Lo curioso es que mi aventura matrimonial empezó con el conocimiento de mi futuro suegro, y la amistad y la admiración que le profesé antes de saber que era padre de muchachas casaderas.
Giovanni Malfenti, tan distinto de mí y de todas las personas cuya compañía y amistad había buscado yo hasta entonces, satisfacía mi deseo de novedad. Yo era bastante culto, pues había pasado por dos facultades universitarias y, también, por mi larga indolencia de años, que considero muy instructiva. En cambio, él era un gran negociante inculto y activo, pero su ignorancia le proporcionaba fuerza y serenidad, y a mí me encantaba observarlo y lo envidiaba.
Malfenti tenía entonces casi cincuenta años, una salud de hierro y un cuerpo enorme, alto y grueso, de más de un quintal de peso. Las pocas ideas que se agitaban en su enorme cabeza las desarrollaba con tal claridad, las analizaba con tal asiduidad, las aplicaba a tantos asuntos nuevos de cada día, que se convertían en partes suyas: sus miembros, su carácter. Yo era muy pobre en ideas así y me apegué a él para enriquecerme.
Me senté a aquella mesa en la que sobresalía mi futuro suegro y de allí no me moví más, como si hubiera llegado a una auténtica cátedra comercial, como la que buscaba desde hacía tanto tiempo.
Estaba muy dispuesto a enseñarme e incluso anotó de su puño y letra tres mandamientos que, según consideraba, bastaban para hacer prosperar cualquier empresa: 1) No es necesario saber trabajar, pero quien no sabe hacer trabajar a los demás, perece. 2) Sólo hay un gran motivo de remordimiento: el de no haber sabido trabajar en pro del interés propio. 3) En los negocios la teoría es utilísima, pero sólo es aplicable cuando se ha liquidado el negocio.
Me sé de memoria estos y muchos otros teoremas, pero a mí no me fueron de provecho.
Me casé con su hija. Ahora escruto a veces los rostros de mis hijos para ver si, junto a mi fina barbilla, señal de debilidad, junto a mis ojos soñadores, que les tras*mití, hay en ellos al menos algún rasgo de la fuerza brutal del abuelo que yo les elegí.
Italo Svevo, La conciencia de Zeno (1923).
El autor de esta novela sabía de lo que hablaba. Nacido en Trieste, primer puerto comercial del Imperio austrohúngaro (tras la I GM, la ciudad pasa a formar parte de Italia), siempre estuvo metido en el mundo de los negocios: Su padre, comerciante, lo envió con 11 años a Baviera para perfeccionar su alemán, idioma considerado entonces indispensable en los negocios; estudió en en el Instituto Superior de Comercio; se ocupó de la empresa en dificultades de su padre; trabajó para la Unión Banquera de Viena y, finalmente, se encargó de un negocio de tintes de su suegro.