Carlx
Madmaxista
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Tú produces mesas. Con una madera y una cantidad de trabajo.
Decides pintar unas cuantas en neցro. Funcionan muy bien, con un precio de 100€.
Resulta que también decidiste hacer unas cuantas en tonalidad verde caguerilla. Que espantan a la gente. Que sólo te las quitas poniéndolas de rebajas a 15€.
Llegas a un convenio con Ágata Ruiz de la Prada. Le pinta encima unos corazones rosas y esas mesas las vendes a 500€.
¿Cómo explicaría esto el marxismo? No puede. Como no puede explicar mil casos reales que pasan cada día. Por qué un cocinero huevonudo puede cobrar el triple que otro regular, empleando el mismo tiempo, y haciendo el mismo producto con los mismos materiales.
Por qué existen las modas. Por qué bienes que no sirven para casi nada son muy vendidos y otros con muchísima utilidad no venden, o son mucho más baratos.
No te has leído ninguno de los enlaces y sales con el mismo rollo una y otra vez respondido.
El fetichismo de la mercancía:
El fetichismo es el atribuirle a una cosa propiedades que no le son propias, es decir, considerar que una cosa es algo distinto a lo que realmente es. Más aún, es atribuirle propiedades mágicas, mistificar una cosa. Esto es muy usual y puede ocurrir por una mezcla de ignorancia y creencias animistas, como cuando antiguamente se creía que las yeguas, y las mujeres, eran fecundadas por el viento. Este viento era fetichizado como algo que no es. También algo se puede fetichizar si se lo asocia con ideas mágicas o religiosas, así los creyentes consideran a la leche y al vino como al cuerpo y la sangre de Jesús. Pero un ejemplo más actual, ya que hoy nadie va a misa, o al menos no cree que se está comiendo a Jesucristo, podemos verlo con las cábalas futboleras. Cuando un hincha se sienta en un sillón a ver el partido, si su equipo gana, ese sillón pasa a ser un objeto mágico que va a garantizar la victoria cada vez que se lo use.
Con las mercancías pasa algo parecido, pero lo extraño es que el fetichismo de las mercancías surge por considerarlas como “lo que son” a primera vista, es decir que no surge de algo ajeno a ellas, sino de una forma que les es propia. Las mercancías se nos presentan tal cual son, no nos ocultan que son cosas útiles y que tienen un precio. Al contrario, tan claro vemos que las mercancías son valores de uso con valores de cambio, que sólo vemos eso: valores de uso que portan valores de cambio. El valor de cambio aparece unido a cada mercancía y parece ser una propiedad del valor de uso que constituye cada mercancía. Los precios de las cosas parecen depender de las cosas mismas: un auto es más caro que un televisor “porque los autos son más caros que los televisores”. Es una cualidad de los objetos el tener cada uno un precio distinto, los autos por ser autos, y los televisores por ser televisores, y así por el estilo con toda la lista de mercancías.
Aquí empieza el fetichismo, o la falsificación del concepto, cuando el valor de cambio es visto como una cualidad del valor de uso al que está unido, porque el valor de uso es lo que realmente vemos, no podemos ver qué otra cosa puede ser la causa del valor de cambio, hasta no hacer un análisis más profundo.
Del mismo modo el sol se nos aparece como una esfera que ilumina y da calor y que parece nacer y morir en el horizonte cada día, pero la apariencia sólo contiene una parte de verdad, mientras que oculta o deforma otra parte. Con la ayuda de la observación y el pensamiento, y algunos herejes, hoy sabemos que no es el sol el que se mueve, sino la Tierra la que gira alrededor de él.
Así también está oculto el verdadero fundamento del valor. En el mercado las mercancías se intercambian con otras mercancías, como si las cosas tuvieran relaciones sociales entre sí, mientras que las personas no se relacionan en el mercado directamente con personas, sino con cosas. Las relaciones humanas están cosificadas en este sentido. El que va a comprar leche al supermercado no se relaciona con el tambero, sino sólo con la leche y su precio. Hace el intercambio de su mercancía (o su dinero) por otra mercancía. Las relaciones productivas humanas que generan las mercancías y su valor, quedan así ocultas tras la forma en que aparecen estas relaciones.
Pero estas formas no son sólo apariencias, sino que constituyen una necesidad de la producción capitalista, por el modo en que está organizada la división social del trabajo. A diferencia de sociedades anteriores, donde cada trabajo concreto era siempre parte y estaba en contacto con los otros trabajos que constituían la producción social (por ejemplo en una familia campesina que distribuye las tareas entre sus miembros), en el capitalismo los trabajos concretos no están en contacto directo entre sí, ni son parte de un mismo esfuerzo, sino que son trabajos privados, aislados entre sí (pero a la vez parciales, incompletos, no autosuficientes, sino dependientes de la producción general), que por lo tanto no pueden formar parte de la producción general de un modo directo, sino por medio de un mecanismo social que haga de intermediario entre estos trabajos privados, y los haga así formar parte de la división social del trabajo.
Este mecanismo es el mercado, donde cada trabajo privado se puede intercambiar con los otros, a través de las mercancías que ha producido, mercancías que llevan al mercado un valor que representa la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario (TTSN) que ha costado producirlas, valor que se refleja en una cantidad determinada de dinero. El hecho de que el valor represente tiempo de trabajo, hace posible que los intercambios se hagan en proporción a los tiempos de trabajo, y que por lo tanto los diferentes esfuerzos productivos sean reconocidos por la sociedad como una parte dada del trabajo global. A través de la forma de valor que adquieren los trabajos privados, éstos pueden volverse trabajos plenamente sociales.
Entonces, es la misma naturaleza de la división del trabajo capitalista la que genera una forma social que permite su propio funcionamiento, pero que al mismo tiempo oculta el contenido social del valor de la mercancía, y genera así el fetichismo de la mercancía.
Consecuencias
La más importante consecuencia de la forma mercantil que toman las relaciones sociales, es que se genera un lenguaje de cosas, mediante el juego de los precios en el mercado, que se autonomiza de las decisiones que quieran tomar las personas, y al contrario, este lenguaje de cosas domina el movimiento de la economía y por lo tanto domina las vidas de las personas que la producen. Las personas se convierten en engranajes de una máquina ciega. Cuando los precios de una mercancía caen, todo un sector de la producción se deprime y multitudes quedan en la calle sin saber bien a quién culpar ante semejante paliza. Los que conservan sus trabajos son sometidos a presiones fuertísimas para que rindan más y mejor, y cuando vuelven a sus casas, agotados, no saben a quién culpar por el castigo diario que reciben. “Es la situación”, “Está difícil”, se escucha. Hasta ayer un trabajo era útil, y hoy no lo es más. El culpable está bien oculto. El mismo capitalista actúa como un autómata. Vive de la ganancia que arranca del trabajo de los demás, sin saber qué es la ganancia, y si esta ganancia cae, o si no es tanta como la de sus competidores, tiene que aumentarla, sí o sí, a riesgo de ser borrado del mapa. Si esto significa explotar más a sus empleados, no dudará en hacerlo: es lo que manda “el mercado” y “sus señales”, además del interés propio.
Lo que en la explicación de la forma de la mercancía parece revelarse como un mero signo de otra cosa, un reflejo de algo más profundo, sin embargo no por ser entendido deja de mantener su forma opaca, ni tampoco deja de dominar mediante su lenguaje mercantil, a la misma sociedad que la ha creado a partir de los restos imperfectos de sociedades anteriores, como un nuevo Frankenstein, que no deja de vengarse de sus progenitores una y otra vez, mientras la sociedad, ignorante de su paternidad, lo sigue recreando.
El carnero degollado. Esta ignorancia que la forma de la mercancía impone sobre sus agentes humanos, añade otras consecuencias de orden político, ya que nos impide ver en la mercancía, al esfuerzo del trabajador, y a las condiciones de explotación a las que está sometido. Tal como vemos en el mercado a las partes empaquetadas de los animales de granja, sin haber tenido que ver cómo les abren la garganta; del mismo modo vemos en el mercado a los productos terminados sin sospechar su pasado; quién sangró en la producción de cada mercancía. En estas condiciones es fácil mantener el aislamiento y la indiferencia entre sectores heterogéneos de la población, y más aún es fácil mantener la apariencia de que debajo de la superficie del mercado no hay nada parecido a la explotación, sino apenas otras relaciones mercantiles ¡porque el trabajo mismo aparece como si fuera una mercancía! El trabajador vende su mercancía fuerza de trabajo a cambio de un salario, y esto parece en cambio una venta de “trabajo”. Después de todo, se intercambian dos mercancías con sus precios, y allí se acabó el asunto. A simple vista no se ve la diferencia entre “trabajo” y “fuerza de trabajo”.
Por lo anterior, para cobrar conciencia de la situación real en que vivimos los trabajadores, se requiere de dos condiciones básicas: una la produce la propia dinámica del capitalismo, y es la de juntar en los lugares de trabajoy de hábitat a proporciones cada vez mayores de obreros, que vivan en condiciones similares, y que por lo tanto puedan hacerse conscientes de sus intereses comunes (más en general, se trata de la homogeneización de las condiciones de vida de la clase obrera).
La otra condición insoslayable depende de un esfuerzo propio de la clase, es el esfuerzo crítico que destruye ese mundo de apariencias sustentado por la propaganda capitalista, y revela la posibilidad y la necesidad de un cambio revolucionario. Aquí es necesaria la actividad de los militantes sobre la subjetividad de los trabajadores.
Con las mercancías pasa algo parecido, pero lo extraño es que el fetichismo de las mercancías surge por considerarlas como “lo que son” a primera vista, es decir que no surge de algo ajeno a ellas, sino de una forma que les es propia. Las mercancías se nos presentan tal cual son, no nos ocultan que son cosas útiles y que tienen un precio. Al contrario, tan claro vemos que las mercancías son valores de uso con valores de cambio, que sólo vemos eso: valores de uso que portan valores de cambio. El valor de cambio aparece unido a cada mercancía y parece ser una propiedad del valor de uso que constituye cada mercancía. Los precios de las cosas parecen depender de las cosas mismas: un auto es más caro que un televisor “porque los autos son más caros que los televisores”. Es una cualidad de los objetos el tener cada uno un precio distinto, los autos por ser autos, y los televisores por ser televisores, y así por el estilo con toda la lista de mercancías.
Aquí empieza el fetichismo, o la falsificación del concepto, cuando el valor de cambio es visto como una cualidad del valor de uso al que está unido, porque el valor de uso es lo que realmente vemos, no podemos ver qué otra cosa puede ser la causa del valor de cambio, hasta no hacer un análisis más profundo.
Del mismo modo el sol se nos aparece como una esfera que ilumina y da calor y que parece nacer y morir en el horizonte cada día, pero la apariencia sólo contiene una parte de verdad, mientras que oculta o deforma otra parte. Con la ayuda de la observación y el pensamiento, y algunos herejes, hoy sabemos que no es el sol el que se mueve, sino la Tierra la que gira alrededor de él.
Así también está oculto el verdadero fundamento del valor. En el mercado las mercancías se intercambian con otras mercancías, como si las cosas tuvieran relaciones sociales entre sí, mientras que las personas no se relacionan en el mercado directamente con personas, sino con cosas. Las relaciones humanas están cosificadas en este sentido. El que va a comprar leche al supermercado no se relaciona con el tambero, sino sólo con la leche y su precio. Hace el intercambio de su mercancía (o su dinero) por otra mercancía. Las relaciones productivas humanas que generan las mercancías y su valor, quedan así ocultas tras la forma en que aparecen estas relaciones.
Pero estas formas no son sólo apariencias, sino que constituyen una necesidad de la producción capitalista, por el modo en que está organizada la división social del trabajo. A diferencia de sociedades anteriores, donde cada trabajo concreto era siempre parte y estaba en contacto con los otros trabajos que constituían la producción social (por ejemplo en una familia campesina que distribuye las tareas entre sus miembros), en el capitalismo los trabajos concretos no están en contacto directo entre sí, ni son parte de un mismo esfuerzo, sino que son trabajos privados, aislados entre sí (pero a la vez parciales, incompletos, no autosuficientes, sino dependientes de la producción general), que por lo tanto no pueden formar parte de la producción general de un modo directo, sino por medio de un mecanismo social que haga de intermediario entre estos trabajos privados, y los haga así formar parte de la división social del trabajo.
Este mecanismo es el mercado, donde cada trabajo privado se puede intercambiar con los otros, a través de las mercancías que ha producido, mercancías que llevan al mercado un valor que representa la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario (TTSN) que ha costado producirlas, valor que se refleja en una cantidad determinada de dinero. El hecho de que el valor represente tiempo de trabajo, hace posible que los intercambios se hagan en proporción a los tiempos de trabajo, y que por lo tanto los diferentes esfuerzos productivos sean reconocidos por la sociedad como una parte dada del trabajo global. A través de la forma de valor que adquieren los trabajos privados, éstos pueden volverse trabajos plenamente sociales.
Entonces, es la misma naturaleza de la división del trabajo capitalista la que genera una forma social que permite su propio funcionamiento, pero que al mismo tiempo oculta el contenido social del valor de la mercancía, y genera así el fetichismo de la mercancía.
Consecuencias
La más importante consecuencia de la forma mercantil que toman las relaciones sociales, es que se genera un lenguaje de cosas, mediante el juego de los precios en el mercado, que se autonomiza de las decisiones que quieran tomar las personas, y al contrario, este lenguaje de cosas domina el movimiento de la economía y por lo tanto domina las vidas de las personas que la producen. Las personas se convierten en engranajes de una máquina ciega. Cuando los precios de una mercancía caen, todo un sector de la producción se deprime y multitudes quedan en la calle sin saber bien a quién culpar ante semejante paliza. Los que conservan sus trabajos son sometidos a presiones fuertísimas para que rindan más y mejor, y cuando vuelven a sus casas, agotados, no saben a quién culpar por el castigo diario que reciben. “Es la situación”, “Está difícil”, se escucha. Hasta ayer un trabajo era útil, y hoy no lo es más. El culpable está bien oculto. El mismo capitalista actúa como un autómata. Vive de la ganancia que arranca del trabajo de los demás, sin saber qué es la ganancia, y si esta ganancia cae, o si no es tanta como la de sus competidores, tiene que aumentarla, sí o sí, a riesgo de ser borrado del mapa. Si esto significa explotar más a sus empleados, no dudará en hacerlo: es lo que manda “el mercado” y “sus señales”, además del interés propio.
Lo que en la explicación de la forma de la mercancía parece revelarse como un mero signo de otra cosa, un reflejo de algo más profundo, sin embargo no por ser entendido deja de mantener su forma opaca, ni tampoco deja de dominar mediante su lenguaje mercantil, a la misma sociedad que la ha creado a partir de los restos imperfectos de sociedades anteriores, como un nuevo Frankenstein, que no deja de vengarse de sus progenitores una y otra vez, mientras la sociedad, ignorante de su paternidad, lo sigue recreando.
El carnero degollado. Esta ignorancia que la forma de la mercancía impone sobre sus agentes humanos, añade otras consecuencias de orden político, ya que nos impide ver en la mercancía, al esfuerzo del trabajador, y a las condiciones de explotación a las que está sometido. Tal como vemos en el mercado a las partes empaquetadas de los animales de granja, sin haber tenido que ver cómo les abren la garganta; del mismo modo vemos en el mercado a los productos terminados sin sospechar su pasado; quién sangró en la producción de cada mercancía. En estas condiciones es fácil mantener el aislamiento y la indiferencia entre sectores heterogéneos de la población, y más aún es fácil mantener la apariencia de que debajo de la superficie del mercado no hay nada parecido a la explotación, sino apenas otras relaciones mercantiles ¡porque el trabajo mismo aparece como si fuera una mercancía! El trabajador vende su mercancía fuerza de trabajo a cambio de un salario, y esto parece en cambio una venta de “trabajo”. Después de todo, se intercambian dos mercancías con sus precios, y allí se acabó el asunto. A simple vista no se ve la diferencia entre “trabajo” y “fuerza de trabajo”.
Por lo anterior, para cobrar conciencia de la situación real en que vivimos los trabajadores, se requiere de dos condiciones básicas: una la produce la propia dinámica del capitalismo, y es la de juntar en los lugares de trabajoy de hábitat a proporciones cada vez mayores de obreros, que vivan en condiciones similares, y que por lo tanto puedan hacerse conscientes de sus intereses comunes (más en general, se trata de la homogeneización de las condiciones de vida de la clase obrera).
La otra condición insoslayable depende de un esfuerzo propio de la clase, es el esfuerzo crítico que destruye ese mundo de apariencias sustentado por la propaganda capitalista, y revela la posibilidad y la necesidad de un cambio revolucionario. Aquí es necesaria la actividad de los militantes sobre la subjetividad de los trabajadores.
Porqué 100 euros?
Si los costos de producción son 100 euros y tienes que vender a 15 euros la ley objetiva de precios es implacable, ....., empresa a la cosa.
En el caso de Agata Ruiz de la Prada estás pagando derechos de autor, un bien monopolizable