Ese legado de los pueblos túrquicos, de los pueblos de las estepas, en Europa del Este ha traído de cabeza a los historiadores desde hace mucho tiempo. Algunos directamente lo obvian, pasan de largo; esos países forman parte de Europa y no hay más que discutir sobre el tema. Como si hubieran sido unos invasores que salieron de la nada, arrasaron todo a su paso, y después de ello a esa nada volvieron. Sin dejar rastro, aparte de la destrucción provocada. Pero evidentemente, la verdad no es esa. Los pueblos túrquicos fueron asimilados con el paso del tiempo; en Polonia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Serbia, Bosnia, Croacia, Macedonia, Rusia, Ucrania, Bielorrusia, etc, ese legado aún está presente; en el folklore, la toponimia, la gastronomía, en unos cuantos fenotipos… incluso en las supersticiones que aquellos pueblos nómadas traían consigo (muchas supersticiones rusas tienen un origen túrquico o mongol). Durante casi mil años las regiones de Europa Centrooriental fueron tierra de paso de los turcochinos, y también de asentamiento. Al formar parte de esa especie de larguísimo corredor que va desde Manchuria al Burgenland austriaco, la autopista por donde tras*itaban todos los pueblos nómadas de Asia, desde los hunos a los mongoles. Zonas de estepas y pastos ideales para sus caballos, que formaban parte de su modo de vida, en la guerra y en la paz.
Resulta curioso que, por ejemplo, los nacionalistas ucranianos tengan a los cosacos como una seña de su identidad y al mismo tiempo se demarquen de Rusia presentándose como más “europeos” que ellos, cuando los cosacos siempre han tenido usos y costumbres más propios de una tribu túrquica nómada (como la Kayi de Ertugrul y Osman, la predecesora del Imperio Otomano) que de una sociedad al estilo de las que se pueden ver en Francia o en Italia. Es otro claro ejemplo de la infravaloración de los turcochinos en esa parte de Europa; su influencia se ignora de forma sistemática, porque no es lo suficientemente europea, pero ahí sigue, a poco que se rasque.