Las moscas de La Sagra
La Sagra está llena de moscas en verano, no son moscas normales, tienen un tono mas neցro, como de sombra de cuervo. Se pegan a la cara de los viejos como si fuesen lunares con alas, en el ojo ciego de los galgos hambrientos y en las calaveras de las abuelas olvidadas en sus cementerios de arena y cipreses resecos.
Al borde del plato de arroz con leche que acababa de servirse el señor Pompa de Mingo, una mosca bebía con insistente avidez. El alcalde de Carranque agitó cerca de ella la cucharilla, y la mosca no se movió. Entonces aproximó un dedo, casi hasta tocarla, sin que el insecto perdiese su presencia de ánimo. Luego la empujó un poco, con prudencia, para no precipitarla en el lácteo zumo azucarado, y la mosca levantó apenas las dos patitas traseras, como para darle a entender que molestaba, y siguió sorbiendo.
—¡Así Dios me lleve como me parece que me ha coceado! —exclamó el caballero, ya en el límite de un estupor que era casi cólera.
—Hoy están terribles —afirmó su mujer manoteando sobre el frutero, que humeaba dípteros.
Al mismo tiempo, a más de medio kilómetro del cigarral, el perro Morronegro, después de tirar furiosas e inútiles dentelladas contra las moscas, se levantó malhumorado en busca de una nueva sombra en la que poder dormir tranquilamente su siesta. En todos los establos balaban las ovejas, afligidas por un acoso igual. En las cocinas, las mujeres, entre una nube zumbadora, tapaban las marmitas y protegían los manjares con paños y papeles, maldiciendo la plaga. Los veraneantes, sin fuerzas ya para defenderse, discutían acerca de los lugares y de los años en que habían visto más moscas juntas.
No quedó aquel día un hombre ni una bestia en toda la parroquia que no fuese acosado, cosquilleado, irritado, estorbado, perseguido y desesperado por las moscas.
Si Picuenque y su mujer no se hubiesen marchado a Yeles, donde iban a mirar un barato adobado, o si regresasen en aquellas encendidas horas de la siesta para las que guardaba la fraga sus más fuertes aromas, hubieran quizá creído que una brujería pesaba sobre su casa de una planta de tapial, tan típica de La Sagra.
Y no es que los Picuenque se asustasen de las moscas; hasta puede decirse que no se daban cuenta de su realidad aunque pasasen por sus mejillas, a fuerza de una convivencia que no se interrumpía ni en el rigor del invierno. Pero aquel día eran tantas las que se habían acumulado allí, que no había pared ni objeto que no apareciese neցro, y el aire, moteado de puntos movibles, estaba lleno de rumor. En el establo ya no había sitio para más. Los lugares que la mosca apetece en las ovejas —que son el hocico y los párpados— los habían ocupado ya las que llegaron primero, y sólo quedaban libres algunas pulgadas de piel en los flancos, donde alcanza el radio de acción del regazo. Pero aun así, muchas moscas posábanse allí y levantábanse, alternativamente, según las lanas abanicaban.
Se abría un solo ventanuco en la pared, sin cristal y tan estrecho que no dejaría paso al fuerte puño de Picuenque, especie de aspillera para renovar con parsimonia el aire. El ambiente estaba cargado de ese olor dulce del sierle y del olor agrio de la trabajo manual pisoteada, en fermentación que venía del aprisco adyacente. Todo era penumbroso y estigmatizado por la sordidez aldeana. La araña que se había establecido en el ventanuco y que llevaba allí muchos meses, estaba asustada de aquella afluencia y no sabía qué hacer. Después de dar unas alocadas carreritas por su tela, terminó por esconderse en el nidito de seda del rincón y asomaba la cabeza pensando en qué acabaría todo aquello, y arrepintiéndose de no haber tendido sus redes, como tantas otras, en los tomillos de La Sagra en vez de ir ambiciosamente a la casa del hombre, donde si es cierto que se vive mejor, también abundan los peligros y los fenómenos más extraordinarios.
Hu—Hu estaba colgada, cabeza abajo, de un negruzco cabo de cordón que pendía del techo, rematado por un gancho donde Picuenque, cuando entraba a revisar las ovejas por la noche, sujetaba su candil de aceite. Hu—Hu se frotó las patas delanteras, acarició con ellas su cabeza y comenzó su discurso.
—Hermanas —dijo—, el Pueblo Pardo celebra ahora una de sus grandes concentraciones para estimularse a sí mismo en la lucha que sostiene. En todos los establos, en todas las cocinas, en las casas todas de la comarca, sobre los campos y sobre los caminos, en los ámbitos de La Sagra, millones y millones de compañeras zumban con entusiasmo nuestro viejo himno, cuya única estrofa dice:
¡Uuuh: la tierra es nuestra!