El azúcar de mesa está compuesto en partes iguales por glucosa y fructosa, un componente que es casi dos veces más dulce. El jarabe de fructosa, en tanto, está formado por 55% de fructosa y el 45% de glucosa. Según Lustig, el problema está en la forma en que se procesan ambos componentes. Mientras la glucosa puede ser metabolizada por cualquier órgano, la fructosa sólo lo es por el hígado. En consecuencia, el consumo de azúcar y especialmente el aditivo de jarabe recargan el trabajo del hígado, especialmente si está incluida en bebidas, jugos u otros alimentos líquidos dado que llega al órgano mucho más rápido.
En sus investigaciones, Lustig probó que si la fructosa llega al hígado en cantidad y velocidad suficientes, este órgano la convierte casi en su totalidad en grasa lo que induce la resistencia a la insulina. Y cuando las células se vuelven resistentes a esta hormona, el páncreas –que es el órgano encargado de producirla- intenta regular los niveles de azúcar produciendo más y más de esta hormona con lo que consigue que el organismo acumule cada vez más grasa. Como si ello fuera poco, bloquea también la acción de otra hormona, llamada leptina, que se traduce en una permanente sensación de hambre. Además, niveles altos de insulina elevan la presión arterial y redicen el colesterol bueno en la sangre lo que da origen a una condición llamada “síndrome metabólico”, una de las principales causas de la obesidad. El resultado de este proceso es también un hígado graso. Es decir, el azúcar provoca en el hígado el mismo daño que el consumo de alcohol. Los pacientes con Hígado graso deben evitar o reducir drásticamente el consumo de azúcar ya que està comprobado que el consumo de fructosa se asocia a mayor frecuencia de esta condición así como de su severidad.