RedSixLima
Madmaxista
¿Se rompe España? No. Ya está rota
12:58 30-06-2008
La unidad de mercado destruida es un marco imprescindible para favorecer la competitividad de las empresas.
¿Se rompe España? La maquinaria mediática del Gobierno ha venido ironizando sobre esta idea aparentemente disparatada. Pero la verdad es que sí. España se está rompiendo. Al menos, como mercado y como espacio económico para las empresas. Eso es lo que dicen, cada vez con más preocupación, las organizaciones empresariales, desde la CEOE hasta el Círculo de Empresarios.
La unidad de mercado no es un concepto teórico, sin importancia real, elucubrado por unos cuantos economistas. Es un marco necesario para favorecer la competitividad. Cuanto más amplio es un mercado, mayor margen hay para las economías de escala y menores son los costes de tras*acción, lo que repercute en precios menores para los consumidores. Precisamente, la Unión Europea (Mercado Común Europeo se llamó en sus orígenes) se creó bajo la premisa de que un mercado único, sin barreras internas y con normas comunes, de 400 millones de consumidores, es bastante más eficiente que 27 mercados nacionales. Y no parece que la idea fuera equivocada, ni que haya dado malos resultados.
No deja de ser increible que España, de puertas para adentro, esté siguiendo el camino inverso. A lo largo de estos años, las comunidades autónomas parecen empeñadas en crear 17 marcos normativos distintos, como si de 17 espacios económicos independientes se tratara. La existencia de normas específicas en una u otra región tiene sentido si responde a características propias de dicha comunidad que aconsejen un trato diferencial. Pero cuando no es así, cuando no parece responder sino a la mera obsesión por ser diferentes, la justificación desaparece. ¿Qué interés del consumidor se está protegiendo con la exigencia del etiquetado en lengua autonómica, cuando ese consumidor conoce perfectamente el castellano y su derecho a la información está por tanto a salvo? ¿Qué sentido tiene regular de forma distinta las antenas de GPS, como si el usuario catalán fuese biológicamente distinto del madrileño, y los riesgos para su salud fueran diferentes? Son sólo dos botones de muestra de una casuística cada vez más extensa.
Esta obsesión de las autonomías por regularlo todo, y de forma distinta de las demás, no sólo rompe el mercado. Aumenta y siembra el caos la maraña legislativa a la que las empresas tienen que enfrentarse. Con ella se incrementan los costes procesales, los trámites administrativos y los problemas logísticos. Y disminuye, consecuentemente, la competitividad tanto de las empresas como de la economía española en su conjunto. Crece la burocracia -basta ver el número de funcionarios autonómicos existentes- y por tanto el gasto no productivo. Y se sigue, imparablemente, por la senda del intervencionismo y la reglamentación de la actividad económica. Porque las normativas autonómicas no se caracterizan precisamente por su talante liberalizador.
La cuestión se agrava con los obstáculos no legales, y no explícitos, que en la realidad cotidiana se suman a esta normativa cantonalista, que de forma turbia contribuye a profundizar la ruptura de la unidad de mercado. Prácticas como, por ejemplo, sugerir a las empresas la conveniencia de constituir filiales o sucursales locales para obtener la adjudicación de una obra o servicio, o de comprometerse a fabricar los bienes objeto del contrato dentro del territorio de la comunidad en cuestión. Circunstancias que ninguna autoridad autonómica ni ninguna empresa se atreverá a reconocer, pero que es una realidad bien conocida.
Tampoco podemos olvidar el otro gran agente destructor de la unidad de mercado: la política lingüística de determinadas comunidades, que está haciendo imposible la movilidad geográfica de los trabajadores. ¿Qué empresa va a trasladar a un ejecutivo con hijos en edad escolar del País Vasco a Cataluña, por ejemplo? Este último lastre, la creciente marginación del castellano en la vida oficial y administrativa de ciertas autonomías, no sólo tendrá consecuencia graves para el país en materia social y política. Tendrá también consecuencias en lo económico, en términos de eficiencia y competitividad, y por consiguiente en términos de crecimiento y empleo, por más que sus responsables se empeñen en negarlo.
Lo más descorazonador es que no se ve salida a tal deriva, que nos está llevando, paso a paso, a compartimentar el espacio económico español en 17 reductos aldeanos. Y ahora, ¡compita usted con China!
12:58 30-06-2008
La unidad de mercado destruida es un marco imprescindible para favorecer la competitividad de las empresas.
¿Se rompe España? La maquinaria mediática del Gobierno ha venido ironizando sobre esta idea aparentemente disparatada. Pero la verdad es que sí. España se está rompiendo. Al menos, como mercado y como espacio económico para las empresas. Eso es lo que dicen, cada vez con más preocupación, las organizaciones empresariales, desde la CEOE hasta el Círculo de Empresarios.
La unidad de mercado no es un concepto teórico, sin importancia real, elucubrado por unos cuantos economistas. Es un marco necesario para favorecer la competitividad. Cuanto más amplio es un mercado, mayor margen hay para las economías de escala y menores son los costes de tras*acción, lo que repercute en precios menores para los consumidores. Precisamente, la Unión Europea (Mercado Común Europeo se llamó en sus orígenes) se creó bajo la premisa de que un mercado único, sin barreras internas y con normas comunes, de 400 millones de consumidores, es bastante más eficiente que 27 mercados nacionales. Y no parece que la idea fuera equivocada, ni que haya dado malos resultados.
No deja de ser increible que España, de puertas para adentro, esté siguiendo el camino inverso. A lo largo de estos años, las comunidades autónomas parecen empeñadas en crear 17 marcos normativos distintos, como si de 17 espacios económicos independientes se tratara. La existencia de normas específicas en una u otra región tiene sentido si responde a características propias de dicha comunidad que aconsejen un trato diferencial. Pero cuando no es así, cuando no parece responder sino a la mera obsesión por ser diferentes, la justificación desaparece. ¿Qué interés del consumidor se está protegiendo con la exigencia del etiquetado en lengua autonómica, cuando ese consumidor conoce perfectamente el castellano y su derecho a la información está por tanto a salvo? ¿Qué sentido tiene regular de forma distinta las antenas de GPS, como si el usuario catalán fuese biológicamente distinto del madrileño, y los riesgos para su salud fueran diferentes? Son sólo dos botones de muestra de una casuística cada vez más extensa.
Esta obsesión de las autonomías por regularlo todo, y de forma distinta de las demás, no sólo rompe el mercado. Aumenta y siembra el caos la maraña legislativa a la que las empresas tienen que enfrentarse. Con ella se incrementan los costes procesales, los trámites administrativos y los problemas logísticos. Y disminuye, consecuentemente, la competitividad tanto de las empresas como de la economía española en su conjunto. Crece la burocracia -basta ver el número de funcionarios autonómicos existentes- y por tanto el gasto no productivo. Y se sigue, imparablemente, por la senda del intervencionismo y la reglamentación de la actividad económica. Porque las normativas autonómicas no se caracterizan precisamente por su talante liberalizador.
La cuestión se agrava con los obstáculos no legales, y no explícitos, que en la realidad cotidiana se suman a esta normativa cantonalista, que de forma turbia contribuye a profundizar la ruptura de la unidad de mercado. Prácticas como, por ejemplo, sugerir a las empresas la conveniencia de constituir filiales o sucursales locales para obtener la adjudicación de una obra o servicio, o de comprometerse a fabricar los bienes objeto del contrato dentro del territorio de la comunidad en cuestión. Circunstancias que ninguna autoridad autonómica ni ninguna empresa se atreverá a reconocer, pero que es una realidad bien conocida.
Tampoco podemos olvidar el otro gran agente destructor de la unidad de mercado: la política lingüística de determinadas comunidades, que está haciendo imposible la movilidad geográfica de los trabajadores. ¿Qué empresa va a trasladar a un ejecutivo con hijos en edad escolar del País Vasco a Cataluña, por ejemplo? Este último lastre, la creciente marginación del castellano en la vida oficial y administrativa de ciertas autonomías, no sólo tendrá consecuencia graves para el país en materia social y política. Tendrá también consecuencias en lo económico, en términos de eficiencia y competitividad, y por consiguiente en términos de crecimiento y empleo, por más que sus responsables se empeñen en negarlo.
Lo más descorazonador es que no se ve salida a tal deriva, que nos está llevando, paso a paso, a compartimentar el espacio económico español en 17 reductos aldeanos. Y ahora, ¡compita usted con China!