Documentos desclasificados implican al PSOE en las peores matanzas de la Guerra Civil española

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Sobre las cinco de la tarde, el Jefe de “La Cuerda” comenta en voz alta con el fin de tranquilizar a los cautivos, mintiéndoles, que más tarde “pasaría un camión para recogerles”. Ya ha dictado su sentencia. Deja a cargo del grupo al soldado Alejandro Casto López González, al miliciano Miguel Genaro Balsera Arias “El Javeño”, a los escopeteros Alonso Álvarez Gallego “El Pulido”, Juan Martín Álvarez “El Torero” y Francisco Gómez Paredes, y a tres Guardias Municipales de Don Benito que los habían acompañado hasta allí, entre ellos, Sebastián Sosa Cerrato, quien el día anterior había participado en la detención de Juan Herrera Herrera y su esposa María Francisca Moreno Martín-Romo. Con ellos, Carlos Quesada Mateos “Calixto Alcaide” y Pablo Sánchez García “El Pastor”, que volverán a Don Benito junto con los Guardias Municipales. Todos ellos participan en la matanza directa o indirectamente.

Cerca de las siete de la tarde, las sesenta y una personas restantes, de las cuales cuarenta y seis son hombres y quince mujeres, continúan la marcha en dirección a Magacela. Entre estos integrantes de “La Cuerda” que inician la segunda etapa y reanudan su calvario, se encuentran familiares muy cercanos a los que han quedado bajo el puente: Adelaida Sánchez Parejo, de 18 años de edad, y su hermana Paula Sánchez Parejo, de 14 años de edad, hijas ambas de María Paula Parejo Borrallo; Emilia Cidoncha Donoso, de 40 años de edad, hermana de Antonia María Cidoncha Donoso, y Juan Herrera Herrera, esposo de María Francisca Moreno Martín-Romo y cuñado del hermano de ésta, Antonio. Al dolor ya de por sí estremecedor por la situación que están viviendo, se añade ahora el producido por dejar atrás a sus seres queridos. Sus “acompañantes” solamente les han dicho que “iban a descansar allí y luego continuarían”.

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Después de unos kilómetros, dos de los guardianes que se habían quedado en el puente con los impedidos, se reincorporan al grupo montados en sus caballos. Son el soldado Alejandro Casto López González quien da la novedad al Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo” y le dice que “se los ha entregado a los escopeteros”, y el miliciano Miguel Genaro Balsera Arias “El Javeño”.

Pero volvamos atrás. Un poco antes, alrededor de las ocho de la tarde, los “guardianes de la fin” han sacado a los ocho cautivos de los bajos del puente y en un recodo muy próximo a la carretera comienzan a disparar indiscriminadamente contra ellos. No contentos con su hazaña, emplean utensilios de labranza para descuartizar a sus víctimas. Sólo han pasado seis horas desde su salida de Don Benito.

A Josefa Margarita Verdú Sánchez le aplastan la cabeza, le cortan un brazo y le destrozan ambas piernas a hachazos; a María Francisca Moreno Martín-Romo, además de los tiros de escopeta y fusil, heridas de golpes en la cabeza y manos; a Antonio Moreno Martín-Romo heridas de fusil en cabeza y oído que le destrozan la cabeza; a Francisco Ruíz Ruíz, mutilaciones en diferentes partes del cuerpo y la cabeza cortada y aplastada que abandonan a doscientos metros de ése lugar; a Manuela Morillo Caballero, numerosas heridas de armas de fuego; a Antonia María Cidoncha Donoso varios tiros de escopeta y fusil y heridas de golpes en cabeza y cuerpo. Pero entre éstos ocho cuerpos destrozados salvajemente por las fieras que lo han hecho, hay uno que aún exhala un leve aliento de vida. Es el de Josefa Cortés Correa, maniatada a Josefa Margarita Verdú Sánchez, a quien han dado por muerta y que queda como única testigo ante la historia de lo que allí ha sucedido. Está gravemente herida y con diversas mutilaciones, pero viva.

Unos kilómetros más adelante “La Cuerda” continúa su marcha. Nadie les cuenta lo que ha sucedido un poco antes. Anochece. Llegan al pueblo de Magacela sobre las diez de la noche. Ya han recorrido catorce kilómetros desde Don Benito. El imponente castillo apenas se vislumbra y evitan entrar en el pueblo y sus empinadas calles. En las afueras, les ordenan parar en la estación de ferrocarril. Por allí pasa el tren que va desde Don Benito a Castuera. Algunos piensan que por fin van a dejar de andar y les van a tras*portar en tren. Sus ardientes pies están destrozados. Ellos, agotados, y a cada momento que pasa, en peor estado.

Les dejan descansar un rato, no mucho, y se ríen de ellos diciéndoles que “los fascistas tenéis que ser fuertes”. Sin embargo, no logran que les den ni siquiera un poco de agua a pesar de que allí existe una fuente en la que los milicianos, ellos sí, renuevan el agua de sus cantimploras. Tienen prisa, saben que les pisan los talones y quieren llegar cuanto antes a la siguiente parada. Los insultos, amenazas de fusilamiento y palabras soeces dirigidas a las mujeres no tienen tregua. Pero esa prisa no hace que la caminata sea más rápida: Es de noche y tienen que velar para que sus sesenta y un rehenes no escapen.

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Cuando llegan a La Coronada ya han recorrido más de veinte kilómetros desde Don Benito. Es noche cerrada y tampoco entran en el pueblo. Es la una de la madrugada del día 24. Allí hacen una parada de diez escasos minutos y prosiguen la marcha hacia Campanario.

A esta población llegan a las cinco y media de la mañana del día 24 de julio de 1938. Ya llevan recorridos veintisiete kilómetros desde Don Benito. Les hacen desfilar por las calles del pueblo, exigiéndoles, en su estado, que caminen a paso marcial ante los curiosos que les observan. Les encierran en el muladar del Ayuntamiento, entre sarama y trabajo manual, sin permitirles comer ni beber nada. Los conductores y asesinos de “La Cuerda”, que han hecho todo el recorrido hasta ahora montados en sus caballos, se van a descansar y son sustituidos por milicianos de la Comandancia Militar de Campanario. Éstos, quizás movidos por la compasión al verlos en ése lamentable estado, les aflojan las ligaduras y les dejan comer y beber de lo poco que llevan encima, e incluso les ofrecen algunos de sus ranchos.

Sobre las nueve de la mañana se escucha un gran revuelo en la calle. Llega el rumor de que las tropas nacionales están ya muy cerca. El día 21 han ocupado Orellana la Vieja (Badajoz) y cotas que van desde esa población al Río “Zújar”, a tan sólo veinte kilómetros al norte de Campanario. Además, también han tomado Castuera el día anterior, a las dos de la tarde del 23 de julio de 1938, curiosamente a la misma hora en que salieron de Don Benito con destino inicial a esa población, a otros veinte kilómetros por el sur. Ya no van a poder llegar allí. Llegan las dudas. Los milicianos y escopeteros gente de izquierdas de Don Benito, que tan valientemente han asesinado a sangre fría a siete de sus paisanos, ahora no saben qué hacer porque se sienten copados. También se quejan de que no encuentran en este pueblo a ninguna autoridad con la que poder entenderse. Es el momento del “sálvese quien pueda”.

A esa hora entran en el muladar municipal unos milicianos y se llevan a ocho presos amarrados. Aparentemente van a ser fusilados y ésa es la impresión que quieren dar a los cautivos. Al rato regresan a por otro grupo pero sus jefes cambian de opinión y ordenan a todos los presos que recojan sus equipajes y les vuelven a atar fuertemente en actitud agresiva. Hay alguno que, débilmente, intenta negarse porque no se puede levantar por el cansancio acumulado y es castigado con un culatazo para que se incorpore siendo insultado groseramente. Se nota su nerviosismo. Les dicen que van hacia Puebla de Alcocer.

Uno de los integrantes de “La Cuerda”, Alonso Cerrato Moreno, de 46 años de edad, se ha quedado un poco apartado del Grupo. Sin quererlo escucha una conversación entre el Teniente al mando de la Comandancia Militar de Campanario y el Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”: “Hoy va a haber abundante carne. Apuntad bien. Hacedlo lejos del pueblo y luego recogéis las carteras”. El otro, le contesta: “No tenga cuidado, no se escapará ninguno”.

Cuando reanudan la marcha, sobre las once de la mañana, Alonso Cerrato Moreno le comunica a su compañero de ligadura, Ricardo Ramos López, de 47 años de edad, que ha escuchado al Teniente dar una orden para que se les fusilara. Alcanzan al Padre Eulogio Velasco Navarro, de 52 años de edad, Párroco de la Iglesia de “San Sebastián” de Don Benito, para que les dé la absolución. Otros, se van enterando al correrse la voz y se acercan al Sacerdote con la misma petición sin dejar de caminar. Poco a poco, convencidos de lo que les aguarda, abandonan el escaso equipaje que les queda para esperar con resignación el momento de su fin. Sus guardianes quieren llegar cuanto antes a su destino y con la menor “carga humana” posible, pero la suficiente para tener algo con qué negociar en el caso de ser cercados por las tropas nacionales.

Han tomado un camino que tras*curre casi en paralelo a la carretera que va desde Campanario a Orellana la Vieja con la intención de abandonarlo al atravesar el Río “Zújar” y encaminarse a Puebla de Alcocer a través del “Cordel Serrano”, cercano a la carretera. Hay ocho kilómetros entre el primer pueblo citado y el badén del río. En su camino se cruzan con cientos de personas, civiles, soldados y dirigentes marxistas de los pueblos de los alrededores, que huyen atropelladamente en medio de un ensordecedor griterío ante la llegada del Ejército Nacional. Muchos pierden en la huida sus cargas, enseres personales, comestibles y objetos valiosos, producto de los robos y la rapiña, que son abandonadas por el campo de “La Serena”. Ante esta situación, los conductores de “La Cuerda” deciden no atravesar el río y dirigirse a Puebla de Alcocer por la carretera que más al sur los pueda llevar a esa población.

Recorren la orilla del Río “Zújar” hacia el Este y a dos kilómetros encuentran un molino existente entre las desembocaduras del Río “Guadalefra” y el Arroyo del “Campo del Toro”: Es el Molino “Rodona”, junto a la Fuente “La Gamonita”. Ante los ruegos de las mujeres, que les persuaden para hacer una parada porque las fuerzas son ya muy escasas, les conceden un descanso. El calor es abrasador. Son cerca de las tres de la tarde. Ya han recorrido treinta y siete kilómetros desde Don Benito en tan sólo veinticinco horas. En condiciones inhumanas y en pleno mes de julio. Los cautivos intentan refugiarse a la sombra del Molino, pero ni se lo consienten ni les desatan. Tienen que comer a campo raso y beben del agua que caritativamente les lleva el molinero.

Una hora más tarde, cuando les ordenan reanudar la marcha, las caras descompuestas de los “acompañantes” denotan un temor cada vez más expresivo acerca de las consecuencias de los viles actos que han cometido. Saben por los milicianos con los que se cruzan huyendo, que las tropas nacionales han hecho el corte por Campanario y están a punto de entrar en el pueblo. La “Bolsa de La Serena” se constriñe cada vez más dejándoles una sola vía de escape hacia Puebla de Alcocer. Ya no tienen contemplaciones, si es que alguna vez las han tenido. Y a los que ya no pueden levantarse y menos caminar, simplemente les dejan atrás. Eso sí, con sus correspondientes “custodios” para que sean vilmente asesinados.

Allí, en el Molino “Rodona”, quedan el Sacerdote Eulogio Velasco Navarro, presa de un ataque de parálisis; Francisco Santamaría Cabanillas, de 57 años edad; Agustín Cerrato Crespo, de 31 años de edad; Juana Ortiz Dávila, conocida como “Juana la Partera”, de 62 años de edad; y Santiago Arias Alonso, de 46 años de edad.


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El Jefe de “La Cuerda”, Sargento Eusebio Jiménez Herrera “El Sargentillo”, comisiona nuevamente al soldado Alejandro Casto López González, acompañado del miliciano Miguel Genaro Balsera Arias “El Javeño” para que terminen con sus vidas. A éstos se les añaden los tres escopeteros que venían rezagados tras los sucesos del Puente de “La Marcocha”, en La Haba: Alonso Álvarez Gallego “El Pulido”, Juan Martín Álvarez “El Torero” y Francisco Gómez Paredes. Vienen de hacer su particular recorrido porque cuando finalizaron su “trabajo” huyeron ante la posibilidad de caer en manos de las tropas nacionales que ya andaban muy cerca de allí.
 
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Rebatir las histrolas, es decir, la propaganda de guerra roja en la que se basan los histroladores apesebrados no es gruñir, patán, que no sabes lo que gruñes.
 
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