En vísperas de la constitución de la ciencia contemporánea, España parecía a primera vista preparada para ser uno de sus focos iniciales. La realidad iba a ser, no obstante, muy distinta, ya que nuestra sociedad permanecería al margen de tan decisivo proceso, siendo después necesaria una penosa y prolongada aculturación para que fuera asimilando algunas de sus consecuencias.
La actividad científica española sufrió un colapso durante los años 1808-1833, que constituyeron un «período de catástrofe» que acabó con lo conseguido durante la Ilustración y frustró las posibilidades que ésta había abierto. Es indudable que dicho hundimiento se produjo, en primer término, por la acción destructiva que la guerra tuvo sobre numerosos aspectos de la vida científica, pero si no hubieran mediado otros factores la posguerra hubiera asistido a la reconstrucción de lo destruido y, sobre todo, a la creación de las nuevas condiciones que exigían los cambios que se estaban produciendo, como sucedió en el resto de la Europa occidental. Al aludir a los efectos negativos de la contienda se corre, además, el peligro de simplificar excesivamente una situación histórica compleja que incluyó también elementos favorables al desarrollo de la vida científica, en especial algunas conexiones directas con la ciencia francesa, que ocupaba entonces una posición de vanguardia. Las causas fueron mucho más profundas. La realidad básica era un país económicamente arruinado, que había perdido su rango internacional y cuyas estructuras sociopolíticas habían entrado en una profunda crisis, ante la cual las minorías dirigentes adoptaron dos actitudes contrapuestas: considerar un error el esfuerzo ilustrado de renovación y europeización, estimando prioritario el mantenimiento del ancien régime, o defender desde posturas afrancesadas o liberales que había que proseguir dicho esfuerzo, activándolo y radicalizándolo.
Casi todas las instituciones científicas desaparecieron o vegetaron de modo lamentable. Salvo en el fugaz intervalo del trienio liberal, la información de lo que se hacía en Europa fue muy deficiente, ya que la represión absolutista obstaculizó la edición de publicaciones científicas y dificultó la circulación de las extranjeras. Parte de los principales científicos ilustrados murió inmediatamente antes o durante la Guerra de la Independencia, sin que su labor pudiera ser continuada por nadie. La inmensa mayoría de los supervivientes pasaron a convertirse en elementos indeseables, unos por afrancesados y otros por liberales, ideologías por las que sufrieron postergación, persecución o destierro. No resulta extraño que las obras de los científicos maduros que permanecieron en España quedaran interrumpidas o, a lo sumo, fueran continuadas a merced exclusiva de la base adquirida durante los años ilustrados. Los más jóvenes vieron interrumpida su formación y desaparecido el marco en el que hubiera podido desarrollarse su labor, aparte de que la represión ideológica frustró directamente muchas trayectorias prometedoras. Solamente un reducido grupo consiguió, a pesar de todo, continuar con dignidad la tradición ilustrada y servir de puente entre este período y el siguiente. Por el contrario, los exiliados pudieron desarrollar su obra en estrecho contacto con las nuevas orientaciones europeas, realizando en algunos casos aportaciones originales de importancia