Siguiendo a Bertrand Russell en Libertad y organización 1814-1914 (1934):
“La rectitud de Inglaterra sobre el comercio de esclavos es una curiosidad psicológica, puesto que los mismos hombres que hicieron más por su abolición se opusieron abiertamente a todos los esfuerzos hechos para mitigar los horrores del industrialismo inglés (…) Para los niños ingleses no tuvieron piedad; para los neցros estuvieron llenos de compasión.”
Afirma Russell que estos horrores, los que respecta a los niños, no son muy conocidos debido a su carácter vergonzoso y, por eso, pasó mucho tiempo sin publicarse nada al respecto. Luego cita una de las primeras publicaciones sobre este asunto, la de los Hammonds en The Town Labourer:
Los niños “entraban a las cinco o las seis de la mañana y salían lo más temprano a las siete o las ocho de la tarde, incluso los sábados. Todo este tiempo estaban encerrados a una temperatura que variaba de 75º a 85º (…) La borra atascaba sus pulmones (…) los eméticos era cosa corriente (…) Catorce o quince horas durante seis días a la semana eran las horas regulares (…) Trabajar de tres de la mañana a diez de la noche no era raro (…) Era físicamente imposible resistir este sistema de trabajo si no se imponía por medio del terror. Los inspectores que informaban ante la Junta de Sadler afirmaban que su método era brutal. Pero les decían que obligaban a trabajar lo estipulado o los destituían, y en estas circunstancias la piedad era un lujo que no podía permitirse un hombre de familia (…) En algunas fábricas casi no pasaba una hora sin que sonara el látigo y los quejidos de dolor.”
Añade Russell:
“Pero esta agonía de los niños hubiese sido imposible si sus padres no hubieran estado en una situación desesperada. Las horas de trabajo de los adultos eran increíblemente largas; los salarios, bajos, y las condiciones de sus viviendas, abominables. Los trabajadores industriales, muchos de los cuales habían vivido, hasta hacía muy poco, en el campo, tuvieron que apiñarse en ciudades nuevas, mal construidas, insanas y llenas de humo. Algunos vivían en sótanos. Y el cólera y el tifus eran endémicos.”
En los siglos XVIII y XIX, los propios campos de las Islas Británicas, que hasta entonces habían sido utilizados por los pobres con cierta comodidad, se cercaban para redistribuirlos por decretos del Parlamento: “Había varios instrumentos para que el rico expoliase al pobre. Los más importantes fueron los cercados y la Ley de los pobres”.
La Ley de los pobres de 1834 completaba, a cargo del Estado, “un salario bajo si era insuficiente para proporcionarle una alimentación sencilla al trabajador pobre y a su familia (…) El resultado natural fue que los patronos pagaron salarios bajos para que parte de los gastos de trabajo empleado por ellos la pagase la asignación del pobre”. Por otra parte, “las autoridades negaron la ayuda de la Ley de los pobres a los padres que no querían enviar a sus hijos a las fábricas”.