Da igual lo que penséis. Da igual cómo los insultéis. Da igual si es justo o injusto, si habéis trabajado duro o si vuestro caudillo os ha regalado vida y hacienda. La cuestión es que cada día sois más viejos y por lo tanto menos más débiles. Y mientras, los que no quieren esperar para sucederos van llegando a su plenitud y máximo vigor.
Y en occidente cada vez hay menos para repartir; los treinta gloriosos quedan ya muy, muy atrás y el empobrecimiento general medio es cada día más patente. Y vuestros sucesores tienen hambres, apetitos y necesidades no cubiertas. Tanto biológicas como creadas por los medios de comunicación de masas y el espíritu de colmena.
Y además de tener apetitos, han sido educados en los principios del mayo del 68 y el hippismo y sus inanes réplicas: el posmodernismo, la nueva izquierda, la revolución pogre, el posfeminismo, la revuelta LGTBIETC, el fundamentalismo de mercado y demás. Y, simultáneamente, se han liquidado el cristianismo, el patriotismo y el culto a los antepasados, sin que los sustituya una construcción ideológica consistente. Y el cambio constante de principios que supone el fluir sin solución de continuidad del neoliberalismo extremo, al izquierdismo saltimbanquinesco, al veganismo, al activismo polisexual, a las diversas modalidades del feminismo, al ecologismo, al animalismo, a la iconoclastia de las estatuas de los antepasados, al antitaurinismo y demás ideologías ya de por sí fluidas y efímeras, equivale a la absoluta carencia de principios jovenlandesales.
Y esa falta de frenos jovenlandesales viene, además, acompañada de una total absoluta de esa capacidad de sacrificio y resistencia a la frustración que se entrenaba antes, desde que los ahora viejos eran niños, en las iglesias con toda su mortificante liturgia de letanías y rodillas doloridas apoyadas en duros reclinatorios; en la escuela del palmetazo, el castigo, las clases matinales y vespertinas y la tarea ardua, con frecuencia repetitiva y tediosa, aparentemente inútil y de dificultad siempre creciente; en el servicio militar con su despersonalización, la humillación y la pérdida absoluta de individualidad que suponía formar en orden cerrado junto con cientos de individuos con igual pelado, vestidos exactamente igual, marchando al unísono al mismo paso y siendo designados mediante un frío número.
Y esos jóvenes empobrecidos, de apetitos, tanto naturales como artificiales, insatisfechos, carentes de principios jovenlandesales sólidos, líquidos o gaseosos, sin capacidad de sacrificio y con una formación menos que deficiente que les hace creer que interpretan el mundo porque pueden acceder a un meme que les llega al móvil, a un comentario de 280 caracteres máximo o a un vídeo de cinco minutos y que se toman por el culmen de la evolución humana porque son capaces de escribir con los pulgares con una nueva ortografía que prescinde, como ellos, de cualquier regla preestablecida y de todo rasgo normativo, van llegando a su apogeo vital. Esos jóvenes que desprecian lo racional, capacidad típicamente humana, porque les han ensalzado hasta la náusea su naturaleza emocional, que el ser humano comparte con otras especies de mamíferos, se van viendo con fuerza suficiente para apoderarse del mundo construido antes de que ellos llegaran y de sus frutos. Por no tener, ni siquiera tienen hijos ante los que se vean impelidos a mostrarse como un ejemplo.
Y cuando el animal emocional que siente que le han estafado, sin principios, sin cultura, sin respeto por los que le precedieron, sin historia, sin tolerancia a la frustración, sin humildad y sin normas, busca a su alrededor dónde apoderarse de aquello que le apetece pero no tiene, no busca en el vértice de la pirámide social, que son aquellos que han conformado sus modos y sus emociones. La gente del vértice, magnates, políticos, gurús de la comunicación y demás, se encuentra fuera de su alcance, lejos, en sus fortalezas invisibles, protegidos por sofisticados muros que ocultan sus manejos sin hacerse opacos a la luz.
Las emociones le llevan a envidiar los bienes de los pobres desgraciados que han trabajado lo bastante como para reunir en torno de sí unos magros bienes que les hacen el envejecimiento algo más fácil, dentro de lo difícil que es esa fin a plazos llamada vejez. Y los codician tanto que, sin embozo, ya empiezan a manifestar sus apetitos sin los frenos de la vergüenza, los principios, la dignidad o la disciplina.
¿No lo veis? No. No es Saturno devorando a sus hijos. Son los hijos de Saturno preparándose para cortar su carne, como si se hubieran estrellado con un avión en una cordillera helada y se hubieran puesto de acuerdo para fagocitar a Saturno que, al fin y al cabo, aunque haya sobrevivido al accidente, no vivirá ya mucho más tiempo ni lo merece, por haberlos engendrado así.
Y es una guerra que no podéis ganar: cada vez sois menos y más débiles. Vae victis.