionariamente que después de la revolución «no seremos felices tampoco./ No hay posadas de felicidad/ ni de descanso», pues la existencia humana es avanzar «siempre por un camino heroico» en el que no hay puntos de llegada, de manera que la meta decisiva es el esfuerzo, que, sin dejar de ser medio, se eleva al mismo tiempo a fin y propósito. El poeta demuele así la muy burguesa cosmovisión fruidora que muchos se empeñan aún, en la apoteosis de la sociedad de consumo (que hace del placer el primer deber «cívico» del sujeto hiper-sometido e hiper degradado de la última modernidad), en presentar como «subversiva» y «anti-sistema», aserciones que ya sólo pueden ser contestadas con el sano ejercicio de la risa. No conviene, empero, reducirse a un enfoque politicista, por correcto y oportuno que sea, del significado del eudemonismo y hedonismo, pues la cosmovisión del esfuerzo y del servicio es buena y verdadera en sí y por sí, y no únicamente porque sea un útil medio para la acción revolucionaria. Ello equivale a sostener que además de un medio es un fin, deseable por su valía intrínseca. A la pregunta capital de la filosofía jovenlandesal, ¿cómo debemos vivir?, se ha de contestar no desde tales o cuales sistemas dogmáticos, teóricos o doctrinarios, sino desde la experiencia reflexionada. Dado que la imposición absoluta a las masas del par felicismo-placerismo se realizó en Occidente en los años 60 del siglo XX , ya ha tras*currido tiempo suficiente para realizar un juicio sobre su naturaleza a partir de sus efectos. Por tanto, ¿qué es lo observable respecto a la evolución de la naturaleza concreta del individuo medio y del cuerpo social en los últimos 50 años?, ¿ha mejorado o ha empeorado?
Lo que se percibe es que el vehemente énfasis puesto en el goce está constituyendo individuos cada vez más débiles y vulnerables, que se desploman con creciente facilidad antes las dificultades de la existencia, que poseen cada vez menos autonomía psíquica y padecen una mengua constante de sus capacidades espirituales. La depresión, como disfunción y padecimiento, como forma grave de infelicidad, está en rápido ascenso. Una de sus causas principales es el hedonismo obligatorio, pues éste significa egotismo, el egotismo es soledad y la soledad acarrea un fuerte sufrimiento anímico, pues el ser humano es, por naturaleza, sociable y afectivo, estando dotado de la necesidad de querer y ser querido, de vivir en colectividad y realizarse en lo comunitario, con abandono de la guandoca del yo en que ahora le tienen encerrado, y se ha dejado encerrar. Tal estado de cosas lleva a la comercialización de la vida anímica a gran escala, a cargo de los novísimos manipuladores de la conciencia y aniquiladores de la libertad espiritual, los psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas. Éstos realizan la expropiación de la vida interior del individuo, que ya es cada vez menos suya y cada día más de tales mercaderes de palabras, que invocan siempre la felicidad y la dicha como supuesto propósito de sus rentables intervenciones.
Dado que el placerismo sólo considera, para el caso de la plebe, las facultades sensoriales, todas las demás capacidades naturales del ser humano terminan atrofiándose por falta de uso, reflexión que coincide exactamente con lo observable. Declina la inteligencia, se extingue la afectividad, resulta nulificada la voluntad, nada queda de la sociabilidad. Esto convierte al individuo en un ser sin sustantividad ni mismidad que es construido desde fuera por quienes tienen poder para hacerlo, las élites mandantes, en particular las vinculadas a los medios de adoctrinamiento de masas estatales y empresariales, el sistema universitario y escolar en primer lugar. El sujeto que se siente desposeído de todo, que se halla a sí mismo torpe, solitario, agobiado, infeliz, sin voluntad, vulnerable e ininteligente tiende a centrarse más y más en el dinero para adquirir pretendidos remedios a sus males, de manera que monetiza su existencia hasta el máximo, al mismo tiempo que ya todo lo espera de la intervención institucional, de donde resulta la mentalidad contemporánea, deseosa de recibir siempre y no dar jamás, lo que genera una atrofia aún mayor de las capacidades. Así mismo, está siendo devastada la persona en tanto que realidad biológica, a través del sedentarismo, la mala alimentación, la obesidad, la medicalización, la holgazanería, el consumo compulsivo de mercancías de placer (alcohol y drojas), el confinamiento en las grandes megalópolis y el crecimiento de las enfermedades crónicas. De la suma de tales factores se desprende que el individuo medio conoce en el presente un grado de inespiritualidad notable y en ascenso, al mismo tiempo que está en acelerado declive en tanto que ente biológico. En lo que resulta perfecto es como sujeto hiper dócil, que obedece siempre al poder constituido, el cual no sólo hace en cualquier circunstancia lo que le ordenan desde arriba, sino que también piensa, desea y siente lo que la autoridad determina en cada coyuntura que piense, desee y sienta. Asistimos, pues, a la apoteosis del «homo docilis».
Tales son los efectos comprobables de la amoralidad sensualista y felicista, a los cuatro decenios de la «revolución hedonista» realizada desde las instituciones en los años 60 de la pasada centuria, si bien hay otras causas de los males expuestos, varias de similar importancia a la considerada. En puridad, estamos ante la culminación de la destrucción de la esencia concreta humana, meta primordial del Estado liberal desde sus orígenes. El antídoto inmediato parece ser la recuperación creadora de la filosofía jovenlandesal, como disciplina subversora de lo existente, entre otras medidas de variada naturaleza.