Juan XXIII en Humanae Salutis declaró con autoridad infalible la doctrina de la nueva pentecostés del mundo entero que es con Pedro (el papa) y Maria

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Si alguno menospreciare o de cualquier modo criticare estos nuestros decretos en general, sepa que incurrirá en las penas establecidas en el derecho contra los que no cumplen los mandatos de los Sumos Pontífices.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en el día de la Natividad del Señor, 25 de diciembre de 1961, cuarto de nuestro pontificado.

Yo, JUAN, Obispo de la Iglesia católica




Humanae Salutis (25 de diciembre de 1961) | Juan XXIII







CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA
HUMANAE SALUTIS
DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR
J U A N
POR LA DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XXIII
por la que se convoca el Concilia Vaticano II

1. El Reparador de la salvación humana, Jesucristo, quien, antes de subir a los cielos, ordenó a sus Apóstoles predicar el Evangelio a todas las gentes, les hizo también, como apoyo y garantía de su misión, la consoladora promesa: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20).
2. Esta gozosa presencia de Cristo, viva y operante en todo tiempo en la Iglesia santa, se ha advertido sobre todo en los períodos más agitados de la humanidad. En tales épocas, la Esposa de Cristo se ha mostrado en todo su esplendor coma maestra de verdad y administradora de salvación y ha hecho ver a todos el poder extraordinario de la caridad, de la oración, del sacrificio y del dolor soportados por la gracia de Dios; todos los cuales son medios sobrenaturales y totalmente invencibles y son los mismos que empleó su divino Fundador, quien, en la hora solemne de su vida, declaró: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
3. La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas mas trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto, el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso material. De aquí surgen la indiferencia por los bienes inmortales, el afán desordenado por los placeres de la tierra, que el progreso técnico pone con tanta facilidad al alcance de todos, y, por último, un hecho completamente nuevo y desconcertante, cual es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos.
4. Todos estos motivos de dolorosa ansiedad que se proponen para suscitar la reflexión tienden a probar cuán necesaria es la vigilancia y a suscitar el sentido de la responsabilidad personal de cada uno. La visión de estos males impresiona sobremanera a algunos espíritus que sólo ven tinieblas a su alrededor, como si este mundo estuviera totalmente envuelto por ellas. Nos, sin embargo, preferimos poner toda nuestra firme confianza en el divino Salvador de la humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por Él redimidos. Mas aún, siguiendo la recomendación de Jesús cuando nos exhorta a distinguir claramente los signos... de los tiempos (Mt 16,3), Nos creemos vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y la humanidad. Porque las sangrientas guerras que sin interrupción se han ido sucediendo en nuestro tiempo, las lamentables ruinas espirituales causadas en todo el mundo por muchas ideologías y las amargas experiencias que durante tanto tiempo han sufrido los hombres, todo ello está sirviendo de grave advertencia. El mismo progreso técnico, que ha dado al hombre la posibilidad de crear instrumentos terribles para preparar su propia destrucción, ha suscitado no pocos interrogantes angustiosos, lo cual hace que los hombres se sientan actualmente preocupados para reconocer más fácilmente sus propias limitaciones, para desear la paz, para comprender mejor la importancia de los valores del espíritu y para acelerar, finalmente, la trayectoria de la vida social, que la humanidad con paso incierto parece haber ya iniciado, y que mueve cada vez más a los individuos, a los diferentes grupos ciudadanos y a las mismas naciones a colaborar amistosamente y a completarse y perfeccionarse con las ayudas mutuas. Todo esto hace más fácil y más expedito el apostolado de la Iglesia, pues muchos que hasta ahora no advirtieron la excelencia de su misión, hoy, enseñados mas cumplidamente por la experiencia, se sienten dispuestos a aceptar con prontitud las advertencias de la Iglesia.
5. Por lo que a la Iglesia se refiere, ésta no ha permanecido en modo alguno como espectadora pasiva ante la evolución de los pueblos, el progreso técnico y científico y las revoluciones sociales; por el contrario, los ha seguido con suma atención. Se ha opuesto con decisión contra las ideologías materialistas o las ideologías que niegan los fundamentos de la fe católica. Y ha sabido, finalmente, extraer de su seno y desarrollar en todos los campos del dinamismo humano energías inmensas para el apostolado, la oración y la acción, por parte, en primer lugar, del clero, situado cada vez más a la altura de su misión por su ciencia y su virtud, y por parte, en segundo lugar, del laicado, cada vez más consciente de sus responsabilidades dentro de la Iglesia, y sobre todo de su deber de ayudar a la Jerarquía eclesiástica. Añádense a ellos los inmensos sufrimientos que hoy padecen dolorosamente muchas cristiandades, por virtud de los cuales una admirable multitud de Pastores, sacerdotes y laicos sellan la constancia en su propia fe, sufriendo persecuciones de todo género y dando tales ejemplos de fortaleza cristiana, que con razón pueden compararse a los que recogen los períodos más gloriosos de la Iglesia. Por esto, mientras la humanidad aparece profundamente cambiada, también la Iglesia católica se ofrece a nuestros ojos grandemente tras*formada y perfeccionada, es decir, fortalecida en su unidad social, vigorizada en la bondad de su doctrina, purificada en su interior, por todo lo cual se halla pronta para combatir todos los sagrados combates de la fe.
6. Ante este doble espectáculo, la humanidad, sometida a un estado de grave indigencia espiritual, y la Iglesia de Cristo, pletórica de vitalidad, ya desde el comienzo de nuestro pontificado —al que subimos, a pesar de nuestra indignidad, por designio de la divina Providencia— juzgamos que formaba parte de nuestro deber apostólico el llamar la atención de todos nuestros hijos para que, con su colaboración a la Iglesia, se capacite ésta cada vez más para solucionar los problemas del hombre contemporáneo. Por ello, acogiendo como venida de lo alto una voz intima de nuestro espíritu, hemos juzgado que los tiempos estaban ya maduros para ofrecer a la Iglesia católica y al mundo el nuevo don de un Concilio ecuménico, el cual continúe la serie de los veinte grandes Sínodos, que tanto sirvieron, a lo largo de los siglos, para incrementar en el espíritu de los fieles la gracia de Dios y el progreso del cristianismo. El eco gozoso que en todos los católicos suscitó el anuncio de este acontecimiento, las oraciones elevadas a Dios con este motivo sin interrupción por toda la Iglesia, y el fervor realmente alentador en los trabajos preparatorios, así como el vivo interés o, al menos, la atención respetuosa hacia el Concilio por parte de los no católicos y hasta de los no cristianos, han demostrado de la manera más elocuente que a nadie se le oculta la importancia histórica de este hecho.
7. Así, pues, el próximo Sínodo ecuménico se reúne felizmente en un momento en que la Iglesia anhela fortalecer su fe y mirarse una vez más en el espectáculo maravilloso de su unidad; siente también con creciente urgencia el deber de dar mayor eficacia a su sana vitalidad y de promover la santificación de sus miembros, así como el de aumentar la difusión de la verdad revelada y la consolidación de sus instituciones. Será ésta una demostración de la Iglesia, siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo, que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor, irradia nuevas luces, logra nuevas conquistas, aun permaneciendo siempre idéntica a sí misma, fiel a la imagen divina que le imprimiera en su rostro el divino Esposo, que la ama y protege, Cristo Jesús.
8. En un tiempo, además, de generosos y crecientes esfuerzos que en no pocas partes se hacen con el fin de rehacer aquella unidad visible de todos los cristianos que responda a los deseos del Redentor divino, es muy natural que el próximo Concilio aclare los principios doctrinales y dé los ejemplos de mutua caridad, que harán aún más vivo en los hermanos separados el deseo del presagiado retorno a la unidad y le allanarán el camino.
9. Finalmente, el próximo Concilio ecuménico está llamado a ofrecer al mundo, extraviado, confuso y angustiado bajo la amenaza de nuevos conflictos espantosos, la posibilidad, para todos los hombres de buena voluntad, de fomentar pensamientos y propósitos de paz; de una paz que puede y debe venir sobre todo de las realidades espirituales y sobrenaturales, de la inteligencia y de la conciencia humana, iluminadas y guiada por Dios, Creador y Redentor de la humanidad.
10. Pero estos frutos, que Nos ardientemente esperamos del Concilio ecuménico y sobre los que gustamos detenernos tan a menudo, exigen para preparar tan importante acontecimiento un vasto programa de trabajo. Propónense por ello cuestiones doctrinales y cuestiones prácticas, y se proponen para que las enseñanzas y los preceptos cristianos se apliquen perfectamente en la compleja vida diaria y sirvan para la edificación del Cuerpo místico de Cristo y cumplimiento de su misión sobrenatural. Todo esto se refiere a la divina Escritura, la sagrada Tradición, los sacramentos y la oración de la Iglesia, la disciplina de las costumbres, la acción caritativa y asistencial, el apostolado seglar y la acción misionera.
11. Pero este orden sobrenatural debe tener máxima eficacia sobre el orden temporal, que, por desgracia termina tantas veces por ser el único que ocupa y preocupa al hombre. Porque en este campo también ha demostrado ser la Iglesia Mater et magistra, según la expresión de nuestro glorioso antecesor Inocencio III, pronunciada con ocasión del Concilio ecuménico Lateranense IV. Aunque la Iglesia no tiene una finalidad primordialmente terrena, no puede, sin embargo, desinteresarse en su camino de los problemas relativos a las cosas temporales ni de las dificultades que de éstas surgen. Ella sabe cuánto ayudan y defienden al bien del alma aquellos medios que contribuyen a hacer más humana la vida de los hombres, cuya salvación eterna hay que procurar. Sabe que, iluminando a los hombres con la luz de Cristo, hace que los hombres se conozcan mejor a sí mismos. Porque les lleva a comprender su propio ser, su propia gran dignidad y el fin que deben buscar. De aquí la presencia viva de la Iglesia, de hecho o de derecho, en los actuales organismos internacionales y la elaboración de una doctrina social sobre la familia, la escuela, el trabajo, la sociedad civil y, finalmente, sobre todos los problemas de este campo, que ha elevado a tal prestigio el Magisterio de la Iglesia, que su grave voz goza hoy de gran autoridad entre los hombres sensatos, como intérprete y baluarte del orden jovenlandesal y como defensora de los deberes y derechos de todos los seres humanos y de todas las comunidades políticas.
12. Por lo cual, como vivamente esperamos, el influjo benéfico de las deliberaciones conciliares llegará a iluminar con la luz cristiana y penetrar de fervorosa energía espiritual no sólo lo íntimo de las almas, sino también el conjunto de las actividades humanas.
13. El primer anuncio del Concilio, hecho por Nos el 25 de enero de 1959, fue como la menuda semilla que echamos en tierra con ánimo y mano trémula. Sostenidos por la ayuda del cielo, nos dispusimos seguidamente al complejo y delicado trabajo de preparación. Tres años han pasado ya, en los que, día a día, hemos visto desarrollarse la menuda semilla y convertirse, con la bendición de Dios, en gran árbol. Al volver la vista al largo y fatigoso camino recorrido, se eleva de nuestra alma un himno de acción de gracias al Señor por la largueza de sus ayudas, gracias a las cuales todo se ha desarrollado de forma conveniente y con armonía de espíritu.
14. Antes de determinar los temas de estudio para el futuro Concilio, quisimos oír primeramente el sabio y luminoso parecer del Colegio cardenalicio, del Episcopado de todo el mundo, de los sagrados dicasterios de la Curia romana, de los superiores generales de las órdenes religiosas, de las universidades católicas y de las facultades eclesiásticas. En el curso de un año fue llevado a cabo este ingente trabajo de consulta, de cuyo examen resultaron claros los puntos que deberán ser objeto de un profundo estudio.
15. Para preparar el Concilio creamos entonces diversos organismos, a los que confiamos la ardua tarea de elaborar los esquemas doctrinales y disciplinares, de entre los que escogeremos los que habrán de ser sometidos a las congregaciones conciliares.
16. Tenemos, finalmente, la alegría de comunicar que este intenso trabajo de estudio, al que han prestado preciosa contribución Cardenales, Obispos, Prelados, teólogos, canonistas y expertos de todo el mundo, está tocando a su fin.
17. Así, pues, confiando en la ayuda del Redentor divino, principio y fin de todas las cosas; de su augusta progenitora, la Santísima Virgen María, y de San José, a quien desde el comienzo confiamos tan gran acontecimiento, nos parece llegado el momento de convocar el Concilio ecuménico Vaticano II.
18. Por lo cual, después de oír el parecer de nuestros hermanos los Cardenales de la S. I. R., con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y nuestra, publicamos, anunciamos y convocamos, para el próximo año 1962, el sagrado Concilio ecuménico y universal Vaticano II, el cual se celebrará en la Patriarcal Basílica Vaticana, en días que se fijarán según la oportunidad que la divina Providencia se dignara depararnos.
19. Queremos entretanto y ordenamos que a este Concilio ecuménico por Nos convocado acudan, de dondequiera, todos nuestros queridos hijos los Cardenales, los venerables hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos Obispos, ya residenciales, ya sólo titulares, y además todos los que tienen derecho y deber de asistir al Concilio ecuménico.
20. Por último, rogamos a cada uno de los fieles y a todo el pueblo cristiano que, concentrando sus afanes en el Concilio, pidan a Dios que favorezca benignamente tan magno y ya inminente acontecimiento y con la fortaleza de su gracia permita celebrarlo con la debida dignidad. Que esta oración común sea inspirada por una fe viva y perseverante; que se vea acompañada de la penitencia voluntaria, que la hace más acepta a Dios y acrece su eficacia; que esté igualmente avalorada por el esfuerzo generoso de vida cristiana, que sea como prenda anticipada de la resuelta disposición de cada uno de los fieles a aceptar las enseñanzas y directrices prácticas que emanarán del Concilio.
21. Nuestro llamamiento se dirige al venerable clero, así secular como regular, esparcido por todo el mundo, y a todas las categorías de fieles; pero encomendamos el éxito del Concilia, de modo especial, a las oraciones de los niños, pues sabemos bien cuán poderosa es delante de Dios la voz de la inocencia, y a los enfermos y dolientes, para que sus dolores y su vida de inmolación, en virtud de la cruz de Cristo, se tras*formen en oración, en redención y en manantial de vida para la Iglesia.
22. A este coro de oraciones invitamos, finalmente, a todos los cristianos de las Iglesias separadas de Roma, a fin de que también para ellos sea provechoso el Concilio. Nos sabemos que muchos de estos hijos están ansiosos de un retorno a la unidad y a la paz, según la enseñanza de Jesús y su oración al Padre. Y sabemos que el anuncio del Concilio no sólo ha sida acogido por ellos con alegría, sino también que no pocos han ofrecido sus oraciones por el buen éxito de aquél y esperan mandar representantes de sus comunidades para seguir de cerca sus trabajos. Todo ello constituye para Nos motivo de gran consuelo y esperanza, y justamente para facilitar estos contactos creamos de tiempo atrás un secretariado con este fin concreto.
23. Repítase así ahora en la familia cristiana el espectáculo de los Apóstoles reunidos en Jerusalén después de la ascensión de Jesús al cielo, cuando la Iglesia naciente se encontró unida toda en comunión de pensamiento y oración con Pedro y en derredor de Pedro, Pastor de los corderos y de las ovejas. Y dígnese el Espíritu divino escuchar de la manera más consoladora la oración que todos los días sube a Él desde todos los rincones de la tierra: «Renueva en nuestro tiempo los prodigios como de un nuevo Pentecostés, y concede que la Iglesia santa, reunida en unánime y más intensa oración en torno a María, progenitora de Jesús, y guiada por Pedro, propague el reino del Salvador divino, que es reino de verdad, de justicia, de amor y de paz. Así sea» (cf. ASS 51 (1959) 382).
24. Queremos, pues, que esta Constitución sea eficaz ahora y para siempre, de tal manera que sus decretos se observen escrupulosamente por aquellos a quienes afectan, y así obtengan su resultado. Ningún mandato en contrario, de cualquier clase que sea, podrá impedir la eficacia de esta Constitución, ya que los derogamos todos mediante la misma Constitución. Por lo tanto, si alguien, cualquiera que sea su autoridad, a sabiendas o sin darse cuenta, actuare en contra de lo por Nos establecido, mandamos que se considere como nulo y de ningún valor. Además, a nadie le será licito ni romper ni falsificar estos documentos de nuestra voluntad; y se ha de dar también completamente el mismo crédito que se daría a este documento si se dejara ver, a sus copias y pasajes, sean impresos o manuscritos, que antepongan el sello de alguien constituido en dignidad eclesiástica y lleven también la firma de algún notario público. Si alguno menospreciare o de cualquier modo criticare estos nuestros decretos en general, sepa que incurrirá en las penas establecidas en el derecho contra los que no cumplen los mandatos de los Sumos Pontífices.
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