Cuba: Estado-partido y participación
Guillermo Almeyra · · · · ·
08/02/09
Cuba enfrenta dos tipos diferentes de desastres. Se destacan en primer lugar los derivados del bloqueo agresivo estadunidense que le ha costado decenas de miles de millones de dólares, ha provocado la necesidad de crear un vasto y carísimo aparato militar y de seguridad y ha inflado enormemente la fuerte burocracia nacida de la centralización económica y política. Pero hay que contabilizar también las catástrofes ambientales resultantes del recalentamiento climático (sequías terribles, inundaciones devastadoras, ciclones cada vez más destructivos).
Sin embargo el de tipo político-social es aún peor: casi toda la prensa cubana, por ejemplo, provoca peores daños que los huracanes, pues niega a los ciudadanos la posibilidad de informarse, pensar y reflexionar, quita credibilidad incluso a los pocos datos correctos que publica, induce a la desconfianza y el conformismo cínicos, desmoraliza y paraliza las iniciativas sociales.
Todavía más deletérea es la fusión entre el partido y el Estado, que subordina totalmente a aquél a las necesidades de éste, educando a los militantes en el verticalismo y el carrerismo burocráticos, en la búsqueda de soluciones meramente técnicas y administrativas a los problemas políticos y sociales y en una estrecha visión cubanocéntrica que, por ejemplo, impidió en el pasado prever el derrumbe del llamado “socialismo real” que Cuba tomaba como modelo.
El partido, que debería ser independiente del aparato estatal para poder orientarlo teóricamente y controlarlo y para equilibrar y reducir el peso político interior de las decisiones económicas o diplomáticas que el gobierno de un país débil y aislado se ve obligado a tomar, anuló su democracia interna (que existió al comienzo, cuando fue formado por la fusión de varias organizaciones políticas muy diferentes y mantenía en su seno la posibilidad de disentir de la mayoría). Dada su identificación con el aparato estatal, su centralismo burocrático se propagó a las instituciones, como la Asamblea Nacional, que se reúne raramente y vota unánimemente las resoluciones elaboradas y aprobadas previamente por el gobierno (cuya política no discute) y el partido, al cual pertenecen sus principales miembros.
Aunque el gobierno cubano no es estalinista, funciona, al igual que el partido, sobre la base de las concepciones estalinistas, ahogando la vida política en el país. Porque el problema no consiste en que falte “participación” popular sino en que quienes deberían ser el sujeto colectivo de la construcción del socialismo estableciendo democráticamente cuáles son las necesidades y las prioridades y cómo y con cuáles recursos darles respuesta, no son protagonistas de la política sino, en el mejor de los casos, aplicadores flexibles de decisiones ajenas. No hay en Cuba pasividad ni falta de creatividad: lo que hay es una burocracia y un paternalismo asfixiantes. Los “especialistas” y “la vanguardia” no escuchan a la gente. Eso reduce drásticamente la eficacia económica y la productividad al igual que el consenso político. El gobierno cuenta así con un “consenso negativo”, o sea, con el apoyo de la gran mayoría de los cubanos en su lucha por mantener la independencia de la isla frente al imperialismo. Pero el apoyo al funcionamiento de la economía, la cultura y el aparato estatal se funde como nieve al sol bajo el efecto combinado de la crisis económica, que tiene ya 20 años, y del envejecimiento de la población porque los jóvenes, que nacieron en la crisis, no pueden comparar la situación imperante en la isla con el pasado que no conocieron ni con lo que sucede en otros países, ya que no creen en lo que dicen los medios cubanos de desinformación y propaganda.
Cuba es un país urbanizado, con alto desarrollo cultural y técnico. El grave problema del abastecimiento alimentario a las ciudades se puede resolver –entre otras cosas, porque la población cubana es escasa– gracias al nivel cultural y técnico de los campesinos y neocampesinos que les da margen para su autorganización e incentivos para producir libremente, controlando la mercantilización y los precios y si se truecan, por ejemplo, medicinas y conocimientos por alimentos con Argentina o Brasil. Eso disminuirá la desocupación disfrazada, la necesidad de subsidiar los consumos y la tensión social. Pero en las ciudades, la democracia directa, la autogestión y la autorganización de los trabajadores son aún más necesarias. Los consejos obreros o de empresa eliminarían privilegios y despilfarros y harían a los trabajadores protagonistas del desarrollo. En el campo de la educación y la cultura, donde ya son intolerables la censura y la discriminación, crecería la calidad de la producción, que es inseparable de la libertad. En el partido, donde existen de hecho la tendencia estalinista, la vietnamita y la partidaria del mercado, la apertura de una discusión pública sanearía el ambiente y haría participar activamente a los trabajadores en la vida política. La elección libre de comités de empresa que remplazasen los sindicatos burocratizados que son una correa de tras*misión de los directores y del Estado, permitiría aumentar la productividad, reducir costos y despilfarros, dar base a las ideas socialistas entre los más enérgicos y solidarios.
Hoy el Estado es necesario. Pero el socialismo se construye creando las bases autogestionarias y libertarias para que el Estado desaparezca. Ese debe ser el legado de quienes hicieron una revolución democrática y de independencia a quienes, en el futuro, integrarán a Cuba en la Federación de Repúblicas Socialistas de América.
Guillermo Almeyra es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO.