Prefiero tardar una hora en llegar al trabajo en autobús que quince minutos en coche

El Pionero

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Marbella de tal y tal
El entrevistado estaba consternado, y como suele ocurrir con esas personas que han mirado al vacío de la existencia y han vuelto para contarlo, le regaló una frase lapidaria al periodista que le interrogaba acerca del corte eléctrico en el Cercanías que había detenido el servicio durante más de una hora: "He pasado una hora y media metido en el tren para nada, para volver al punto inicial".

Moverte para quedarte en el sitio, como la paradoja de Aquiles y la tortuga. Todos tendemos hacia el existencialismo cuando nos vemos obligados a explicar nuestros avatares con el tras*porte público, que cada vez son más tenebrosos, y en la soledad del intercambiador nos salen frases que no sabemos si son de libro barato de autoayuda o de sabiduría ancestral. La espera nos pone melancólicos porque no estamos acostumbrados a ella.

Ese tiempo no está sometido a las reglas del trabajo ni a las reglas del hogar

Dicho corte eléctrico derivó en que yo mismo pasase alrededor de cuarenta minutos esperando al tren, así que también me salieron reflexiones confucionistas. Por ejemplo, que no hay nada como un andén de metro para entrenarse en el perdido arte de la espera en un mundo ultrarreglamentado cuyo principal objetivo es eliminar todos los tiempos improductivos. Que en esos cuarenta minutos uno recuerda eso que nunca queremos admitir, que es que no tenemos el control de nuestra propia vida, que nuestro destino está en manos de fuerzas desconocidas (a veces los dioses; en este caso, Adif). Los cuarenta minutos más filosóficos del día.

Ninguna de estas banalidades de andén se me habrían ocurrido si no hubiese pasado décadas disciplinándome en el arte de aguantar los pertinaces retrasos del tras*porte público, si no hubiese eliminado toda posibilidad de moverme en coche como los budistas desprecian el deseo. Lo digo siempre con la boca pequeña porque es muy impopular en la era del teletrabajo, pero tal vez esos instantes que todo el mundo odia sean mi momento preferido del día. O, tal vez, simplemente haya aprendido a amar mi esclavitud temporal.

Que nadie me quite mis dos horas perdidas al día, porque no sé qué sería de mí sin ellas. En esas dos horas de tiempo perdido que llevo gastando a diario desde hace veinte años (haciendo cuentas toscas, 14.600 horas en total, 600 días enteros, casi dos años completos moviéndome de un punto a otro) me he convertido en la persona que soy. Otros lo hacen en la guerra, algunos en el trabajo, unos en la intimidad del hogar; yo, en la línea 6.

Por fin la ciencia ha dado la razón a mi empecinamiento vital. Dos académicas de la Universidad de Wayne State y de la Universidad de Rutgers acaban de publicar un estudio en el que cuentan cómo el tiempo que tardamos en llegar al trabajo sirve para evitar el burnout. Son instantes valiosos porque sirven de tras*ición entre el mundo de trabajo y el personal, un momento de libertad entre una obligación y otra. Mucha gente, como esa señora que teletrajaba y se metía un rato en el coche al terminar su jornada para sentir que había acabado de verdad, había echado de menos ese tiempo durante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Esa señora soy yo.

Madurar es comprarse un coche porque el dinero permite comprar tiempo y comodidad

El tiempo de desplazamiento al trabajo, explican, es un espacio liminal que no está sometido a las reglas del trabajo ni a las reglas del hogar. Un lugar salvaje donde lo único que uno puede hacer es esperar y que, por lo tanto (y de ahí su mala fama) no está sometido a las reglas de la productividad. Un lugar salvaje en el que he leído un montón de libros, he escuchado los discos que cambiaron mi vida, he ideado lo que se convertiría en mi propio libro y donde he escrito (mentalmente) estas columnas. Un lugar salvaje que se ha convertido en el espacio íntimo, pero a la vista de todos, donde me he hecho a mí mismo. Un lugar privado donde uno puede refugiarse cuando todo le va mal.

Un tiempo y un espacio que también me han dado una suerte de identidad frente a la dictadura del coche: yo soy el chico que va en tras*porte público a todas partes. El chico que no tenía dinero para pagarse un coche y que cuando lo ha tenido no lo ha querido. El que nació en el extrarradio y se cultivó en la ciudad, el miembro de una sociedad invisible conformada por mujeres de clase baja que cada mañana se envían memes y se escriben con sus seres queridos recordándoles que están ahí, que tienen sus propias oficinas que son sus teléfonos móviles y sus sueños y pesadillas escritas en el libro que tienen en las manos.

Una identidad reconocible a simple vista que fue lo que probablemente consiguió que el otro día una anciana venezolana decidiese contarme, espontáneamente, en mitad del vagón, cómo protegió a su hija mayor cuando un terremoto en Venezuela sacudió los cimientos de su casa. La pared se tambaleaba, me contó mientras hacía un gesto con sus dos manos, dejando de agarrarse. No llegué a saber por qué me quiso contar esa historia, pero quizá porque quería que ese desconocido supiese que ella también vivió.

Se supone que madurar es comprarse un coche porque el dinero permite comprar tiempo y comodidad y no hay nada más cómodo y que ahorre más tiempo que el automóvil. La promesa es que ahorras tiempo para poder producir más o, en el mejor de los casos, dedicárselo a tu familia o alargar el sueño por la noche. A menudo es abandonar ese lugar salvaje para pasar aún más tiempo preso de las reglas del hogar y el trabajo. Miro a esos agobiados conductores que se afanan, rechistan y bufan detrás del volante, sin poder leer ni escuchar música ni estar consigo mismos, discutiendo con otros automovilistas como ellos para llegar cuanto antes al trabajo, y no les arriendo la ganancia.

Aunque en voz alta me quejo de lo mucho que tardo en llegar al trabajo porque no hay nada que una más que quejarse, no sabría qué hacer sin esas dos horas conquistadas al reloj. Puede que las destinase a lo mismo que destino el tiempo en el autobús, a responder mensajes, leer redes sociales y escuchar música, solo que tumbado en el sofá de casa. Pero lo que tengo claro es que perdería todos esos estímulos que proporciona la ventanilla del autobús, la vida en directo (como dijo Bob Dylan, la gente no escribe más canciones porque viaja poco en tren). Sin esas dos horas, yo no sería yo mismo, sería un hombre preso de las reglas.

Somos lo que no podemos hacer

En tiempos de reivindicación del teletrabajo, de nuevo en duda después del paréntesis que fue la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, es peligroso defender que gastar dos horas al día en desplazamientos es positivo. Dame mi tiempo libre que yo sabré qué hacer con él, no me impongas dos horas de camino solo porque tú has querido instalar tu empresa ahí. No tengo ninguna duda de que tener el trabajo a menos de quince minutos es preferible a que esté a una hora. Por eso hablo solo a título individual y egoísta: si el siglo XXI es el de la conquista del tiempo que se nos ha arrebatado, yo he encontrado ese lugar salvaje en los minutos de la sarama para los demás.

Es divertido ver cómo se desespera la gente que no acostumbra a coger el metro

Como el preso que lleva décadas años entre rejas leyendo las mismas novelas una y otra vez, encontrando significados ocultos que nunca estuvieron ahí, y a la salida no sabe cómo disfrutar de su libertad, he aprendido a vivir en mi guandoca de las dos horas, uno de esos espacios mentales donde solo puedo entrar yo. Me divierte compartir trayecto con alguien que no está acostumbrado a coger el metro o el tren y ver cómo se desespera, cómo se pone nervioso, cómo no deja de mirar el reloj. No ha aprendido aún a perder el tiempo.

 
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