La decadencia de occidente (1916-1923), Oswald Spengler.
En Inglaterra, durante el siglo XVIII, fueron dirigidas por el dinero primeramente las elecciones parlamentarias y luego las decisiones mismas de la Cámara baja [171]. En Inglaterra se descubrió el ideal de la libertad de prensa y, al mismo tiempo, el hecho de que la prensa sirve a quien la posee. La prensa no propaga, sino que crea la opinión «libre».
[171] El canciller del Tesoro, Pelham, sucesor de Walpole, hacía entregar por su secretario, al término de cada período, a los miembros de la Cámara baja, sumas que oscilaban entre 500 y 800 libras, según el valor respectivo de sus servicios al Gobierno, es decir, al partido whig. El agente político Dodington escribía en 1741 sobre su actividad parlamentaria: «Nunca asistí a un debate, a no ser obligado; nunca estuve ausente de una votación a la que pudiera concurrir. Oí razones que me convencieron; pero ninguna influyó en mi voto.»
(...)
Hoy vivimos tan entregados sin resistencia a la acción de esa artillería espiritual [la prensa], que pocos son los que conservan la distancia interior suficiente para ver con claridad lo monstruoso de este espectáculo.
La voluntad de poderío, revestida en forma puramente democrática, ha llegado a su obra maestra, ya que el sentimiento de libertad se siente acariciado y halagado por la misma técnica que le impone la más completa servidumbre que ha existido jamás.
El sentido liberal burgués está orgulloso de haber suprimido la censura, la última barrera; mientras tanto el dictador de la prensa —Northcliffe— mantiene a sus rebaños de esclavos lectores bajo el látigo de sus artículos, telegramas e ilustraciones.
La democracia ha substituido en la vida espiritual de las masas populares el libro por el diario. El mundo de los libros, con su abundancia de puntos de vista, que obligaba el pensamiento a crítica y selección, ya sólo existe en realidad para círculos pequeños. El pueblo lee un diario, «su» diario, que en millones de ejemplares entra todos los días en todas las casas, mantiene a los espíritus bajo su encanto, hace que se olviden los libros y, si uno u otro de éstos se insinúa alguna vez en el círculo visual, elimina su efecto mediante una critica parcial.
¿Qué es la verdad? Para la masa, es la que a diario lee y oye. Ya puede un pobre orate recluirse y reunir razones para establecer «la verdad», seguirá siendo simplemente su verdad. La otra, la verdad pública del momento, la única que importa en el mundo efectivo de las acciones y de los éxitos, es hoy un producto de la prensa. Lo que ésta quiere es la verdad. Sus jefes producen, tras*forman, truecan verdades. Tres meses de labor periodística, y todo el mundo ha reconocido la verdad [280]. Sus fundamentos son irrefutables mientras haya dinero para repetirlos sin cesar.
La antigua retórica también procuraba más impresionar que razonar —Shakespeare, en el discurso de Antonio, ha mostrado brillantemente que era lo importante—; pero se limitaba a los presentes y al instante. El dinamismo de la prensa quiere efectos permanentes. Ha de tener a los espíritus permanentemente bajo presión. Sus argumentos quedan refutados tan pronto como una potencia económica mayor tiene interés en los contra argumentos y los ofrece con más frecuencia a los oídos y a los ojos. En el instante mismo, la aguja magnética de la opinión pública se vuelve hacia el polo más fuerte. Todo el mundo se convence en seguida de la nueva verdad. Es como si de pronto se despertase de un error. Con la prensa política se relaciona la necesidad de educación escolar, educación que la antigüedad desconocía por completo. Hay en esto un afán inconsciente de reducir las masas, como objeto de la política de partido, a la violencia del diario.
Para el idealista de la democracia primera esto era «ilustración»; y aun hoy existen acá y allá algunas cabezas débiles que se entusiasman con la idea de la libertad de la prensa. Pero eso precisamente es lo que da vía libre a los futuros césares de la prensa mundial. El que sepa leer cae bajo su imperio; y la ensoñada autonomía se convierte, para la democracia posterior, en una radical servidumbre de los pueblos bajo los poderes que disponen de la palabra impresa.
La lucha hoy gira alrededor de esas armas. En los ingenuos primeros tiempos, el poderío periodístico era menoscabado por la censura, que servía de arma defensiva a los representantes de la tradición. Entonces la burguesía puso el grito en el cielo, proclamando en peligro la libertad del espíritu. Hoy la masa sigue tranquilamente su camino; ha conquistado definitivamente esa libertad; pero entre bastidores se combaten invisibles los nuevos poderes, comprando la prensa. Sin que el lector lo note, cambia el periódico y, por tanto, el amo [281].
También aquí triunfa el dinero y obliga a su servicio a los espíritus libres. No hay domador de fieras que tenga mejor domesticada a su jauría. Cuando se le da suelta al pueblo —masa de lectores— precipítase por las calles, lánzase sobre el objetivo señalado, amenaza, ruge, rompe. Basta un gesto al estado mayor de la prensa para que todo se apacigüe y serene.
La prensa es hoy un ejército, con armas distintas, cuidadosamente organizado; los periodistas son los oficiales; los lectores son los soldados. Pero sucede aquí lo que en todo ejército: el soldado obedece ciegamente y los cambios de objetivo y de plan de operaciones se verifican sin su conocimiento.
El lector no sabe nada de lo que sucede y no ha de saber tampoco el papel que él representa. No hay más tremenda sátira contra la libertad de pensamiento. Antaño no era lícito pensar libremente; ahora es lícito hacerlo, pero ya no puede hacerse. Piénsase tan sólo qué sea lo que debe quererse; y esto es lo que se llama hoy libertad.
Otro aspecto de esta libertad es que, siéndole lícito a todo el mundo decir lo que quiera, la prensa es también libre de tomarlo en cuenta y conocimiento o no. Puede la prensa condenar a fin una «verdad»; bástale con no comunicarla al mundo. Es esta una formidable censura del silencio, tanto más poderosa cuanto que la masa servil de los lectores de periódicos no nota su existencia [282].
Resurge aquí, como siempre sucede en los alumbramientos del cesarismo, un trozo de la época primitiva desaparecida [283]. El circulo del acontecer está a punto de cerrarse. Así como en los edificios de cemento y acero resurge de nuevo la voluntad expresiva del primer goticismo, pero fría, dominada, civilizada; así también anúnciase aquí la férrea potencia de la iglesia gótica sobre los espíritus —en forma de «libertad democrática».
La época del «libro» queda encuadrada entre el sermón y el periódico. Los libros son expresión personal; pero el sermón y el periódico obedecen a un fin impersonal. Los años de la escolástica ofrecen en la historia universal el único ejemplo de una crianza espiritual que no permite en ningún país libro, discurso, pensamiento alguno que contradiga a la unidad querida. Es este un dinamismo espiritual. Los antiguos, los indios, los chinos hubieran visto con horror este espectáculo. Pero justamente resurge esto como resultado necesario del liberalismo europeo-americano; como decía Robespierre, es «el despotismo de la libertad contra los tiranos». En lugar de la hoguera aparece ahora el gran silencio.
La dictadura de los jefes de partido se apoya sobre la dictadura de la prensa. Por medio del dinero se pretende arrebatar a la esfera enemiga enjambres de lectores y pueblos enteros, para reducirlos al propio alimento intelectual. El lector se entera de lo que debe saber y una voluntad superior informa la imagen de su mundo. Ya no hace falta obligar a los súbditos al servicio de las armas, como hacían los príncipes de la época barroca. Ahora se fustigan sus espíritus con artículos, telegramas, ilustraciones —¡Northcliffe!— hasta que ellos mismos exigen las armas y obligan a sus jefes a una guerra a la que estos jefes querían ser obligados. Este es el final de la democracia.
Si en el mundo de las verdades la prueba lo decide todo, en el mundo de los hechos es el éxito lo decisivo. El éxito significa el triunfo de una corriente vital sobre otras. La vida se ha impuesto; los ensueños de místicos filántropos se han convertido en instrumentos que manejan las naturalezas dominadoras. En la democracia posterior resurge la raza y esclaviza los ideales o los tira con sarcasmo al arroyo. Así sucedió en la Tebas egipcia, en Roma, en China; pero en ninguna civilización adoptó la voluntad de poderío una forma tan implacable.
El pensamiento, y con él la acción de la masa, queda sujeto bajo una presión de hierro. Por eso, y sólo por eso, se es lector y elector, esto es, dos veces esclavo. Mientras tanto los partidos se convierten en obedientes séquitos de unos pocos, sobre los cuales el cesarismo ya empieza a lanzar sus sombras. Así como la monarquía inglesa en el siglo XIX, así los Parlamentos en el XX serán poco a poco un espectáculo solemne y vano.
Como allí el cetro y la corona, aquí los derechos populares serán expuestos a la masa con gran ceremonia y reverenciados con tanto más cuidado cuanto menos signifiquen. Esta es la razón de por qué el prudente Augusto no desperdició ocasión de acentuar los usos sagrados de la libertad romana.
Pero ya hoy el poder se muda de casa y de los Parlamentos y se traslada a círculos privados; igualmente las elecciones se convierten en una comedia, lo mismo para nosotros que en la antigua Roma. El dinero organiza la cosa en interés de los que lo tienen [284] y las elecciones se tornan un juego preparado que se pone en escena como si fuera la autonomía del pueblo.
Y si primordialmente toda elección era una revolución en formas legales, esta forma ya se ha agotado y no queda más que «elegir» uno mismo su sino con los medios primitivos de la fuerza sangrienta, cuando la política del dinero resulta intolerable. Por el dinero la democracia se anula a sí misma, después que el dinero ha anulado el espíritu. Mas justamente porque todos los ensueños han volado, aquellos ensueños de que la realidad pudiera cambiarse por las ideas de un Zenón o de un Marx; justamente por haber aprendido que, en el reino de la realidad, una voluntad de poderío sólo puede ser derribada por otra voluntad de poderío —esta es la gran experiencia en la época de los Estados en lucha—; justamente por eso despierta al fin un anhelo profundo de todo cuanto vive de viejas y nobles tradiciones. La economía monetaria hastía hasta producir ardor de estomago.
[280] El ejemplo más fuerte será, para las generaciones futuras, la cuestión de la «culpa» de la guerra mundial, es decir, la cuestión de quién, por su dominio de la prensa y de los cables internacionales, tendrá el poder de producir para la opinión mundial aquella verdad que necesite para sus fines políticos, y mantenerla todo el tiempo que la necesite. Otra cuestión muy distinta, que sólo en Alemania se confunde aún con la primera, es la cuestión, puramente científica, de quién tuvo interés en que se produjera justamente en el verano de 1914 un acontecimiento sobre el cual ya entonces existía una copiosa literatura.
[281] En la preparación de la guerra mundial la prensa de países enteros fue económicamente reducida a obedecer a Londres y París. De este modo los pueblos correspondientes cayeron en una esclavitud espiritual rigurosa. Cuanto más democrática sea la forma de una nación tanto más fácil y completamente sucumbirá a este peligro. Es el estilo del siglo XX. Un demócrata de viejo cuño no pediría hoy libertad para la prensa, sino libertad con respecto a la prensa. Pero entretanto los jefes se han convertido en gentes «que han llegado», y tienen interés por asegurar su posición sobre las masas.
[282] Comparada con esto, resulta inofensiva la quema de libros en China (véase pág. 255).
[283] Véase pág. 256.
[284] Aquí está el secreto de por qué todos los partidos radicales —esto es, pobres— se convierten necesariamente en el instrumento del dinero —equites. Bolsa—. En teoría atacan al capital; prácticamente dejan intacta la Bolsa y sólo en interés de ésta atacan la tradición. Esto sucedió en la época de los Gracos, como sucede hoy, y en todos los países. La mitad de los jefes populares se venden por dinero, cargos, participación en negocios. Y con ellos todo el partido.