El falso Tratado de Verona de 1822.

XXX.
M. Ouvrard. Carta del vizconde de Monmorency.—-Principian las relaciones personales del autor con el emperador de Rusia.



XXX.
M. Ouvrard. Carta del vizconde de Monmorency.—-Principian las relaciones personales del autor con el emperador de Rusia.


Mas ¿qué significaba esa aparicion de M. Ouvrard de que tiemos hablado eu nuestra carta del 28 de noviembre? Con fecha 24 del mismo mes habiamos recibido de Milan el siguiente escrito de M. de Montmorency.


«Noble vizconde: he. encontrado aqui a M. Ouvrard, que me ha causado algo de admiración y hasta de sentimiento por las últimas noticias de la regencia. Ya comprendeis que el interés de esta y de su empréstito es lo que motiva su viaje. Desea una carta para uno de nuestros plenipotenciarios, os concedo la preferencia suplicándoos que lo introduzcais cerca de vuestros colegas. Le he aconsejado que permanezca poco tiempo en Verona, donde se hablará demasiado de su llegada y que procure volver lo mas pronto posible. Decid al Sr. principe de Metternich que ruego que lo escuche. El todo está en buenas manos, noble vizconde. Escribid tambien por él. Estoy muy contento de las nuevas elecciones; segun las noticias que me ha dado, cinco solamente han salido malas.

Dios os inspire. Hablad de mi a vuestros colegas y todo el congreso.
MONTMORENCY»



M. Ouvrard se presentó por consiguiente con planes para derribar el gobierno de las cortes en nombre de regencia de Urgel sin necesidad de ninguna otra potencia. Esos planes quiméricos por lo tocante los intereses jovenlandesales, no lo eran por lo respectivo los materiales. El banquero imaginario divirtió a M. de Metternich. La idea de hacer la guerra con dinero y sin mas intervencion que la regencia de Urgel, desentendiéndose de la Francia, era idea que halagaba al principe.

El órden cronológico de los negocios nos conduce a hablar de las relaciones que el emperador de Rusia se dignó tener con nosotros. ¿Cuál es el lugar que ahora habita? El sepulcro.






XXXII.
Cambio de disposiciones —Anúdase la narracion. Alejandro: conversacion con él.



XXXII.
Cambio de disposiciones —Anúdase la narracion. Alejandro: conversacion con él

Apenas tenemos valor de representar hablando con nosotros al que acabamos de dejar sumido en eterno silencio en el panteón de los czares. ¿Qué le importan ya los congresos ni los reinos de este mundo? Todo lo absorbe la inmensidad de la tumba. La fin y la vida son dos cosas de tan opuesto órden, que después de haber hablado de la primera parecen puerilidades de la niñez todo lo que pueda decirse por lo tocante a la segunda.

Habiendo M. de Montmorency partido, nuestro papel muy limitado en su presencia aumentó de importancia: conservamos, sin embargo, grato recuerdo de aquellas horas, porque nos proporcionaron la benevolencia mas ilustrada de nuestra carrera política, benevolencia que nunca se ha desmentido.

Habían inspirado prevenciones al emperador de Rusia contra nuestra persona, habíanle dicho que si nos daba oido ejerceriamos sobre su ánimo una seducción que le seria difícil desistir. Fuimosle presentados en Paris; como él; en liberal, no le conveníamos mas que bajo el punto de vista religioso. Cuando volvimos a verlo en Verona, el czar se habia hecho ultra, como nosotros seguíamos permaneciendo en nuestra clasificacion de liberal, ocurrió la misma dificultad, aunque en opuesto sentido. En el Congreso nos trató con atención pero de un modo reservado. Acostumbrábamos verlo con frecuencia en sus paseos y teníamos bastante mundo para darnos por entendidos de que lo conocíamos, pero esperábamos que al pasar nos hubiese hecho alguna indicación, nos hubiese dicho alguna palabra. Una vez se acercó nuestro lado, remontando juntos la orilla del Adige habló de San Petersburgo sin duda para evitar toda conversación política. Aunque M. de Montmorency no se nos mostró favorable, obró sin embargo respecto de nosotros (ya lo hemos dicho anteriormente) según el impulso de su sangre y de su virtud’ al despedirse del emperador le invitó a que no se asustara tanto de nuestra persona. La condesa Tolstoy, que Alejandro solía ver con frecuencia, nos facilitó algunas entrevistas con él que no produjeron resultado alguno; el emperador era algo sordo y nosotros no teníamos la costumbre de hablar en tono alto; nuestra indiferencia hácia los príncipes es tan grande que ni siquiera habíamos dudado de la frialdad con que nos recibiría aquel hombre cuya mirada andaba todo el mundo mendigando.

Cuando M. de Montmorency se marchó, Alejandro nos envió llamar; no hacia un cuarto de hora que estábamos cara a cara cuando ya nos agradábamos. No se diga que nos asociamos demasiado familiarmente a aquel poderoso de la tierra, porque la familiaridad que aludimos, es la del alma, nadie ignora que las almas son iguales y que esa igualdad en nada perjudica al respeto. Él emperador manifestó admirarse, la manera de una persona que nunca hubiera visto mas que nuestro retrato. Hallándonos preocupados de la guerra de España, no viendo obstáculo que en ese particular pudiese inspirarnos temor, no siendo la envidia británica, nos esforzamos por captarnos un poco la voluntad de Alejandro, a fin de oponerlo a las malignidades del gabinete de Londres.

En nuestras diversas conversaciones le hablábamos de todo, él nos escuchaba olvidándose de quién era. Manifestárnosle nuestra oposición a los tratados de Viena; no creyó deberse explicar pero nos contestó diciendo «Mejor avenido os hallóbais con el tratado de Paris.»

Nos atrevimos a presentarle el desmembramiento de la Polonia a consecuencia de una de las mayores cobardías de la antigua Francia, añadimos que la iniquidad de ese desmembramiento pesaría eternamente sobre Rusia, Prusia y Austria; que Alejandro acabarla de inmortalizarse remediándolo. El czar tuvo la paciencia de escucharnos cuando dijimos que un pequeño pais muy mal gobernado para el cual había vanamente confeccionado un proyecto de constitución, no debía ser considerado como un peligro para los Estados vecinos y que los polacos nunca perderían la tentación de sublevarse no por espiritu revolucionario, sino porque es condición de la naturaleza humana, el que todo pueblo quiera conservar su nombre, re(h)úse perder su independencia.

Tampoco nos olvidamos de nuestra querida Atenas, cuya causa hemos defendido largo tiempo en público en la cámara de los Pares, de la cual aun después de muerto el czar, nos atrevimos a hablar a Nicolás Constantino.
 
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Ocurrian en Alejandro conflictos de naturaleza y de posicion : habiendo nacido para marchar al frente del progreso de la sociedad, padecia al verse en la precision de rechazar á los griegos, correligionarios suyos, dándose por desentendido de unos pueblos que estaba obligado a proteger. Mas al amar la libertad, Alejandro creia que la Europa pedia su proteccion contra los principios disolventes, y era tanto mayor el recelo que esos principios le causaban , cuanto mas reciente estaba lo explosion que acababan de hacer en Nápoles, en el Piamonte y en España, y cuanto que en su mismo ejército se manifestaban sintomas de la fiebre de Francia.

Por esa razon, despues de haber dado una constitucion á los polacos, suspendió el movimiento; despues de haber hecho otorgar una Carta á la Francia, vió con alguna ansiedad su desarrollo; despues de haber deseado la independencia de la Grecia, desaprobó la insurrección del 1820, y no vió en ella mas que una órden emanada del comité revolucionario de París. En el congreso de Troppau, de Leyback y de Verona. se imaginó defender la civilización contra la anarquía, asi como anteriormente la habia salvado de Napoleón.

Tratamos de la reunión de la Iglesia Griega con la Latina; Alejandro se inclinaba á ella, mas no se creia con fuerzas para intentarla; deseaba hacer un viaje á Roma, y se detenia en las fronteras de Italia; más tímido que César no se atrevia á franquear el torrente sagrado por causa de las interpretaciones que no habrían dejado de hacerse por lo tocante á su viaje. El deseo de proceder con acierto en esta materia, daba lugar á un continuo combate en su ánimo; en medio de las ideas religiosas de que el autócrata se sentía dominado, no acertaba á discernir si obedecia á la secreta voluntad de Dios, ó si era victima de una sugestion infernal que lo convertía en renegado y en sacrilego.



XXXllI.
M. de Metternicb nos confía sus temores por lo tocante a la
Guerra de España.— Ultima conversacion con el emperador e Rusia.


XXXllI.
M. de Metternicb nos confía sus temores por lo tocante a la
Guerra de España.— Ultima conversacion con el emperador e Rusia

Cuando se divulgó entre los del congreso el favor que cada vez íbamos mereciendo mas cerca del czar, no tardaron en cambiarse nuestras circunstancias personales; fuimos buscados con la misma solicitud con que anteriormente evitaban nuestro encuentro. M. de Metternich se nos mostró sobremanera complaciente, y en una conversacion no tuvo reparo en confiarnos el temor que le inspiraban la guerra de España, el ardor que Alejandro manifestaba en llevarla á cabo, y principalmente el proyecto de poner en movimiento su ejército, si alguna vez llegaba la Francia á necesitarlo para la realizacion de ese plan. A la manifestacion de semejantes temores, añadió deseos de que predicáramos la paz al poderoso vecino del Austria, y á esto le contestamos que como estábamos en la persuasion de que Francia no necesitaba de ningun auxiliar, nunca haíamos predicado la guerra; que no podíamos prescindir de tener nuestra opinion particular, y que como no éramos ministro, era de esperar que nadie consultara nuestro parecer. «Por lo demás, seguimos diciendo, M. de Viilele se halla distante de acudir á las armas; sus últimas cartas nos revelan la pena que le causa el dirigir comunicaciones ostensibles á Madrid. Piensa que esos despachos pueden obligarle á tomar medios mas graves, tal vez hasta la de retirar antes de lo que hubiera querido, el embajador francés de aquella córte.»

Aseguramos á M. de Metternich que comunicariamos la opinion de M. de Viilele á S. M. I. en la primera audiencia que se dignara concedernos. M. de Metternich nos dió las gracias y manifestó deseos de saber el resultado de aquella audiencia.

Pasamos en efecto al palacio Canossa, y referimos al emperador lo que habíamos hablado con M. de Metternich , y S. M. contestó:

«La Francia obrará como mejor le parezca. M. de Montmorency al tiempo de partir me ha preguntado qué partido tomaré en el caso de que estallando esa guerra entre Francia y España ocurrieran incidentes desagradables para la primera. Le he contentado que mi espada estaba siempre al servicio de Francia, y que á esta nacion incumbe el decidir si la necesita ó no; que no pretendo intervenir en nada de lo que la Francia haga: pero ¿qué pensais de esto señor vizconde de Chateaubriand?»

Contestamos, «Sire: nuestra opinion es que Francia debe tratar de remontarse por si misma lo mas pronto posible al rango de donde la han hecho bajar los tratados de Viena. Cuando haya vuelto á adquirir su dignidad, podrá ser una aliada mas útil y mas honrosa para V. M.»

No sabemos si el emperador nos comprendió; pero se sonrió noblemente á la contestacion con que eludiamos su socorro y pediamos la guerra. Hizo una breve pausa, y luego, correspondiendo á su pensamiento, dijo: « Me alegro de que hayais venido á Verona á fin de que podais dar testimonio de la verdad. ¿Habríais creido que, como dicen nuestros enemigos, la alianza es una palabra que solo sirve para encubrir ambiciones? Asi pudo ser tal vez en el antiguo órden de cosas, pero indudablemente no se trata hoy de algunos intereses particulares, cuando el mundo civilizado está en peligro.

»Ya no hay politica inglesa, francesa, rusa, prusiana, ni austriaca; no hay mas que una politica general que por el bien de todos debe ser universal mente admitida por los pueblos y los reyes. Yo soy el primero que debo mostrarme convencido de los principios en que he fundado la alianza. Acaba de presentarse una ocasion y es el levantamiento de la Grecia. Nada al parecer puede ser más conveniente á mis intereses ni á los de mis pueblos, en concepto de estos, que una guerra religiosa contra la Turquia; pero he creíido notar el signo revolucionario en los disturbio» del Peloponeso, y me he abstenido de obrar en aquel sentido.

»¿Qué de diligencias no han hecho para romper la alianza? A un mismo tiempo han tratado de inspirarme recelos, y herir mi amor propio; me han ultrajado abiertamente. Muy mal me conocen si creen que mis principios defienden únicamente de vanidades que pueden ceder á resentimientos. No, nunca me separaré de los soberanos á quiénes estoy unido. A los reyes debe ser lícito tener alianzas públicas para defenderse de las sociedades secretas. ¿ Qué es lo que podria tentarme? ¿Qué necesidad tengo de aumentar mi imperio? No ha puesto la providencia á mis órdenes ochocientos mil soldados para satisfacer mi ambicion, sino para sostener la religion, la jovenlandesal y la justicia, y para hacer reinar los prmcipios de órden sobre que'descansa la humana sociedad.»

No puede casi ya darse crédito á lo que un autor refiere: cada cual'inventa ó borda los acontecimientos. Nosotros por lo menos tenemos el débil mérito de la probidad de escritor: el Itinerario de Paris á Jerusalen sirve hoy de guia á los viajeros: al cabo de treinta años todavia es posible reconocer por los nombres los personajes mas oscuros que hemos citado. El árabe Abougosh, de las montañas de ****a acaba de escribirnos por medio de un peregrino.

Igual exactitud tiene lo que hemos referido acerca de nuestras conversaciones con el emperador de Rusia. En nuestro discurso á la cámara de los Diputudos el 1823, citamos parte delas palabras de Alejandro. ¿Las habiamos imaginado? no por cierto. Siempre nos ha sido imposible mezclar la novela con la verdad: citaremos una nueva prueba. El emperador de Rusia nos escribió con motivo de las conversaciones de Viena, dándonos las gracias por nuestro discurso: lo único que con relacion á aquellas palabras halló que corregir, ó mas bien que sostener respecto de lo dicho por nosotros fue, que si bien las habíamos expresado fielmente, debíamos haber añadido que eran expresion de toda la alianza. Perdónenos la augusta memoria de tan gran soberano: nuestra memoria las retuvo con mas exactitud.

Nos atreveremos á decir que Alejandro se hizo amigo nuestro, si es que los principes tienen afectos, y si es que puede caber amistad entre hombres separados por tan enormes distancias. Alejandro fue quien nos dió fuerza para vencer la mala voluntad del Austria, cuando sublevando Nápoles pensó producir una catástrofe en Madrid; él fue tambien quien contuvo á la Inglaterra. Mandó remitir á nuestra persona las cartas mas lisonjeras y manifestó que firmaría con los ojos cerrados cuanto sujetáramos á su aprobacion. Finalmente un correo nos trajo el cordon de San Andrés asi que llegó á su noticia la libertad de Fernando.

Cuando ocurrió nuestra destitucion, habriamos podido retirarnos á Rusia donde nos esperaban los honores y la fortuna; pero nunca hemos buscado con solicitud, lo que poco nos importa; Alejandro es el único principe hácia el cual hemos sentido una sincera adhesion. ¿Y los demás soberanos? Es una necesidad de la educación de los pueblos que aun no está concluida; necesidad á .la cual nos sometemos con respeto y lealtad , cueste lo que cueste: ¿no es bastante?



XXXIV.
Conversacion con el principe de Metternich. — Billete del archicanciller de Austria.—Carta de M. Montmorency.— Partimos de Verona.


XXXIV.
Conversacion con el principe de Metternich. — Billete del archicanciller de Austria.—Carta de M. Montmorency.— Partimos de Verona.

Del palacio Canossa nos encuminamos á Casa Castellani. Dimos cuenta á M. de Metternich de nuestras buenas intenciones y de las palabras de Alejandro , suprimiendo, sin embargo, la parte relativa á la politica general del mundo, que no importaba nada al archicanciller de Austria y que en su concepto nos hubiera hecho pasar por unos visionarios. Quedó ó pareció quedar contento de lo que habiamos dicho al czar por lo tocante á la da repelúsncia de M. de Villele á la expedicion militar. Sea que el principe no hubiese descubierto el fondo de nuestro pensamiento, sea que á su pesar se viese impelido á revelar el suyo, lo cierto es que nos volvió á demostrar tu oposicion á la guerra,

conjurándonos á que partiéramos con objeto de apoyar á M. de Villele y de combatir el ardor de M. de Montmorency. Replicamos que á luego de haber llegado á Paris, pasaríamos á Lóndres; pero que instruiriamos á M. de Villele de las ideas que en esta conversacion habiamos emitido; de manera que si los aliados lo deseaban, todavia tenian tiempo de enviar correos á Madrid para suspender la presentacion de las cartas ostensibles. En seguida nos retiramos añadiendo que habriamos deseado ofrecer nuestros últimos respetos á los piés de S. M. el emperador de Austria. No tardamos en recibir el siguiente billete:



Verona 12 de diciembre, de 1823.

«Acabo'señor vizconde de presentar al emperador la expresion de vuestro pesar de marcharos sin haber podido despediros de él. S. M. I. me ha mandado deciros que cree muy interesante vuestro regreso á Paris para haber podido pensar en deteneros aqui.

»Mucho me alegraré de ver á V. E. antes de su partida, y lo deseo especialmente para darle conocimiento de mi despacho á M. de Vincent. No puedo, sin embargo, disponer de un solo momento en la mañana del dia próximo, que pasaré en Archemia cerca de los soberanos, y trabajando con el emperador mi amo. Si V. E quisiese hacerme el honor de venir á comer á mi casa, pasaríamos de este modo el tiempo necesario para hablarnos. Si se decide á no permanecer en Verona hasta la noche, procuraré disponer del breve intervalo de hora y media ó dos horas. Suplico á V. E. me dé sus órdenes y reciba la seguridad de mi distinguidisima consideracion.

METTERNICH.»


Accedimos al deseo del príncipe, fuimos á verle el 12 por la mañana, y en efecto nos dió conocimiento de un despacho que habia escrito al baron de Vincent, y que solo contenia esas frases diplomáticas, á propósito para no decir nada; pero no es dudoso que á este despacho acompañaria una nota mas explicita. M. de Metternich nos repitió lo que ya nos habia dicho respecto de los inconvenientes de la guerra; pero se le escaparon algunas palabras acerca de las aberraciones de Alejandro, de quien vió alejarnos con alegria como un mensagero de paz; ó nuestro semblante y lenguaje son muy engañosos, ó la perspicacia del archicanciller no es tan grande como se expone. Al volver á nuestra casa, escribimos á M. de Montmorency, en Paris esta última carta:


Verona, 12 de diciembre de 1821.

II Señor duque:

He tenido esta mañana una conversacion muy larga con el principe de Metternich, y otra con S. M. el emperador de Rusia. El primero opina que es conveniente que yo vaya á daros inmediatamente cuenta de ella. En consecuencia, saldré mañana 13, y espero llegar hácia el 20 á Paris. Por el mismo correo que os lleva este despacho, respondo á dos cartas de M. de Villele. Mi respuesta indica en general la serie de las ideas de que tengo que hablaros.

M. de Caraman os habrá dicho sin duda, señor duque , que los asuntos de Italia han terminado de una manera bastante honrosa para la Francia. Mañana, dia de mi partida, se celebrará la sesion de clausura del congreso, y el lunes próximo, 16, los soberanos y los mmistros habrán salido de Verona.
Tengo el honor de recomendar á vuestra bondad los señores de Rauzan y d'Aspremont, y os ruego acepteis con mis felicitaciones por vuestro nuevo titulo, la seguridad de la alta consideracion con que tengo el honor de ser etc.

CHATEAUBRIAND.»


Sal! de Verona el 13, dirigiendo una mirada de tristeza sobre Italia; pero consolándome con la idea de ir á continuar mis Memorias a la pálida luz del sol que habia alumbrado las miserias de mi juventud.
 
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GUERRA DE ESPAÑA
EN 1823.
XXXV.
Guerra de España de 1823.—M. de Montmorency presenta su dimision.—Soy nombrado ministro de Negocios Extranjeros



XXXV.
Guerra de España de 1823.—M. de Montmorency presenta su dimision.—Soy nombrado ministro de Negocios Extranjeros

M. Canning ocupaba en Londres el puesto que habia dejado vacante la fin de Londonderry.—Jorge IV, apremiado por lord Liverpool, habia admitido a M. Canning. en su consejo, á pesar de su da repelúsncia muy natural bácia el defensor y amigo de la reina. En el camino de Verona á Paris, mi naturaleza habia experimentado un cambio, y purificando mi espiritu de la politica, me halagaba la idea de regresar á Londres á hacer el viaje de los tres reinos, para volver á entrar en mi vida interior y abismarme en la soledad de mis recuerdos. Mi existencia de escenas y de mudanzas de decoraciones, está amenazada sin cesar por el silbido del pito que me traslada de un palacio á un desierto, y del gabinete de los reyes al desvan del poeta.

El duque de Wellington, que nos habia tomado la delantera, se hallaba detenido en París, y habia conseguido de M. de Villele que se despachase un correo á los aliados, para invitarles á retardar la comunicacion de las instrucciones enviadas á sus encargados de negocios en Madrid. Al mismo tiempo S. G. propuso al gobierno de Luis XVIII, la mediacion de la Inglaterra. Esta mediacion fue rechazada, porque no ofrecia ningun remedio al mal de la Francia. No obstante, en un memorandum del gabinete de San James, por lord Fitz-Roy-Sommenet, fechado en Londres el 6 de enero de 1823, se encarga á Su Señoria que insista en España acerca de algunos cambios que deben hacerse en la constitucion.

El duque de Montmorency entregó al de Wellington el 26 de diciembre de 1823, una excelente nota, en que le explica los motivos de no aceptar la mediacion; este es el último acto del ministerio de M. de Montmorency.
La razon oficial de la dimision de este, es todavia un misterio. ¿Habia M. de Montmorency contraido en Verona compromisos que M. de Villele no creyó oportuno realizar ? ¿ Queria, en caso de guerra, la cooperacion inmediata y material de los aliados? No lo creemos; lo atribuimos mas bien á la incompatibilidad de los caracteres. M. de Montmorency conservaba el recuerdo de la manera con que M. de Villele habia entrado en la presidencia del consejo; tanto mas, cuanto que M. de Mathieu, en el momento de salir para Viena, habia sabido por S. M. que si habia dado esta presidencia, no habia entregado su puesto, sino que lo habia retenido por el convencimiento de la utilidad de sus servicios. M. de Montmorency no carecia de ambicion, pasion legitima en un personaje de su nombre y su mérito; tenia talento é instruccion, y como educado en la gran escuela de donde salió Mirabeau, su lenguaje era natural y persuasivo, y se creia oir la voz de sus buenas acciones. Noble y tranquilo en la tribuna, pertenecia á una especie que no se altera, y que, obligada únicamente a cambiar de grandeza, habia ido desde los reyes hasta Dios. Si hablaba con la autoridad de la fe del condestable, sus convicciones religiosas se templaban por la dulzura de su carácter y su benevolencia. Su semblante era pálido y sereno; aun no se habia borrado cierta hermosura juvenil; de su frente semicalva, y una imaginacion bondadosa y viva, derramaba sobre sus graves cotumbres la gracia de la sonrisa. Conservaba ilustres amigos, cuyas opiniones impugnaba con una austeridad tolerante que aumentaba el afecto por la estimacion. Conociase que en el momento del gran sacrificio hubiera podido escribir á sus amigos, como Enrique II, duque de Montmorency: «Mi querido corazon: os doy el último adios con el mismo cariño que ha reinado siempre entre nosotros.»

M. de Villele y M. de Montmorency, colocados á tanta altura y tan discordes entre si, no podian marchar mucho tiempo juntos, y un pretexto bastó para separarlos. Asegúrase que se pusieron en desacuerdo acerca de la cuestion de la llamada inmediata de M. de Lagarde. Lo que en esto hay de extraño, es que el dia mismo en que se tuvo noticia de la dimision del duque de Mathieu, se tuvo tambien conocimiento del despacho de M. de Villele, en el que se expresa acerca del gobierno de las cortes, como hubieran podido hacerlo el Austria, la Prusia y la Rusia. M. de Montmorency se alejó, y su separacion fue sentida por todos los hombres de bien de Europa.

Habiendo salido de Verona el 13 de diciembre de 1822, llegué á Paris el 17, y me apresuré á dar cuenta á M. de Villele de mi última conversacion con el principe de Metternich, de la escasa inclinacion de este hácia la guerra, y de su deseo de ver al gabinete de las Tullerias adoptar medidas pacificas, asi por el temor que le inspiranan nuestras victorias, como por el que tenia de un movimiento de la Rusia. Hallé á M. de Villele en extremo dispuesto á mi favor y muy satisfecho de mi correspondencia, pero lleno de inquietud respecto de su posicion.

M. de Polignac vino á verme, y me advirtió que existia una division entre el ministro de Negocios Extranjeros y el. presidente del consejo. Yo le declaré que mi suerte estaba unida á la de M. de Villele, desde que habia arreglado el asunto de su primer ministerio como él (M. de Polignac) lo sabia, y como lo atestiguaban las gracias dadas por M. de Richelieu. consignadas en una carta que aun poseo, y que desde aquel momento habia hallado siempre leal á M. de Villele. M. de Polignac me habló de mis trabajos en Verona, de las pretensiones que yo podia abrigar, y de los rumores que habian corrido de un disentimiento entre el duque de Montmorency y yo; le respondi que tan lejos estaba de ambicionar el puesto del noble duque, y de querer permanecer en Francia para exasperar los partidos, que sin pérdida de tiempo iba á trasladarme á Londres.
Apresuré los preparativos de mi viaje, y casi no me quedaba que hacer otra cosa que subir al coche, cuando dos palabras de M. de Villele me hicieron saber que M. de Montmorency habia presentado su dimision. M. de Villele me ofrecia la cartera vacante, por orden del rey. Pasé aqüella noche en una agitacion increible, y en la manana del 26 escribi á M. de Villele la siguiente carta:


“Mi querido amigo:
la noche da consejos: no es conveniente para vos ni para mi que yo acepte en estos momentos la cartera de Negocios Extranjeros. Vos habeis sido siempre muy bueno para mi. al paso que no siempre he debido hallarme satisfecho de M. de Montmorency, pero al fin pasa como amigo mio, y seria en mi algo desleal el tomar su cartera, especialmente despues de los rumores que han circulado, pues no se ha cesado de decir que yo queria derribar;e , que intrigaba contra él, etc., etc. Si hubiese permanecido en un rincon del ministerio, ó el rey le hubiese dado un inmenso retiro, como el empleo de Montero Mayor, las cosas cambiarian de aspecto; pero aun entonces quedarian en pié nuevas dificultades.

Sabeis, mi querido amigo, cuán adicto os soy; tengo la fortuna de serviros con bastante eficacia cerca de esa fraccion realista contraria á vuestro sistema. Yo los calmo, detengo y enfreno, mediante la confianza que tienen en mi, dentro de los limites de una justa moderacion; pero perderia inmediatamente toda mi influencia, si entrase en el ministerio sin traer conmigo dos ó tres hombres, de esos á quienes es fácil desarmar, pero que serian en extremo peligrosos en la próxima legislatura, si no podeis arreglaros con ellos. Creed, mi querido amigo, que el momento es critico. Podeis manteneros vemte años en el puesto que ocupais, y elevar la Francia al mas alto grado de prosperidad, ó podeis caer antes de dos meses y volver á hundirnos en el caos. Esto depende enteramente de vos y del partido que vais á tomar. Yo os suplico, en nombre de la amistad y de mi lealtad politica, que aprovecheis la ocasion que se presenta para consolidar vuestra obra.

Por lo demás, apruebo mucho que tomáis la cartera de Negocios Extranjeros, como la teniais, interinamente. Esto os dará el tiempo necesario para ver venir y arreglar los negocios. Debo tambien deciros con franqueza que hay un ministro de Negocios Extranjeros que pudierais elegir, á cuyas órdenes yo no podria servir, y mi dimision seria un gran mal en estos momentos.

Hé aqui, mi querido amigo, una parte de las mil cosas que tengo que deciros. Nos veremos y hablaremos. Estad, por lo demás, persuadido de la verdad de que mi suerte politica está unida á la vuestra, y que con vos continuaré en mi puesto ó caeré.»

En cambio de esta carta, M. de Villele me envió el siguiente billete:

« He recibido vuestra carta, mi querido Chateaubriand, y no puedo decidirme á presentarla al rey, antes de haberos visto; ¿podeis recibirme un momento antes de una hora?
Vuestro de corazon,
JOSÉ DE VILLELE.»


Vi á M. de Villele, y le hice todas las reflexiones que me parecieron á propósito para decidirle á dejarme marchar. Fué á ver al rey, y este me envió á llamar: habló conmigo mas de una hora, habiendo tenido la bondad de instarme; yo me resisti respetuosamente , pero concluyó diciendome: «Te mando aceptar.» Obedeci, pero con un verdadero disgusto, porque en el acto conoci que el ministerio seria mi fin. El martes 1.° de enero de 1823, pasé los puentes, y fui á acostarme en ese lecho ministerial 'que no estaba hecho para mi; lecho donde apenas se duerme y donde se permanece poco.

Es, pues, iluso que hubiésemos deseado la caida de M. de Montmorency. Al ir á tomar mi pasaporte para Londres, hallé en el ministerio de Negocios Extranjeros á M. Bourjot, y le dije que aunque se hablaba de mi para ministro, estaba todavia lejos de haber accedido a reemplazar un hombre del mérito de M. de Montmorency. Todo cambio en el personal de los negocios ocasiona disidencias, pues el ministro que sale tiene partidarios que hablan mal del que entra. Esto es muy sencillo y solo interesa á los dos ministros, al paso que el público ó no se ocupa de ellas , ó se rie de estas perversoss rivalidades. No conservo el mas ligero recuerdo desagradable de todo lo que entonces pudo decirse; yo me proponia únicamente probar que mi respeto á M. de Montmorency habia sido tan grande y completo como podia serlo. El duque de Mathieu era, como yo, superior á todas estas declamaciones politicas, y lo demostró. Anunciándome en una carta de 1821 que habia sido nombrado ministro de Negocios Extranjeros, me decia: «Debeis dar crédito al sincero afecto del hombre que hace mucho tiempo os es fiel, y que no puede menos de agradecer la manera con que muchas veces le habeis favorecido.» El 27 de febrero de 1823, dos meses despues de mi entrada en el ministerio, me escribia: “Yo no quiero esperar, noble vizconde, el primer dia en que tenía la seguridad de hallaros, para daros gracias por la manera favorable en que habeis hablado de mi en vuestro gran discurso. He llegado por desgracia demasiado tarde para oirlo, y acabo de leerlo con el mayor interés. Habeis estado especialmente oportuno en lo relativo á la Inglaterra, y este es un punto esencial.

Por lo demás, para contemporizar con los intereses de este lado, como de todos los demás, permitidme os diga que espero ser tambien de vuestra opinion: «Démonos prisa á obrar respecto de España.»


---------- Post added 18-jul-2015 at 00:10 ----------

XXXVI.
Luis XVIII.—Su poca inclinacion hacia mi.

M. de Villele, al ofrecerme el ministerio de parte del monarca, se habia expresado con una amistad modesta, porque lejos de hallar á S. M. inclinado en mi favor, le habia costado un gran trabajo determinar su voluntad; los reyes no tienen mas atractivo para mi, que el que yo tengo para ellos; les he servido como mejor he podido, pero sin interés y sin ilusiones. Luis XVIII me aborrecia, porque tenia respecto de mi, envidia literaria. Si no hubiera sido rey, hubiera sido miembro de la Academia, y se hubiera mostrado dócil al espiritu de antipatia de "los clásicos contra los románticos. Su magestad me conocia poco; yo le cedia voluntariamente la palma, pues nada disputo á nadie, ni aun á un poeta porta-cetro; no conozco á literato alguno detrás del cual no me sienta muy sincera y humildemente dispuesto á eclipsarme.

No obstante, consegui agradar al rey mas allá de lo que hubiera podido pensarse, y de tal manera, que llegué á causar miedo por mi crédito á mis colegas. Su magestad se dormia con mucha frecuencia en el consejo, y tenia mucha razon, porque si no dormia relataba historias. Tenia uu admirable talento mimico , lo que no gustaba á M. de Villele, qae queria ocuparse de negocios. M. de Corbiere ponia sobre la mesa sus codos, su caja de rapé y su panuelo azul; los demás ministros escuchaban silenciosamente. Yo no podia menos de divertirme con las relaciones del rey y él por su parte, se alegraba visiblemente de ello. Cuando advertia su buen éxito, antes de empezar una historia, buscaba una excusa y decia: «Voy á hacer reir á M. de Chateaubriand;» y en efecto, yo era en
estos casos un cortesano tan natural, que me reia como de real orden.

Por lo demás, M. de Villele no logró que S. M me eligiese, sino porque apenas tenia mas inclinacion hacia M. de Montmorency que hacia mi. Entre nuestros reyes, es una tradicion la desconfianza de los nombres; desconfianza que se trasmiten de reinado en reinado; su tenaz memoria se acuerda de las guerras de los grandes vasallos; alquilan á los nobles como 'criados, porque los quieren en su guarda-ropa, y les temen en sus consejos.

M. de Montmorency disgustaba á Luis XVIII por su vida antigua y por su vida nueva, por sus opiniónes pasadas y por sus virtudes presentes.
 
XXXVIII.
Cuestiones confundidas.—Objeciones contra la guerra de España.—Respuesta a ellas.—Estado de la peninsula en el momento del paso del Bidasoa.


XXXVIII.
Cuestiones confundidas.—Objeciones contra la guerra de España.—Respuesta a ellas.—Estado de la peninsula en el momento del paso del Bidasoa.


Los adversarios de la expedicion de España han confundido constantemente dos cosas, la cuestion francesa y la cuestion española: aun cuando la segunda no hubiera sido resuelta tan felizmente como la primera , unos ministros franceses no eran responsables á la opinion francesa sino del honor y de la prosperidad de la Francia. Volveré á ocuparme de este asunto.

Tratábase de sublevar nuestros pueblos y nuestro ejército; era preciso optar entre una guerra y una revolucion; la primera pareció menos dispendiosa: por una antigua experiencia se sabe ya que la gloria cuesta menos á los franceses que los infortunios.

La guerra no ha sido injusta; teniamos el derecho de emprenderla, porque nuestros intereses esenciales estaban en peligro.

No permita Dios que yo considere las calamidades de un Estado como cosa insignificante: malditos sean los hombres que violando el derecho de las naciones, obtuviesen la prosperidad de su pais á expensas de la prosperidad de otro! Era un deber nuestro el evitar a los españoles los males inseparables de toda invasion militar. Nada me habia ocultado á mi mismo: sabia que nuestros triunfos debian tener para el pueblo de Carlos V tantos inconvenientes como nuestros reveses; pero en último resultado, al salvarnos le librábamos del mayor de los azotes, de la doble tirania demagógica y soldadesca. ¿Pudiera ponerse en duda esta verdad? ¿Hemos sido recibidos en Madrid como enemigos ó como libertadores?

¿Cuál era el estado de la peninsula en el momento del paso del Bidasoa? ¿Era acaso un pais tranquilo y feliz al que ibamos á llevar el desórden, bajo el pretexto de ponernos en seguridad contra un mal imaginario? ¿No se extendia la guerra civil hasta las puertas de la capital ? ¿No estaba en armas Cataluña? ¿ No estaba amenazada de un sitio Valencia? ¿No estaba sublevado el reino de Murcia? ¿No se trababan combates en las calles de Madrid? La anarquia constituida, la insurreccion en los campos reconocida como derecho, el heredero del trono puesto en acusacion, las cárceles forzadas, los presos degollados, las propiedades invadidas, los sacerdotes deportados ó ahogados, los ciudadanos desterrados, los clubs predicando la matanza y el terror, las sociedades secretas removiendo y corrompiendo todo, las colonias perdidas, la marina destruida, la deuda nacional aumentada de una manera espantosa: hé aqui la España bajo el reinado de las cortes.

¿ Direis que importaban poco la acusacion del heredero del trono, la matanza de los curas y todo los demás? Segun vosotros, el género humano debia marchar; tanto peor para los que fuesen arrojados al foso ó aplastados en el camino. Lo comprendemos. Pero yo, mandatario de la Francia, queria ante todo que la Francia marchase, y estas atrocidades llamadas útiles, la impedian marchar á su resurreccion. Pero es el caso que lo que vosotros tomais por un progreso, era una bajada a un pozo de sangre; ífelices vosotros, si, habiendo salido de esta caverna de asesinatos, despues de un siglo de esfuerzos, no inspiráseis horror ! ¿Qué hemos ganado en 1793? El directorio, Bonaparte, la restauracion, el mejor de nuestros tiempos de descanso, si hubiese sabido salvarnos salvándose á si misma.

¿Hemos usado de nuestra influencia para dar instituciones á España?

Antes de tener tanto amor á las instituciones de los demás, preciso seria dárselas buenas á si mismos y no cambiarlas de ocho en ocho dias. Hemos manifestado nuestra opinion respecto del pueblo español y respecto de su escasa estimacion hácia nuestras libertades escritas y votadas; ¿convenia al gobierno francés hacerse propagandista de estas doctrinas, buenas á los ojos de unos, malas en concepto de otros, imitar á la Convencion ó á Bonaparte, la una que derribaba repúblicas para hacer nacer la anarquia en el circulo de sus prisiones y cadalsos; el otro, que engendraba déspotas para multiplicar la tiranía en la extension de sus campos de batalla?

Yo deseo á España lo que deseo á todos los pueblos: una libertad medida sobre el grado de educacion de estos pueblos: la ilustre patria de tantos grandes hombres hallaria en el restablecimiento de sus antiguas cortes recursos inmensos. Un cuerpo politico de lo pasado, paulatinamente modificado por las nuevas costumbres, me pareceria bastante poderoso para proteger á los ciudadanos, crear la administracion , fundar un sistema económico y devolver la fuerza á esta noble nacion, agotada por su heroismo.

Sin embargo, la Francia no estaba llamada á decidir en esta matería; dichosa con sus propias libertades, no podia hacer otra cosa que predicar el ejemplo.
¿Hemos usado por lo menos del derecho de consejo ? ¿ Existe algun documento que pruebe la moderacion de los principios en que el gobierno francés se ha mantenido respecto de la politica interior de España?

La carta de Luis XVIII á Fernando os dará la respuesta. En materia de concepcion y de prevision independiente, nadie puede acusarnos. El siglo avanza, la democracia aumenta sus fuerzas; y si los caracteres en decadencia pueden sufrirla, los reyes, al sonar la hora providencial, abdicaran voluntariamente ó se veran precisados á retirarse. Si los pueblos corrompidos, sin dejar venir los dias y fin escuchar á nadie se precipitan de alto á bajo, lejos de caer en la libertad se abismaran en el despotismo, y por colmo de calamidades este despotismo no será permanente.



XXXIX.
Es llamado el conde Lagarde.—Ministerio y periódicos españoles.


XXXIX.
Es llamado el conde Lagarde.—Ministerio y periódicos españoles


Tales fueron los antecedentes de la guerra de España.

Al entrar en el ministerio, escribi, como es costumbre , cartas para anunciar á las diferentes cortes mi nombramiento, y para declararles tambien, segun la costumbre establecida, que nada habia cambiado en el sistema politico de nuestro predecesor. Dirigi una palabra particular á M. de Gentz, pues conocia su influencia en el espiritu de M. de Metternich, y sabia que la principal contraríedad procederia para mi del gabinete de Viena.

Cumplidas estas formalidades diplomáticas, hice venir de Madrid al conde de Lagarde, que, habiéndose puesto en camino el 30 de enero, llego el 3 de febrero á Bayona. Los representantes de los aliados habian pedido ya sus pasaportes.

El general San Miguel respondió en una nota altanera a los enviados de la Rusia, la Prusia y el Austria; esta, no obstante, dejó un cónsul en Madrid. El rey y las cortes se apresuraron á aprobar la nota del ministerio, y el Universal del 13 añadió: «Pedis vuestros pasaportes, señores. Sea en buen hora; í feliz viaje f Lo que nos aflige profundamente es que S. E. se haya creido obligado á tratar de impolitico al embajador de Rusia; pero, por otra parte, debemos reflexionar que seria demasiada exigencia el pretender que un kalmuco fuese tan bien educado como un habitante de los paises civilizados de Europa.
»En fin, este es negocio concluido; buen viaje, y í Dios conceda un hermoso tiempo y un buen camino á la trinidad diplomática! Lo que debe consolarnos da tan sensible pérdida es la llegada de lord Sommerset que es esperado en Madrid de un dia á otro, sin contar el general inglés Roch, que ha llegado hace tres dias. Vendrá un tiempo en que en la Europa, y principalmente la Francia. podran hablar y acusaran la inepta y criminal conducta de los gobiernos que han obligado á la España á estrechar mas y mas los lazos que la unen á la Inglaterra.»

Es preciso perdonar á la España, pais de novelas y romances, el que se crea civilizada, siendo asi que no tiene ni caminos reales, ni canales, ni posadas: íá la España, que vive en sus soledades! En efecto, yo la hallé muy civilizada en 1807, porque llegaba de Berberia; me entretenia en escuchar á dos pobres niños desnudos cantarnos una larga cancion en un camino montañoso entre Algeciras y Cádiz; me complacia en ver hacer manteca por primera vez en Granada, antes de ir á perderme en la Alhambra; me entretenia en sentarme al lado de unos delante de un ancho hogar en Andújar, mientras mi criado me compraba en la carneceria un pedazo de carnero. Soñaba con Pelayo, con el Cid de Burgos y con el Cid de Andalucia, con el caballero de la Mancha y sus leones, con Gil Blas y el arzobispo; y todo esto me embelesaba, mientras fumaba un cigarro, viendo á los toros acometerse en el campo, y escuchando las lejanas armonias de una bandurria. Los jovenlandeses que robaban hermosas cristianas y que morian en las márgenes de los rios, Rolando, Guillermo el chato; las justas de Sevilla y las mezquitas de Córdoba se presentaban alternativamente en mi memoria. Pero, español, tú eres poeta y no eres mas civilizado que yo: mal que pese á tus instituciones liberales vivirás como poeta; pero no como sucesor de Mirabeau. No valemos ni tú ni yo un kalmuco por lo tocante á la civilizacion. Hablemos de nuestros rios, de nuestros valles, de nuestros claustros, de nuestras bellas artes de un momento en que todavia se ven huellas en los desiertos: callemos por lo tocante á las demás cosas. Rinconete y Cortadillo nos enseñan que cada cual sirve á Dios en el estado á que ha sido llamado.

Por lo tocante á Inglaterra, de ia que habla el Universal , no necesita que los demás gobiernos la ayuden para estrechar sus relaciones y mantener sus tratados con España: sabe muy bien cómo ha de manejarse para conseguirlo. Ultimamente, creyó tener que reclamar alguna cosa: no se paró sencillamente á considerar si el gobierno español tenia ó no tenia colonias, ni el estado de su hacienda, ni si habia quedado ó no desolada por Bonaparte, ni si podia ó no temer una guerra con Europa: la Inglaterra no hizo mas que pedir simplemente y amenazar que perseguiria á la marina española si no le pagaban en el acto. Para demostrar mejor su horror á la intervencion, reconoció en 1821 el pabellon de las colonias españolas, y se propuso reconocer su independencia por mas que las cortes no quisieren oir hablar de ese particular. El separar el nuevo mundo español del antiguo, no se llama intervenir en concepto de la Inglaterra.

Por último, las graciosidades del Universal eran indudablemente del mejor gusto; no les faltaba mas que una sola cosa: cuando Pichegru escribia á un general austriaco: «General, cededme el puesto, de lo contrario os atacaré y batiré;» Pichegru cumplia su palabra; pero el no esperarnos en Madrid, y el irse á Sevilla deseándonos buen viaje, ¿no era exponerse á que le devolvieran á uno su deseo?



XL
Periódicos ingleses.—Dividese la narracion.


XL
Periódicos ingleses.—Dividese la narracion.

En tanto que la cuestion no pareció enteramente decidida, los periódicos ingleses guardaron mas moderacion que los de España : el Aiew-r» me decia refiriéndose á M. de Villele : “Ha dado un gran paso asegurándose el apoyo del eminente y hermoso nombre de M. de Chateaubriand. Este escritor célebre cuyas obras atestiguan al mismo tiempo que nunca se doblegará ante la revolucion y que permanecerá siempre adicto á la libertad constitucional, o Semejante lenguaje no tardó en cambiar de todo: es de notar que la principal indignacion se dirigia contra nuestra persona, y sin embargo no presidiamos el ministerio: guardaban consideraciones con el presidente que hablaba mucho y muy bien, y se ensañaban con el ministro de Negocios Extranjeros. Cierto instinto parecia advertir á los enemigos de que en realidad éramos el gran promotor de la guerra de España.

Dos cosas han caminado simultáneamente durante nuestra permanencia en el ministerio; trataremos de cada una de ellas en particular á fin de evitar la confusion. Primeramente nos ocuparemos de todo lo relativo a los combates de la tribuna, sea en Francia, sea en Inglaterra, porque esos combates son el primer término del cuadro, y se han dado á la vista de mil espectadores. En seguida hablaremos de nuestros trabajos diplomáticos, trabajos secretos que á cada paso presentaban un obstáculo ó un peligro.

Es cierto que al contar lo que fue, se cansa uno y cansa á los demás. ¿ Qué interés puede encontrar el genero humano en que tal acontecimiento politico haya sucedido de este ó de aquel modo, puesto que sus resultados fueron los que decidieron? La novela, cuya catástrofe se ha leido, ¿qué interés puede ofrecer?

Que una vez consumado el suceso, sean sus antecedentes insipidos de referir, lo comprendemos perfectamente; pero á cierta distancia no sucede lo mismo; el suceso queda clasificado de otra manera en una linea de cosas subsiguientes, pero no correlativas. Con el tiempo se ha ido tambien marchando de fin en fin, de nacimiento en nacimiento; todos los sucesos igualmente tras*curridos han adquirido cada cual aparte una existencia individual. Ninguna ruina interesaba, porque no atestigua mas que un pasado conocido de todo el mundo, y sin embargo nos complacemos en los restos de la historia convertida en ruina.
 
Así, como lo cuenta al detalle Chateaubriand, él fue pieza clave en la organización de la nueva oleada turística francesa ocurrida en 1823, que duró cuatro años y con el solo objetivo de colocar por segunda vez al mismo Borbón (familia de la que los franchutes ya se habían desprendido).

Contó para ello con un personaje intermediario y oscurecido, el tal Ouvrard. Pero el papel del catalán Gaspar Remisa es, si cabe, aún más importante, ya que una vez recolocado el absoluto Felón, fue nombrado por Ballesteros director nada menos que del Tesoro. La Hacienda ya no iba a levantar cabeza por la confluencia y acumulación de una deuda secular. Por tratarse de una monarquía de las más rancias, todos esperaron a que se muriera el Felón para entrar al meollo del arreglo de la deuda, porque los "acreedores" de FVII se presentaron a su fin, claro es. Y los arreglos se hicieron en la década de 1830. Ahí estaban y afloraron, entre otros, los créditos que oficialmente corrían como "concedidos" por el tal Ouvrard. La fin del Absoluto forzó a la felona familia a maniobrar y maniobrar apoyándose en Rosita la Pastelera para elaborar una Carta otorgada cuando España había tenido una Constitución, desde 1812, la que el Absoluto se había cargado dos veces.

Los Muñoces Borbón, que crecían como la espuma, formaron una densa red en la corte. Esponjaron. Multiplicaron en poco tiempo sus propiedades inmuebles y rentas.

El arreglo de la deuda iba a pasar por el parcheo inútil de las desamortizaciones.


Ouvrard - Borbón, Muñoces, Remisa y Salamanca -


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Gaspar Remisa i Miarons
Banquer.

Sant Hipòlit de Voltregà, Osona, 1784 — Madrid, 1847

De família modesta, passà a Barcelona, on s’enriquí ràpidament amb el comerç de queviures i el 1812 ja era un assentador important que assegurava els proveïments de la ciutat. La seva col•laboració amb els francesos no li impedí de cooperar, quan Ferran VII recuperà el poder, amb el capità general F. J. Castaños; secundà les seves iniciatives, com la creació d’una societat d’accionistes que regís el Teatre de la Santa Creu, per tal de millorar-hi les representacions d’òpera italiana i teatrals.

Malgrat la crisi dels anys 1817-23, aconseguí de mantenir la seva fortuna. El 1822 es casà amb Teresa Rafo i Tolosa. Amb el seu cosí Josep Casals i Remisa fundà (1823) la Banca Casals i Remisa, en la qual la major part del capital era seu. En iniciar-se l’ocupació francesa de Barcelona per tropes dels anomenats Cent Mil Fills de Sant Lluís (1823-27), signà, amb el banquer francès Gabriel-Julien Ouvrard, un contracte pel qual s’encarregava dels proveïments a l’exèrcit francès. Dificultats de cobrament d’aquest servei el dugueren a Madrid, on el ministre de finances, Luis López Ballesteros, el nomenà director del Tresor Reial (1826), càrrec que exercí fins el 1833.

Fou aquest any que un col•laborador seu, Bonaventura Carles Aribau, li dedicà la cèlebre Oda a la pàtria , testimoni de l’enyorament de l’autor i també del destinatari, residents a Madrid. També fou membre del consell reial, però des del 1834 es dedicà exclusivament a negocis particulars: arrendà les mines de Guadalcanal i Riotinto i obrí uns importants magatzems a Madrid, alhora que engrandia la sucursal de la seva banca, que aviat controlà la major part del moviment financer madrileny. Aquesta fortuna li valgué una gran influència, que arribà fins a la cort. La seva amistat amb la reina regent Maria Cristina li valgué el títol de marquès de Casa Remissa (més tard de Remissa), el 1840, i poc després casà la filla gran Dolors (més tard segona marquesa de Remissa) amb Jesús Muñoz y Sánchez, comte de Retamoso i germà del marit morganàtic de la reina.

El 1836 anà a Nàpols, on assessorà el rei Ferran II de les Dues Sicílies en matèria de finances. Des del 1839 emprengué a Madrid una campanya proteccionista de la indústria catalana, per a la qual fundà el diari El Corresponsal (1839-44), dirigit per B. C. Aribau, en oposició al lliurecanvisme d’Espartero. En contra d’aquest, fou un ferm puntal del partit moderat i, assolida la victòria d’aquest (1843), fou l’àrbitre de les finances madrilenyes de l’època moderada. Protegí també les arts, reuní una col•lecció remarcable de pintura i presidí el Liceo Artístico y Literario Español, de Madrid.

En 1846-47 hagué de fer cara a la forta crisi econòmica a què havia menat l’especulació borsària dels anys immediats. La seva salut se'n ressentí d’una manera definitiva. Deixà els seus béns a les seves dues filles, la menor de les quals, Concepció, es casà amb Segismundo Moret y Quintana.

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Old Bumblehead the 18th trying on the Napoleon Boots – or, Preparing for the Spanish Campaign, by George Cruikshank, mocked the French Intervention in Spain.

---------- Post added 09-ago-2015 at 20:38 ----------

On 22 January 1823, a secret treaty was signed at the congress of Verona, allowing France to invade Spain to restore Ferdinand VII as an absolute monarch. With this agreement from the Holy Alliance, on 28 January 1823 Louis XVIII announced that "a hundred thousand Frenchmen are ready to march, invoking the name of Saint Louis, to safeguard the throne of Spain for a grandson of Henry IV of France". At the end of February, France's Chambres voted an extraordinary grant for the expedition. Chateaubriand and the ultra-royalists rejoiced - the royal army was going to prove its bravery and devotion in the face of Spanish liberals, fighting for the glory of the Bourbon monarchy.

The new prime minister, Joseph de Villèle, intended to oppose the war. The operation's cost was excessive, the army's organisation was defective and the troops' loyalty was uncertain. The superintendent of the military was unable to assure logistic support for the expedition's 95,000 men (as counted at the end of March) concentrated in the Basses-Pyrénées and the Landes with 20,000 horses and 96 artillery pieces.

To remedy his doubts, he had to consult the munitions-supplier Ouvrard, who quickly concluded that marches in Spain were as favourable to his own interests as to those of the army, even if they would be to the detriment of the public treasury.

https://en.wikipedia.org/wiki/Hundred_Thousand_Sons_of_Saint_Louis
 
Así, como lo cuenta al detalle Chateaubriand, él fue pieza clave en la organización de la nueva oleada turística francesa ocurrida en 1823, que duró cuatro años y con el solo objetivo de colocar por segunda vez al mismo Borbón (familia de la que los franchutes ya se habían desprendido).

Contó para ello con un personaje intermediario y oscurecido, el tal Ouvrard. Pero el papel del catalán Gaspar Remisa es, si cabe, aún más importante, ya que una vez recolocado el absoluto Felón, fue nombrado por Ballesteros director nada menos que del Tesoro. La Hacienda ya no iba a levantar cabeza por la confluencia y acumulación de una deuda secular. Por tratarse de una monarquía de las más rancias, todos esperaron a que se muriera el Felón para entrar al meollo del arreglo de la deuda, porque los "acreedores" de FVII se presentaron a su fin, claro es. Y los arreglos se hicieron en la década de 1830. Ahí estaban y afloraron, entre otros, los créditos que oficialmente corrían como "concedidos" por el tal Ouvrard. La fin del Absoluto forzó a la felona familia a maniobrar y maniobrar apoyándose en Rosita la Pastelera para elaborar una Carta otorgada cuando España había tenido una Constitución, desde 1812, la que el Absoluto se había cargado dos veces.

Los franchutes tuvieron borbones hasta 1830, no se habían desprendido del todo de ellos. En cuanto a la Constitución de 1812 ni tenía validez legal entonces ni tampoco habría tenido legitimidad democrática desde el punto de vista del constitucionalismo contemporáneo, no es más que un mito endeble al que se aferran como buenamente pueden los liberales entre otras cosas porque a día de hoy nadie los cuestiona. El otro día me encontré con un libro de un juancarlista liberal y meapilas, Luis Español Bouché, que pretendía fundar las pretensiones isabelinas al trono ni más ni menos que en la misma Constitución de 1812 que había sido rechazada por Fernando VII en dos ocasiones, solo jurada bajo la coacción de una "revolución militar" y que además obviamente no iba a ser reconocida por sus rivales dinásticos, a tanto llega el mito.
 
La verdad es que los Apostólicos abriendo las puertas de España a Chateabriand y sus santoluises (con la América española en trance de independencia aguda), ocupación durante otros cuatro años más, eran todos unos tremendísimos hijos de patriota.
 
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