Mauito
POMPERO CON INFULAS
Cuando tuvo lugar en nuestra ciudad la ejecución pública del llamado renegado Abdalá, el 1 de junio de 1898, se originó una viva polémica. Nadie discutía, por supuesto, sobre la pena de fin, ya que en esos años todos los ciudadanos la consideraban una medida completamente normal y adecuada. La discusión se centraba en la manera que se llevaba a cabo, en la vía pública y en presencia de miles de personas.
En Cádiz estas ejecuciones públicas tenían lugar en las inmediaciones de la guandoca Real. Unas veces en la calle que separaba la prisión del Matadero y otras en la cercana plaza situada junto al Cuartel de San Roque, donde hoy se sitúa la fuente con la estatua de Balbo. En cualquier caso más de cinco mil personas acudían a presenciar tan macabro espectáculo. La Ley obligaba, además, a dejar el cadáver del reo expuesto durante algún tiempo sobre las tablas del patíbulo, lo que aumentaba la crueldad de las ejecuciones y excitaba la morbosa curiosidad del vecindario.
En señal de duelo y respeto a la persona que iba a perder la vida, las autoridades decretaban el cierre del comercio y la industria y rogaban al vecindario que diera pruebas de cultura no acudiendo a presenciar las ejecuciones. Pero ello producía el efecto contrario, ya que miles de personas ociosas y sin tener que acudir al trabajo encontraban un perfecto entretenimiento presenciando la ejecución de algún con poca gracia.
En estas circunstancias no es de extrañar que las autoridades consideraban las ejecuciones como un baldón para su ciudad e intentaran por todos los medios que llegara el indulto para el reo.
José Zurita, abogado gaditano, hermano mayor de la Hermandad de la Santa Caridad y defensor del renegado Abdalá, recordaba por esas fechas en Diario de Cádiz que nuestra ciudad había vivido durante el siglo XIX un total de 83 ejecuciones. 43 ejecutados en la horca, 29 fusilados y 11 muertos en el banquillo por garrote.
Zurita recordaba algunos hechos curiosos en relación a estas penas de fin. En Cádiz muchos padres tenían la costumbre de llevar a sus hijos pequeños a que vieran las ejecuciones y cuando el reo pasaba a la otra vida le daban una bofetada a la criatura para que recordara lo presenciado y llevara buena conducta en el futuro. También relataba Zurita que en nuestra ciudad un distinguido ciudadano, cuyo nombre omite, se había impuesto como penitencia el desatar personalmente el cadáver del reo y colocarlo en las andas para que fuera llevado al cementerio. Para ello disponía de unos guantes neցros que solo utilizaba para desatar a los infelices ajusticiados.
Si horrible resultaba cualquier ejecución pública, mayor crueldad aún suponía el tener expuesto el cadáver del ajusticiado. En las últimas ejecuciones públicas, la Ley imponía que el cadáver del reo quedara expuesto al público hasta la llegada del ocaso. Anteriormente y dependiendo del crimen cometido, era aún mayor el tiempo de exposición de los ejecutados. Fue lo que ocurrió en nuestra ciudad con los piratas del barco llamado Defensor de Pedro.
Este barco pirata varó en la playa de Cortadura y sus tripulantes escondieron, al parecer, numerosas monedas de oro en la arena. Según algunos, estas monedas aparecerían años más tarde, en 1904, dando origen a la historia de Los Duros Antiguos. Lo cierto es que algunos piratas fueron apresados y condenados a fin por sus muchos crímenes. Nueve de ellos fueron ahorcados y uno fusilado. Cuando los nueve piratas subieron al patíbulo, las autoridades preguntaron al verdugo si su ayudante, que era su hijo, se encargaría de alguno de ellos. La respuesta fue contundente: ‘no son piezas para un muchacho’.
Terminada la ejecución de estos piratas, sus cabezas fueron colocadas en unas picas y distribuidas por la ciudad. Dos de ellas en el muelle, dos en la Cortadura, dos junto al Gobierno Militar y tres en las inmediaciones del Campo del Sur. Todas mirando al mar, escenario de sus crímenes. Relata Zurita que algunas viejas de nuestra ciudad contaban que en las noches de viento se oía como un silbido lastimero producido por el aire que entraba y salía de la nariz y garganta de esos pobres ajusticiados. También contaban que tanto tiempo estuvieron expuestos en las picas que les creció la barba.
Pero el caso más curioso y la vez espeluznante de los sucedidos en Cádiz ocurrió en noviembre de 1879 con la condena a fin del gaditano Francisco Giorla Chaves. De oficio barbero este individuo había sido juzgado y condenado como culpable de asesinato en la persona de su esposa. El suceso conmovió a toda la ciudad, que intentó por todos los medios cambiar la pena de fin por la de reclusión perpetua.
El alcalde de Cádiz, José jovenlandesales Borrero, el obispo de la diócesis, Jaime Catalá y Albosa, y los hermanos de la Santa Caridad se movilizaron para conseguir el indulto. Recogieron multitud de firmas y las enviaron a las Cortes y al Gobierno presidido por Cánovas del Castillo. Fermín Iglesias y José Martínez Arroyo, hermanos de la Santa Caridad de Cádiz, acudieron a Madrid y fueron recibidos en audiencia por el Rey Alfonso XII, que les prometió trasladar personalmente al Gobierno la petición de indulto. Desde nuestra ciudad incluso se enviaron cartas y telegramas a la archiduquesa María Cristina de Austria, cuyo compromiso matrimonial con el Rey de España estaba anunciado para esas fechas.
El último intento para conseguir el indulto de Giorla se llevó a cabo con motivo de la visita oficial del Rey a Cádiz, en octubre de 1879. Tras el almuerzo ofrecido por el monarca a bordo del Numancia, el alcalde, el obispo y el senador Genovés reiteraron su petición a don Alfonso, que de nuevo manifestó que daría traslado al Gobierno para que estudiara el posible perdón. Pero todo fue inútil y la ejecución quedó fijada para el 25 de noviembre.
Ya que no se podía evitar la ejecución, hubo intentos para que no se convirtiera en un lamentable espectáculo público. Los directores de Diario de Cádiz y del resto de los periódicos de la provincia, mantuvieron una reunión y acordaron silenciar todo lo relativo a la ejecución de Giorla. Esperaban que ese silencio evitaría la presencia de público ante el patíbulo.
Pero los movimientos en torno a la guandoca y, sobre todo, la construcción del patíbulo frente a la puerta de la Casa Matadero hizo que todo Cádiz conociera que la ejecución del con poca gracia reo iba a llevarse a cabo. En efecto, cuando se abrieron las puertas de la guandoca a las seis de la mañana del 25 de noviembre de 1879, una inmensa muchedumbre, más de cinco mil personas, aguardaba expectante la ejecución.
El cortejo hacia el patíbulo lo abrían los hermanos de la Caridad, con levita y tohalla, seguidos por el personal de la Audiencia y el reo vistiendo la hopa reglamentaria. Tras la escolta militar marchaban el verdugo y su ayudante, que provocaron murmullos y gritos de incredulidad entre el público. El verdugo, que había sido enviado por la Audiencia de Sevilla, era un anciano de 85 años que apenas se sostenía de pie. Su ayudante, aunque más joven, estaba igual de incapaz. El ejecutor de la justicia, en el corto trayecto entre la guandoca y el Matadero, apenas se sostenía de pie y cayó dos veces al suelo.
Una vez en el patíbulo, el reo recibió la bendición del padre Bocio, que se dirigió a la multitud para pedir el rezo de una Salve por el alma del reo Giorla, lo que se llevó a efecto respetuosamente.
Una vez sentado el reo en el banquillo y atado convenientemente, el anciano verdugo comenzó las operaciones. Relata este periódico que la ejecución parecía un martirio. El verdugo era incapaz de hacer funcionar correctamente los mecanismos y el con poca gracia reo daba gritos desgarradores. Hasta cuatro veces lo intentó el verdugo, consiguiendo únicamente causar algunas heridas en el cuello al condenado. El público que asistía a la ceremonia comenzó a increpar al verdugo y a los representantes de la Audiencia y la confusión y nerviosismo reinaban en todas partes.
Finalmente el ejecutor de la justicia se declaró incapaz de terminar su trabajo. El ayudante permanecía paralizado por los nervios y la multitud protestaba ruidosamente. Las autoridades allí presentes comenzaron a discutir sobre las medidas a tomar e incluso llegaron a pedir un voluntario para terminar la ejecución. Finalmente se impuso el criterio del alcalde y la ejecución quedó suspendida y el reo trasladado de nuevo a la guandoca.
Una vez dentro del establecimiento penitenciario, se remitieron telegramas urgentes al Regente de la Audiencia y al Gobierno, que finalmente acordó el indulto del condenado conmutando la pena de fin por la de reclusión perpetua.
La frustrada ejecución de Giorla tuvo también un epílogo curioso para algunos de los actores principales. El verdugo fue reconocido por los médicos de la prisión resultando que además de 85 años tenía dos hernias inguinales, luxación del muslo y paraplejía. Fue enviado de regreso a Sevilla.
El alcalde, jovenlandesales Borrero, fue sometido a procedimiento con motivo del encontronazo mantenido con el gobernador civil, Núñez de Prado, y la autoridad judicial por estos sucesos. Un año más tarde sería cesado en la Alcaldía por orden del Gobierno.
Giorla fue curado en la prisión y atendido por los hermanos de la Caridad. En esta labor destacaron los hermanos Martínez, Haro, Chorro, Regife, Durio, Viesca y Clavero, que permanecieron mucho tiempo a su lado. Tras recibir el indulto, Giorla fue trasladado a Ceuta para cumplir la pena.
Catorce años más tarde, Giorla sería objeto de atención de la prensa de toda España. Durante esos catorce años había estado encerrado en los penales de Ceuta y Melilla, con traslados entre ellos por mala conducta. Incluso en dos ocasiones se fugó para ir a vivir con los con los jovenlandeses, que lo devolvieron a las autoridades españolas por mala conducta. Giorla, cocinero en la prisión, presumía de haber evitado la pena de fin gracias a haber luchado y vencido al verdugo, al que llamaba ‘el tío Pepe’, y enseñaba orgulloso las heridas en el cuello.
En 1893, durante la campaña en el norte de África, entró en combate el batallón disciplinario, con los presos de Ceuta en sus filas. Giorla se distinguió en esos combates luchando bravamente cuerpo a cuerpo contra los jovenlandeses. El general en jefe lo citó como distinguido en el combate y le concedió la rebaja de dos años en su condena por la acción del 3 de octubre de ese año con anotación para posible conmutación de la pena si continuaban sus servicios distinguidos.
Y en efecto, terminada la campaña de jovenlandia, el Gobierno conmutó la pena perpetua del gaditano Giorla por la de veinte años de reclusión, por méritos de guerra. Pena ésta de veinte años que Giorla había ya prácticamente cumplido.
Fuente: Un verdugo anciano y sin fuerzas