El pesado lastre de la "Hispanidad"

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4 Nov 2012
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El pesado lastre de la “Hispanidad”.
Carlos X. Blanco


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La crisis institucional, jovenlandesal, económica y social que vive el Reino de España debería ser objeto de un debate abierto, sincero, desprovisto de prejuicios, apoyado en la razón y lejos del sentimentalismo. La falta de cultura democrática en España polariza las discusiones hacia la izquierda y hacia la derecha, obviando la raíz de los problemas. Por ejemplo, señalando que Rajoy nos trae los recortes injustos y autoritarios, y advirtiendo también las quejas izquierdistas consabidas, todo suscita el automatismo equivalente: Zapatero fue nefasto y dejó la Caja arrasada, ocasionando la famosa “herencia” que ahora debemos curar… Una Izquierda y un Derecha convencionales que están ciegas a la hora de ver lo fundamental, mientras se tiran los trastos a la cara, con reproches cruzados que siempre llevan su parte de razón. Y ¿qué es lo fundamental con respecto a lo cual están ciegas las izquierdas y las derechas del régimen? Lo fundamental que aquí debería ventilarse es la misma “España”. ¿Qué cosa es esa?

Por de pronto, España es una cosa cuestionada. Por más que su concepto sigue despertando entusiasmos futbolísticos y agitaciones de banderas, España reúne todas las papeletas de ser una “nación fallida”. Hay una verdad oculta a las conciencias del sector más españolista de nuestra derecha y de nuestra izquierda de signo convencional: España es fruto de la más radical diversidad étnica, cultural e institucional. La pluralidad de identidades inscritas en el Reino procede de la Alta Edad Media, fundamentalmente. Durante el tras*curso de la llamada Reconquista, fue la índole de los pueblos que la llevaron a cabo, y el ritmo y las condiciones de la apropiación y repoblación del suelo las que marcaron las bases de la desigualdad regional y étnica en la Península. Después, ya en la Modernidad, la falta de unión jurídica y económica de los diversos territorios, soldados exclusivamente por arriba, por la Corona, lastró al Imperio Español en sus intentos de convertirse en una nación moderna, en una nación-estado. Y eso que los Borbones, una vez instalados en un suelo que les resultaba extranjero y que siguieron viendo de forma patrimonialista, hicieron serios intentos por seguir el camino francés: la vía de la centralización y del jacobinismo. Es cierto, sustancialmente, que fueron los azares de la Historia, y los caprichos de la “fuerza de las armas”, los que retuvieron a los países levantino-aragoneses (el Principado de Cataluña de manera muy señalada bajo el prisma del presente) junto a Castilla, y no, por el contrario, Portugal. Los denostados “futuribles” de la Historia sirven –no obstante- para avanzar en el terreno del concepto, de la Filosofía de la Historia: ¿Cómo habría sido la Historia de haberse unido Castilla a Portugal, y, en cambio, haber dejado a los países del Levante, quizás liderados por el Principat, o quizás encabezados por Valencia, seguir su destino mediterráneo? Muy distinto sería el curso de los acontecimientos, sin duda. Objetivamente, siguen existiendo las “dos Iberias”: la mediterránea y la atlántica. En mi libro, Casería y Socialismo, entre otros lugares, defiendo el cariz atlántico de la nación asturiana, gobernada –al igual que otros territorios norteños- a modo de una república (casi) independiente hasta el siglo XVIII. La juntas norteñas hablan de una diversidad dentro de la Corona castellana, entre ellas la Junta General del Principado de Asturias, y las juntas de las provincias vascongadas. La conexión nórdica de los puertos cantábricos, junto con un sentido de la tierra hondo distinto al mediterráneo, son señales de una mayor relación del norte de España con el mundo atlántico (Portugal, Bretaña, Islas Británicas, Flandes, América), que con la mesetaria Castilla, mucho más dada a encararse con sus proyecciones africanas (una vez conquistada Granada) y mediterráneas (una vez que se unieron las coronas castellana y aragonesa). A partir de su misma constitución como Imperio, lo “hispano” naufragó como nación. Todos los esfuerzos de medievalistas españoles como p.e. Julio Valdeón o Luis Suárez, de hacernos creer que “España” o “Hispania” era un anhelo compartido de unión entre reinos, en los ocho siglos de Reconquista antes de la unión matrimonial de Isabel y Fernando, quedan en nada si nos fijamos en el cariz meramente patrimonial de los reinos, divisibles a voluntad testamentaria del monarca. Esa palabra España era, más bien, un término geográfico de índole neutra, cuando no dotado de resabios eruditos y clasicistas. De hecho, cada Corona albergaba en su interior un mosaico étnico, y si bien es más conocida la estructura polinuclear y federalizante de la Corona aragonesa, en el propio reino de Castilla se daban las condiciones de esa diversidad. Todo el norte del Reino de Castilla conservaba la estructura jurídica y representativa de las viejas “repúblicas” que, al estilo medieval y pre-liberal, no veían contradicción entre su autonomía (lo que yo he llamado en mis libros, el “paleoautonomismo”) con su lealtad a un Rey. En el Antiguo Régimen, y especialmente antes de las reformas borbónicas, el Rey solía contentarse con que las juntas provinciales concedieran aportes de tropas y subsidios.

Resulta irónico que hoy los ejes de “desarrollo” capitalista en el Reino coincidan en buena medida con la geografía de la corrupción española. Con la aguja del compás puesta en Madrid, a punto de consolidarse como cloaca de Europa una vez que se convierta en ciudad-casino (Eurovegas), todo el arco mediterráneo que conoció grandísimas tasas de acumulación de plusvalía se hunde hoy por el estallido de la burbuja inmobiliaria y la baja formación de gran parte de su población. El dinero fácil y una dependencia excesiva del turismo de sol y playa, la conversión de pueblos enteros en vomitorios y prostíbulos, junto con el deterioro medioambiental, ha hecho de la España sureña y mediterránea un modelo del Horror, un ejemplo de subdesarrollo y de capitalismo voraz, puramente especulativo, nunca asentado sobre bases serias y confiables. Mientras tanto, la España noroccidental dormita alejada de esos ejes de desarrollismo, de turismo de sol y playa. Como sus bases productivas tradicionales nada tienen que ver con el turismo de sol y playa, ni con los prostíbulos y vomitorios, los países del N.O. duermen, y además se encuentran muy alejados de la frontera de Francia y de Europa. Dándole la espalda a Portugal, atrapados entre el mar cantábrico y la meseta castellana, y maquiavélicamente enfrentados entre sí por intereses cuyo origen fácilmente se detecta en Madrid, los países del Noroeste Ibérico postergan una y otra vez su alianza cada vez más necesaria.

Se potencian enemistades entre gallegos y asturianos, enemistades en buena medida artificiales y sin base popular, intentando galleguizar la región eonaviega. Se intenta mantener a León dentro de Castilla y como región dependiente de Valladolid, cuando el lazo histórico y étnico de León es más fuerte con Asturies. Se intenta, por todos los medios, desconectar las autonomías asturiana y cántabra ignorando la realidad indudable de un plural histórico: Las Asturias (de Oviedo, de Santillana, de Trasmiera…) solamente desconectadas por la acerba acción castellanista. Se puede sostener- con un poco de conocimiento de la historia y del conocimiento de la construcción del discurso geográfico, que la invención de un ente estatal, con pretensiones nacionales, llamado “España” fue el verdadero separatismo. El nacionalismo español y su arbitraria separación de provincias, especialmente a cargo de los liberales, fue el verdadero separatismo que cizañó la existencia genuina de los pueblos ibéricos, existencia que siempre es alienante si se tergiversan las líneas territoriales y se alteran las relaciones naturales de vecindad. Hace falta, tanto como el comer, una poderosa Alianza del Noroeste, una alianza de pueblos que –amparándose en su identidad compartida desde los viejos tiempos del Reino Asturleonés- devuelva a unos parámetros de normalidad las tasas de demografía y de actividad productiva de este Occidente peninsular que fue, también, baluarte de la europeidad de la Península en diversos tiempos aciagos de la historia.

Necesitamos aunar fuerzas entre pueblos vecinos y avanzar hacia una superación del actual “Estado de la Autonomías”. Es evidente que 17 autonomías, 17 parlamentos, 17 entes artificialmente creados es una sangría de recursos, es un despilfarro. Pero la solución centralista y unitaria nunca va a ser solución. En los peores momentos de centralismo español, bajo el gobierno de liberales decimonónicos o bajo el gobierno dictatorial de Franco, la dialéctica entre centro y periferias siempre se agudizó, el caciquismo retornó con fuerza y la desigualdad más injusta fue la tónica del estado-nación fallido. El burocratismo que nació con los Habsburgo fue siempre el cáncer de un Imperio desmesurado, con diversidad y lejanía de territorios y una base económica claramente anticuada. España aportó a Europa el burocratismo de su Imperio sobre la base de una Castilla orate, que ahogó su agricultura en aras de una ganadería merina monopolística. El poso que dejó la paupérrima sociedad castellana –guerrera mas no industriosa- como base de un Imperio que, desde el siglo XVI no ha dejado de menguar, ha sido nefasto para las periferias ibéricas. Curiosamente el hundimiento de las ricas ciudades castellanas y andaluzas en el siglo XVII supuso una revitalización de la periferia, una oportunidad para su desarrollo sin ahogarse por causa de las fechorías de una Corona y una Alta Nobleza estulta y enemiga del trabajo productivo.

Resulta muy llamativo leer en los documentos conservados entre los siglos XVI y XVIII cómo la sociedad eminentemente rural del Norte conservaba una “ética del trabajo” en la que, al más puro estilo anglosajón, no era extraño ver al hidalgo –de diversa fortuna económica- empeñado en labrar sus tierras y cuidar sus propias caserías. El hidalgo asturiano o el vasco, afanados en sacar partido de su tierra y nunca ocioso guardaba mayor conexión con la gentry británica y otros campesinos libres del norte europeo que con su equivalente haragán castellano, quien al quedarse sin cruzadas no hizo otra cosa que valerse de los resortes de la burocracia, de la vida cortesana o, simplemente morirse de hambre con mucha dignidad. La dignidad de quien no trabajaba y tras*mitía su sentimiento parásito, su condición de improductivo incluso a las clases bajas, como muy bien nos retrata la literatura castellana sobre los pícaros. De esa hidalguía universal norteña, muy instruida, brotaría en gran medida la Ilustración española y gran parte de los hombres de Estado que –como Jovellanos- elevarían el nivel intelectual y el nivel de europeísmo de una España fracasada como Imperio, de una Castilla instrumentalizada por una dinastía progresivamente estulta, alejada de la realidad y feudalizante en medio de un capitalismo dominante que daba sus pasos rápidamente desde la Monarquía administrativa (Foucault), al Capitalismo comercial e industrial.

A pesar de los intentos por restaurar a los Borbones –todos ellos tan nefastos para el destino de los pueblos de España- y a pesar de modernizar ciertas instituciones, sigue poniéndose en evidencia que las constantes inveteradas de la historia ejercen un poder inmenso. Cuando este Reino pudo haber levantado cabeza, en las últimas décadas, el carácter delicuescente de su clase política, la ética del pelotazo (contrapuesta a la ética del trabajo que predominaba aún en el mundo rural y en la vieja hidalguía norteña), la corrupción generalizada en toda la sociedad, el caciquismo, los modos y maneras jovenlandeses –antes que occidentales- de todas las clases sociales, hace ver que una mera importación de modelos foráneos no se ajusta a esta colonia del Capital – antaño un Imperio, pero nunca Nación- llamado España no es viable. Los pasos atrás que estamos conociendo en derechos, en altura política, en productividad, en cultura y formación- no auguran nada bueno si seguimos en el actual marco: Monarquía, Estado de las ¡¡17!! Autonomías, economía del turismo de sol y playa, de casino y prostíbulo, de pelotazo inmobiliario, de banca controlada políticamente… El marco habría de ser otro: una confederación de pueblos que tengan bases históricas y étnicas similares: el Noroeste (Galicia, Les Asturies, León), Confederación vasco-navarra, Castilla, Andalucía, Canarias, Aragón y Países Catalanes. Por lo demás, las viejas instituciones caducas, desde la Monarquía hasta la capitalidad madrileña habrían de ser barridas del mapa dada su artificialidad. Junto a ello, un gran pacto educativo donde se eleve la instrucción del pueblo y las diversas lenguas ibéricas fueran enseñadas en todo el territorio de la Confederación sentaría las bases de una comprensión y acercamiento mutuos. Una federación de naciones reales y un pacto social nuevo con el que salir de la brecha institucional, jovenlandesal, económica y de identidad en que vivimos. España es la que sufre ahora un grave problema de identidad y nada se resuelve con la proclamación de “nacionalismos privilegiados” (acaso el catalán y el vasco) que traten de medirse con el nacionalismo español (castellanismo). Esto es dar vueltas a la noria. En un mundo en el que las naciones se están quedando pequeñas ante la creación de grandes bases productivas y militares se deben hundir más las raíces hacia el centro de la tierra y encontrar aquello que nos une, para cobrar fuerzas y reparar errores, como el de la Hispanidad, un error de 500 años que sólo intentó dotarse de instrumentos efectivos en el último siglo y medio, ocasionando con ello una ruina jovenlandesal y una devastación completas.


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No veo la extrema izquierda por ningún lado. España por culturas, lenguas, tradiciones y mentalidades es más federal que centralista.

Es obvio que el modelo centralista NO funciona por igual en toda España. Cualquier otra cosa que no sea federalismo va a ser querer darse contra un muro una y otra vez y estar al borde de una guerra civil, con lo fácil que es que cada palo aguante su vela.
 
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