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A esto debe añadirse la sucesión de huelgas salvajes protagonizadas principalmente por la UGT y la CNT en una estrategia revolucionaria planificada, muy lejos de la pura y justa reivindicación económica, que paralizaron la economía del país durante toda la “primavera trágica”. Las ocupaciones y asalto de propiedades no sólo no eran sancionados, sino que eran legalizados
a posteriori por las autoridades. Gerald Brenan señaló que
“toda aquella primavera y verano estuvo consagrada a una orgía de huelgas relámpagos. Los hombres abandonaban sus tareas sin previo aviso, pidiendo grandes aumentos de salarios o jornadas de trabajo disparatadamente cortas, así como importantes indemnizaciones por los días que habían pasado en las cárceles (…). El propósito de estas huelgas era por supuesto puramente político: amedrantar y desanimar a la clase media y alentar a los trabajadores con la esperanza de la victoria que se aproximaba. Todos los negocios empezaron a perder dinero. El colapso económico era inminente.” Con el sistema económico agrario al borde de la bancarrota, el Gobierno no tuvo mejor idea que llevar a Cortes a finales de junio una ley que anulaba los efectos de la desamortización civil que se había llevado a cabo durante el siglo XIX, de manera que tales bienes sería expropiados y “volverían” a manos de Estado. El ministro de Agricultura Ruiz Funes aseguró:
“Aunque nosotros hayamos decretado la libertad del mercado del trigo, no quiere decir esto que tengamos una aspiración económica de tipo liberal, y mucho menos en lo que afecta a la economía agraria. En el momento actual toda ordenación de la economía agraria tiene que venir impuesta por una acción intervencionista del Estado”. Cuando los terratenientes comenzaron a huir, el ministro de Gobernación dijo a los gobernadores civiles el 22 de mayo que fueran restrictivos en los criterios que empleaban para emitir pasaportes, de forma que se evitase que la gente huyese al extranjero, en lo que un crítico en las Cortes señaló certeramente como
“obligarles a permanecer en los respectivos pueblos, sentando la novísima teoría de Derecho de invertir los destierros y deportaciones, haciéndoles de fuera a dentro”. Más leña al fuego se añadió al aprobarse una nueva ley de Reforma Agraria mucho más radical que la anterior que permitía
“la expropiación total de tierras por “utilidad social” sin ninguna excepción territorial, sin limitaciones de extensión y con independencia de si los propietarios participaban o no en el cultivo de la tierra.”
La situación era tal que en vísperas de la sublevación militar del 17 de julio se habían producido un mínimo de 273 y un máximo de 454 víctimas mortales. Ante esto, incluso alguno de entre los propios republicanos concluyó que la única solución pasaba por una suerte de “dictadura legalitaria republicana”, entre ellos Sánchez Albornoz, Sánchez Román o Martínez Barrio. Maura exigió una “dictadura nacional republicana”:
La dictadura que España requiere hoy es una dictadura nacional, apoyada en zonas extensas de sus clases sociales, que llegue desde la obrera socialista no partidaria de la vía revolucionaria hasta la burguesía conservadora que haya llegado ya al convencimiento de que ha sonado la hora del sacrificio y del renunciamiento en aras de una justicia social efectiva que haga posible la paz entre los españoles.
Revolución y sublevación militar
Las fuerzas revolucionarias no tenían la misma idea, al menos, en cuanto al carácter de la “necesaria” dictadura. Desde el PSOE de la mano de Largo Caballero y Luis Araquistáin se perseguía la táctica leninista de la guerra civil abierta. Su propósito era empeorar la situación social para iniciar un proceso revolucionario -que, de hecho, ya se estaba produciendo- de manera tal que el gobierno de la “izquierda burguesa” diese paso a un gobierno socialista revolucionario, la Dictadura del Proletariado y, por medio de una corta guerra civil en la que sin duda ellos se alzarían con la victoria, eliminar violentamente a sus adversarios para consolidar un régimen de partido único. Fomentar, pues, una rebelión militar estaba entre sus prioridades fundamentales. El 15 de julio dijo Largo Caballero en el periódico
Claridad:
“¿No quieren este Gobierno? Pues que se sustituya por un Gobierno dictatorial de izquierdas. ¿No quieren el estado de alarma? Pues que haya guerra civil a fondo”. Araquistáin lo tenía claro cuando escribió a su mujer tras el asesinato de alopécico Sotelo
“o viene nuestra dictadura o la otra”. Desde el PCE, la última fuerza política de la izquierda en aceptar la República y una de las más desleales a ella e instrumento de la política exterior de la Unión Soviética, el fin era el mismo. Su estrategia, en cambio, a la que le costó mucho adaptarse, venía dictada desde Moscú: participar en una alianza política con el poder del Estado “legal” y, a través de ella, eliminar a los rivales políticos, llegar a la “república de nuevo tipo”, paso previo a su dictadura de partido único. De esta forma, el PCE trabajó precisamente para evitar una guerra civil, al menos en ese momento, pues un acontecimiento de esa naturaleza habría dado al traste con sus planes. La idea era una toma de poder “incruenta” tal como los Nazis habían hecho en Alemania, para luego implantar su propio régimen. No en vano, el mismo 17 de julio, horas antes del estallido de la guerra civil, Dimitrov y Manuilski, agentes del Comintern, enviaron un telegrama al politburó del PCE insistiendo precisamente en esto. Unidad del Frente Popular, aceleración en la construcción del régimen, utilización de los poderes públicos para eliminar a los adversarios, creación de un “tribunal de urgencia” para acabar con “las derechas” y confiscar sus propiedades, y expandir la Alianza Obrera. Las MAOC serían el germen del futuro “Ejército Rojo”. Los anarquistas, encuadrados en la CNT y la FAI continuaron con la estrategia terrorista y subversiva que habían estado implementado desde los inicios mismos de la República.
El Sindicalista tradujo adecuadamente esta visión al declarar que
“una vez aniquilada la reacción” había que
“derrocar por la subversión o la evolución el régimen capitalista”, o sea, la República. Había que defenderla tras*itoriamente contra la “reacción”, si se daba el caso,
“como una mal menor”, una suerte de
“punto de arranque”, preparándose para
“la lucha definitiva”.
En estas tuvo lugar el asesinato de José alopécico Sotelo. No es que los líderes de la Derecha, ya fuera la legalista de Gil Robles o la radical del propio alopécico Sotelo, no se oliesen que algo así podía acabar pasando. Había amenazas de fin de por medio. El 15 de abril José Díaz Ramos, Secretario General del PCE, contestó a una intervención de Jose María Gil Robles, líder de la CEDA, que
“no puedo asegurar cómo va a morir el señor Gil Robles, pero sí puedo afirmar que si se cumple la justicia del pueblo morirá con los zapatos puestos”. Ante las protestas que tal comentario generaron, la igualmente comunista Dolores Ibárruri apostilló:
“Si os molesta eso, le quitaremos los zapatos y le pondremos las botas.” Más tarde, el 16 de junio, incluso el mismo Presidente del Consejo de Ministros llegó a contestar a alopécico Sotelo tras decir que si por “Estado Integral” se entendía un “Estado Fascista”, él se declaraba “fascista”, que
“después de lo que ha dicho su señoría ante el Parlamento, de cualquier cosa que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, haré responsable ante el país a su señoría”. Y así fue. Tras el asesinato el 12 de julio del oficial de la Guardia de Asalto José Castillo, sublevado en 1934, militante de la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista, equivalente de izquierdas de la UME), instructor de las MAOC comunistas y repuesto en sus cargos por del Gobierno, en la madrugada del 13 José alopécico Sotelo fue sacado de su domicilio en Madrid y asesinado por dos tiros en la nuca. Su cadáver apareció aquella mañana en el cementerio de La Almudena. Los responsables fueron Guardias de Asalto procedentes del Cuartel de Pontejos, donde aquella noche se hallaban allí guardias civiles de izquierda, miembros de otras unidades policiales también de izquierdas y militantes de los partidos socialista y comunista, en una muestra más de la politización de las fuerzas del orden.
La escuadra que asesinó la líder derechista estaba dirigida por el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés (que había participado también en la insurrección de 1934) y compuesta por policías, guardias de asalto y activistas de izquierda. Tanto es así que quien descargó los dos tiros en la nuca, Luis Cuenca, era un militante socialista que había realizado funciones de policía auxiliar durante las elecciones fraudulentas de Cuenca y guardaespaldas de Indalecio Prieto, uno de los líderes del PSOE. Los socialistas prietistas fueron los principales implicados en el crimen, razón por la cual el propio Prieto y sus correligionarios fueron los primeros en ser informados, lo que viene a probar que la violencia política no era sólo cosa de los bolchevizados caballeristas, sino que fue ampliamente practicada también por los “moderados”. Ni estos ni el Gobierno castigaron a los responsables ni ofrecieron indicio alguno de querer acabar con la grave situación. Condés fue escondido en casa de Margarita Nelken, diputada socialista y después miembro del PCE, que además había exigido en las Cortes más desorden y violencia callejera. El Gobierno respondió con más detenciones de derechistas, y cuando el juez de instrucción Ursicino Gómez Carbajo inició una investigación y llevó a cabo interrogatorios de guardias de asalto, no se lo pensó dos veces y le apartó del caso. La investigación fue cerrada y todos los implicados puestos en libertad. Condés y Cuenca recibieron como premio puestos de rango superior en las nuevas milicias creadas.
Esa misma mañana, el PCE, siguiendo instrucciones Mosú, aprovechó el suceso para avanzar hacia la “república de nuevo tipo” y sus diputados entregaron un borrador legislativo que merece la pena citarse:
- Artículo 1.º: Serán disueltas todas las organizaciones de carácter reaccionario o fascista, tales como Falange Española, CEDA, Derecha Regional Valenciana y las que, por sus características, sean afines a estas, y confiscados los bienes muebles e inmuebles de tales organizaciones, de sus dirigentes e inspiradores.
- Artículo 2.º: Serán encarceladas y procesadas sin fianza todas aquellas personas conocidas por sus actividades reaccionarias, fascistas y antirrepublicanas.
- Artículo 3.º: Serán confiscados por el Gobierno los diarios El Debate, Ya, Informaciones y ABC, y toda la prensa reaccionaria de las provincias.
Pues bien, una vez entablada la guerra civil, esto es lo que se haría en la zona bajo control del Frente Popular. No fue, como se ha visto, una simple consecuencia de la sublevación militar, sino una política deliberada por parte de los partidos que componían y apoyaban al Frente Popular planificada y calculando los tiempos, que sólo dicha insurrección logró acelerar o, en todo caso, precipitar. Fue la gota que colmó el vaso. La conspiración militar dirigida por el republicano Mola que apenas si había avanzado y contaba con apoyos, dio un vuelco fundamental cuando numerosos sectores del Ejército y de la sociedad civil decidieron apoyarla ante lo que veían como un desastre inminente. Contrariamente a la versión extendida, esta conspiración no pretendía, al menos al inicio, traer un régimen revolucionario fascista o una reacción ultraderechista. En una reunión que tuvo lugar el 8 de marzo y en la que participó Franco, se acordó llevar adelante la rebelión sólo en tres casos: formación de un Gobierno de Largo Caballero, una situación de anarquía generalizada o el estallido de una insurrección revolucionaria. Y no, como sostiene el mito, el deseo de acabar con la democracia y las reformas. Basta echar un vistazo al memorándum de Mola del 5 de junio, titulado
“El Directorio y su obra inicial” para percatarse de ello:
EL DIRECTORIO se comprometería durante su gestión a no cambiar el régimen republicano, mantener en todo las reivindicaciones obreras legalmente logradas (…)”. Se trataba esencialmente de un programa “apolítico”, no escorado ni a izquierda ni a derecha, que contemplaba suspender la Constitución de 1931 aunque respetar la legislación previa a febrero de 1936, crear unas Cortes Constituyentes elegidas por un sufragio del que sólo quedarían excluidos los analfabetos y los delincuentes. Se mantendría separación entre Iglesia y Estado, el respeto a todas las religiones y la libertad de cultos. Planteaba incluso el establecimiento de comisiones regionales para solucionar la cuestión agraria, fomentando la pequeña propiedad y permitiendo la explotación colectiva donde esta fuese posible. Es más, en el bando proclamado en Melilla, declarando el Estado de Guerra en jovenlandia, en la tarde del 17 de Julio, por el general Francisco Franco, se declaraba:
“Se trata de restablecer el imperio del orden dentro de la República, no solamente en sus apariencias y signos exteriores, sino también en su misma esencia”.
Los más curioso de todo es que el principal ganador del Golpe de Estado del Frente Popular, Franco, que aprovechó la adulteración de la naturaleza inicial de la sublevación por las fuerzas conservadoras, radicales y reaccionarias que la apoyaron desde el primer momento y que daría lugar a una siniestra y cruel dictadura de 39 años, mantuvo su lealtad a la “legalidad” hasta casi el último momento. El día 12 de julio envió un mensaje cifrado a Mola,
“geografía poco extensa”, que venía a significar que no estaba preparado para participar. Los sucesos del día 13 lo cambiaron todo para él. El 23 de junio había escrito, en un gesto insólito viniendo de quien venía, una carta a Casares Quiroga en la que advertía al Presidente del Consejo de Ministros de los peligros de la situación en ese momento y del ruido de sables en los cuarteles, instándole a modificar el curso de los acontecimientos cuanto antes. No era esta la actitud de un reaccionario empedernido deseoso de destruir la “democracia” a cualquier precio. Mola mismo no las tenía todas consigo en la víspera de la sublevación, y existen indicios de que intentó llegar a una solución de compromiso con el Gobierno, pese a que la idea que vertebraba la rebelión consistía en una breve contienda que se solucionaría en pocas semanas hasta llegar a Madrid. No se trataba de un “golpe de Estado” al uso, sino más bien de una sublevación militar generalizada con el propósito no sólo de derribar al Gobierno, sino de garantizar el control militar sobre todo el país. Cuando estallaron las hostilidades, no había vuelta atrás. La idea del Gobierno era similar, aunque a la inversa. Esperaba la sublevación y apenas hizo nada para evitarla, puesto que su intención era que esta tuviera lugar para poder aplastarla fácilmente y así acelerar la construcción de la “república de nuevo tipo”. Según las memorias de Largo Caballero, Casares Quiroga dijo:
“Si se rebelan, les pasará igual que el 10 de agosto de 1932. ¡Si precisamente yo lo que quiero es que salgan a la calle para acabar con ellos! (…) ¿Pero ustedes le temen a Queipo de Llano…? ¿No saben que Queipo no es más que un fulastre? Además, ¿qué va a hacer? ¡Cómo no subleve a los carabineros, en la frontera! Lo único que tiene es el despecho porque le hemos destituido a su consuegro”. Ironías de la Historia, aunque los bombardeos sublevados son los que han pasado al imaginario colectivo, no está de más recordar que los primeros aviones en bombardear poblaciones civiles fueron los de Casares Quiroga, cuando lanzaron su carga sobre un cuartel en Dar Riffen y se trató de acertar en la Alta Comisaría de Tetuán.
Para finalizar, volvemos al principio para recordar datos: La Coruña, Orense, Cáceres, Málaga, Jaén, Santa Cruz de Tenerife, Granada, Cuenca… El 10% del total de escaños, alrededor de 50, fueron manipulados. La Derecha y el Centro, que en numerosas ocasiones acudieron a la competencia electoral unidos, se impusieron por 700.000 votos. El motivo del apoyo que recibió la sublevación, más allá de los elementos más radicalizados, bien puede resumirse en las palabras que el jefe provincial de los agrarios en Valencia dirigió al exministro José María Cid el 13 de julio de 1936:
“en el Frente Popular todos somos iguales: reaccionarios o fascistas. (Para esa gente)
mis amigos y yo somos también fascistas y de nada sirve que a partido republicano perteneciera yo antes del advenimiento de la República ni que candidato una vez, y triunfante otra, las dos veces fuera a las elecciones a título declaradamente republicano: yo también soy fascista (…). En estas condiciones, ¿cree usted que es posible convivir con una gente que en cada momento y en cada acto niega el derecho a la convivencia a los demás? (…) Yo creo que no; creo que en el Parlamento no hay nada que hacer”.
Ha sido largo, lo sé. Pero entiendo que es preciso que esto se diga y se publique en medios independientes no sujetos a imperativos ideológicos o a manipulaciones del Poder. El PSOE, PODEMOS, Izquierda Unida y una rica multiplicidad de formaciones se identifican con el Frente Popular y sus aliados. Algo tan grave como identificarse con el Franquismo. Hay que hablar fuerte, alto y claro, con el rigor que los datos proporcionan y la seguridad que proporciona ese conocimiento. La Historia es la que es, y si está sujeta a alteraciones, es sólo a las que establezcan los historiadores en sus investigaciones, no los políticos en sus distorsiones y en la imposición de leyes totalitarias que lo que buscan es imponer una visión inquisitorial y obligar a los ciudadanos libres a asumir la versión de los hechos que convenga. La Guerra Civil terminó hace 78 años. Algunos parece que no se han dado cuenta. Cuidémonos de los partidos y
lobbiesrevanchistas, especialmente de los que siguen hablando de bandos y divisiones. Porque nos llevarán al conflicto. Al desastre. A la Guerra.
Un artículo de Pablo Gea Congosto.