“Lo que hace la literatura es equiparable a lo que hace una pobre cerilla en medio del campo en mitad de la noche. Una cerilla no ilumina apenas nada, pero nos permite ver cuánta oscuridad hay a su alrededor”.
tras*curridas catorce noches del mes de Muharram, en el 230 de la Hégira (844 de nuestra era), esto es, al comienzo del otoño, una potente flota vikinga de más de ochenta naves y cerca de 4.000 hombres remontaba el Guadalquivir para asestar a los almohades de Al-Ándalus un golpe de una audacia sin precedentes. Sus cuernos de combate tocaban a tragedia y una música fúnebre ascendía lentamente hacia la indefensa ciudad unos kilómetros más arriba.
Previamente se habían apoderado de Qabpil (actualmente Isla Menor) y habían dejado un fuerte destacamento afianzando la cabeza de puente. En la localidad de Coria del Río ocasionarían una matanza memorable, no dejando títere con cabeza. Toda la población, estimada en medio millar de almas, fue pasada a cuchillo sin que conste que hubiera superviviente alguno. Esta carnicería no tenía otro objeto que el de evitar en principio que el aviso de su presencia llegara a Sevilla, que era la pieza mayor y más codiciada de esta incursión. Además, la extrema crueldad con que trataban a sus prisioneros era en sí una carta de presentación sobre sus intenciones. Una atmósfera de terror precedía y seguía a todos sus desembarcos. Llegar, golpear y desaparecer antes de que los autóctonos reaccionaran era su modus operandi.
Tres días después de su desembarco, esta horda decidió remontar el Guadalquivir hacia Sevilla, conocedores de la fama que albergaba esta ciudad. Sus habitantes se disponían a la defensa inermes ante la que se avecinaba sin caudillo militar alguno que guiara su ejército, pues el gobernador de la ciudad se había dado a la fuga huyendo hacia Carmona, por lo que a los pobladores de este antiquísimo enclave solo les quedaba encomendarse a Alá. Conocedores de esta deserción y de la escasa preparación militar de los defensores, esta fuerza letal llegaría con sus naves hasta los arrabales de la ciudad.
La matanza y el saqueo se prolongaron en una orgia de sangre durante una semana. Mujeres, niños y ancianos sufrieron el horror desatado por esta forma de peste humana y la entera población fue pasada a cuchillo, con el corolario de violaciones, saqueo, e incendio de la ciudad. A los que se les perdonó la vida, el destino les depararía un futuro estremecedor: la esclavitud. Todos los prisioneros provenientes del África de color serian vendidos en Irlanda como un bien exótico. Durante dos meses sembraron el pánico a su antojo entre los andalusíes de la comarca provocando un éxodo cuyos ecos actuaban como caja de resonancia.
Cabezas en picas
tras*curría noviembre para cuando el emir Abd al *Rahmán consiguió movilizar un ejército digno de tal nombre y enfrentarlos. Para cuando alcanzó la comarca del Aljarafe sevillano, la desolación era patente. En una primera fase comenzaron a fustigar con la caballería e infantería a sus enemigos a los que desconcertarían totalmente. La horda vikinga no disponía de caballos y sus conocimientos ecuestres eran prácticamente nulos. En los enfrentamientos que se sucedieron en días posteriores la caballería del emir estragaría a los nórdicos. El envés del infierno se abatiría sobre estos rudos guerreros-exploradores. La umma (comunidad de fiel a la religión del amores) podía respirar por algún tiempo.
El general Ibn Rustum ordenó la decapitación fulminante de los prisioneros supervivientes a la vista de sus camaradas. Un millar de ellos fueron enterrados vivos con la cabeza al aire y se ordenó a la caballería almohade pasar al galope en repetidas ocasiones sobre este peculiar sembrado. Más de treinta naves capturadas arderían sin remisión. Algunas cabezas cortadas soportarían grandes candelas que iluminarían durante el ágape con el que sería homenajeado el triunfador. Todas las palmeras de Sevilla fueron profusamente decoradas para la ocasión con más de quinientas cabezas recordando a los sevillanos que el horror había tocado a su fin. Desde aquellas cuencas con sus ojos vacíos, finalmente los normandos contemplarían con sosiego la eternidad.
Nunca más se volvería a documentar en Al-Ándalus más strandhógg, como llamaban en su lengua a estas campañas de saqueo.
Un pueblo de saqueadores
Ya en su primer desembarco en la península, en Gijón hacia el 840, los asturianos con Ramiro I a la cabeza les causaron severísimas bajas en la zona aledaña a la Torre de Hércules quemándoles más de setenta naves, en la que posiblemente sea la derrota más destacada en la historia de las navegaciones vikingas.
Los cronistas árabes que recogen el más terrible ataque normando de los tres que se produjeron en la península documentaron ampliamente este ataque al sur de la península. Los otros dos se efectuaron en los años 858-861 en los que arrasaron en su remontada por el Ebro y como corolario capturarían a García Íñiguez, rey de Navarra, eso sí, después de pegarle fuego a Pamplona por los cuatro costados. Íñiguez tuvo que pagar lo que no está escrito por su propio rescate. El botín obtenido en esta incursión, histórico por otra parte, generó curiosas anécdotas. Muchas de las naves vikingas en su retirada, dado el peso de las capturas, embarcarían agua en abundancia en su trayecto por el Mediterráneo y se hundirían sin más.
La tercera oleada fue en realidad un sumatorio de pequeñas invasiones que duraría cinco años aproximadamente, iniciada la segunda mitad del siglo X. No obstante, perseverantes, los nórdicos, que ya se habían aficionado a la paella y al gazpacho, todavía volverían hacia el año 1030 al escenario de sus añoradas andanzas. Las sagas escandinavas, mencionan profusamente esta inveterada afición por el sol y la gastronomía local.
Los knörr eran barcos de bajo bordo, de navegación suave y habilitados para cuarenta individuos aproximadamente. Esta excelente embarcación tenía dos extremos iguales, permitiendo invertir la dirección sin tener que dar la vuelta la nave, con la consiguiente complicación de la maniobra. Una vela rectangular podía reemplazar o acelerar el esfuerzo de los remeros. Bajo buenas condiciones meteorológicas, un barco vikingo podía alcanzar los 16 nudos (unos 30 km/h). La denominación drakkar aplicada a estas embarcaciones es errónea pues en puridad la grafía es de raíz francesa o más bien, una deformación de la misma. La palabra es más exactamente de origen normánico. Drekar es plural de dreki (dragón) y hace alusión a las figuras zoomorfas que ahuyentaban a los malos espíritus desde el mascaron de proa. En el famoso tapiz de Bayeux, a partir de la escena 44 se ve claramente la configuración clásica de estas naves que aterrorizaron los mares in illo tempore.
Sus ataques y aparición en la escena política europea, ya que hastaentonces no se tenía conocimiento de ellos, dieron inicio en el año 793 con el saqueo del castillo-monasterio de Lindisfarne en una remota isla escocesa del Mar del Norte. De nada les valdría a los monjes rezar con vehemencia al señor, pues este estaba ocupado en otros menesteres. Esta temida cultura nórdica no reparó desde su primer contacto con Escocia e Irlanda hasta el saqueo de Constantinopla, Pisa, Marsella, Rouen, el sitio de Paris e innumerables enclaves de la costa mediterránea y atlántica en manejar una extrema violencia como credencial, si bien es cierto que entre clanes existían diferentes formas de afrontar la conquista, ya que muchos de ellos eran meros comerciantes. Desde Terranova hasta la profunda Rusia, nadie quedaría indiferente a esta horda humana.
El año que los andaluces decapitaron a los feroces vikingos - Noticias de Alma, Corazón, Vida
–William Faulkner
tras*curridas catorce noches del mes de Muharram, en el 230 de la Hégira (844 de nuestra era), esto es, al comienzo del otoño, una potente flota vikinga de más de ochenta naves y cerca de 4.000 hombres remontaba el Guadalquivir para asestar a los almohades de Al-Ándalus un golpe de una audacia sin precedentes. Sus cuernos de combate tocaban a tragedia y una música fúnebre ascendía lentamente hacia la indefensa ciudad unos kilómetros más arriba.
Previamente se habían apoderado de Qabpil (actualmente Isla Menor) y habían dejado un fuerte destacamento afianzando la cabeza de puente. En la localidad de Coria del Río ocasionarían una matanza memorable, no dejando títere con cabeza. Toda la población, estimada en medio millar de almas, fue pasada a cuchillo sin que conste que hubiera superviviente alguno. Esta carnicería no tenía otro objeto que el de evitar en principio que el aviso de su presencia llegara a Sevilla, que era la pieza mayor y más codiciada de esta incursión. Además, la extrema crueldad con que trataban a sus prisioneros era en sí una carta de presentación sobre sus intenciones. Una atmósfera de terror precedía y seguía a todos sus desembarcos. Llegar, golpear y desaparecer antes de que los autóctonos reaccionaran era su modus operandi.
Tres días después de su desembarco, esta horda decidió remontar el Guadalquivir hacia Sevilla, conocedores de la fama que albergaba esta ciudad. Sus habitantes se disponían a la defensa inermes ante la que se avecinaba sin caudillo militar alguno que guiara su ejército, pues el gobernador de la ciudad se había dado a la fuga huyendo hacia Carmona, por lo que a los pobladores de este antiquísimo enclave solo les quedaba encomendarse a Alá. Conocedores de esta deserción y de la escasa preparación militar de los defensores, esta fuerza letal llegaría con sus naves hasta los arrabales de la ciudad.
La matanza y el saqueo se prolongaron en una orgia de sangre durante una semana. Mujeres, niños y ancianos sufrieron el horror desatado por esta forma de peste humana y la entera población fue pasada a cuchillo, con el corolario de violaciones, saqueo, e incendio de la ciudad. A los que se les perdonó la vida, el destino les depararía un futuro estremecedor: la esclavitud. Todos los prisioneros provenientes del África de color serian vendidos en Irlanda como un bien exótico. Durante dos meses sembraron el pánico a su antojo entre los andalusíes de la comarca provocando un éxodo cuyos ecos actuaban como caja de resonancia.
Cabezas en picas
tras*curría noviembre para cuando el emir Abd al *Rahmán consiguió movilizar un ejército digno de tal nombre y enfrentarlos. Para cuando alcanzó la comarca del Aljarafe sevillano, la desolación era patente. En una primera fase comenzaron a fustigar con la caballería e infantería a sus enemigos a los que desconcertarían totalmente. La horda vikinga no disponía de caballos y sus conocimientos ecuestres eran prácticamente nulos. En los enfrentamientos que se sucedieron en días posteriores la caballería del emir estragaría a los nórdicos. El envés del infierno se abatiría sobre estos rudos guerreros-exploradores. La umma (comunidad de fiel a la religión del amores) podía respirar por algún tiempo.
El general Ibn Rustum ordenó la decapitación fulminante de los prisioneros supervivientes a la vista de sus camaradas. Un millar de ellos fueron enterrados vivos con la cabeza al aire y se ordenó a la caballería almohade pasar al galope en repetidas ocasiones sobre este peculiar sembrado. Más de treinta naves capturadas arderían sin remisión. Algunas cabezas cortadas soportarían grandes candelas que iluminarían durante el ágape con el que sería homenajeado el triunfador. Todas las palmeras de Sevilla fueron profusamente decoradas para la ocasión con más de quinientas cabezas recordando a los sevillanos que el horror había tocado a su fin. Desde aquellas cuencas con sus ojos vacíos, finalmente los normandos contemplarían con sosiego la eternidad.
Nunca más se volvería a documentar en Al-Ándalus más strandhógg, como llamaban en su lengua a estas campañas de saqueo.
Un pueblo de saqueadores
Ya en su primer desembarco en la península, en Gijón hacia el 840, los asturianos con Ramiro I a la cabeza les causaron severísimas bajas en la zona aledaña a la Torre de Hércules quemándoles más de setenta naves, en la que posiblemente sea la derrota más destacada en la historia de las navegaciones vikingas.
Los cronistas árabes que recogen el más terrible ataque normando de los tres que se produjeron en la península documentaron ampliamente este ataque al sur de la península. Los otros dos se efectuaron en los años 858-861 en los que arrasaron en su remontada por el Ebro y como corolario capturarían a García Íñiguez, rey de Navarra, eso sí, después de pegarle fuego a Pamplona por los cuatro costados. Íñiguez tuvo que pagar lo que no está escrito por su propio rescate. El botín obtenido en esta incursión, histórico por otra parte, generó curiosas anécdotas. Muchas de las naves vikingas en su retirada, dado el peso de las capturas, embarcarían agua en abundancia en su trayecto por el Mediterráneo y se hundirían sin más.
La tercera oleada fue en realidad un sumatorio de pequeñas invasiones que duraría cinco años aproximadamente, iniciada la segunda mitad del siglo X. No obstante, perseverantes, los nórdicos, que ya se habían aficionado a la paella y al gazpacho, todavía volverían hacia el año 1030 al escenario de sus añoradas andanzas. Las sagas escandinavas, mencionan profusamente esta inveterada afición por el sol y la gastronomía local.
Los knörr eran barcos de bajo bordo, de navegación suave y habilitados para cuarenta individuos aproximadamente. Esta excelente embarcación tenía dos extremos iguales, permitiendo invertir la dirección sin tener que dar la vuelta la nave, con la consiguiente complicación de la maniobra. Una vela rectangular podía reemplazar o acelerar el esfuerzo de los remeros. Bajo buenas condiciones meteorológicas, un barco vikingo podía alcanzar los 16 nudos (unos 30 km/h). La denominación drakkar aplicada a estas embarcaciones es errónea pues en puridad la grafía es de raíz francesa o más bien, una deformación de la misma. La palabra es más exactamente de origen normánico. Drekar es plural de dreki (dragón) y hace alusión a las figuras zoomorfas que ahuyentaban a los malos espíritus desde el mascaron de proa. En el famoso tapiz de Bayeux, a partir de la escena 44 se ve claramente la configuración clásica de estas naves que aterrorizaron los mares in illo tempore.
Sus ataques y aparición en la escena política europea, ya que hastaentonces no se tenía conocimiento de ellos, dieron inicio en el año 793 con el saqueo del castillo-monasterio de Lindisfarne en una remota isla escocesa del Mar del Norte. De nada les valdría a los monjes rezar con vehemencia al señor, pues este estaba ocupado en otros menesteres. Esta temida cultura nórdica no reparó desde su primer contacto con Escocia e Irlanda hasta el saqueo de Constantinopla, Pisa, Marsella, Rouen, el sitio de Paris e innumerables enclaves de la costa mediterránea y atlántica en manejar una extrema violencia como credencial, si bien es cierto que entre clanes existían diferentes formas de afrontar la conquista, ya que muchos de ellos eran meros comerciantes. Desde Terranova hasta la profunda Rusia, nadie quedaría indiferente a esta horda humana.
El año que los andaluces decapitaron a los feroces vikingos - Noticias de Alma, Corazón, Vida