Apolodoro
Cincinnātus requīritur
Populismo u obediencia
Cualquier excusa vale. Inasequibles al desaliento, y nada dispuestos a permitir que la más elemental observación de la realidad de las calles de su país les estropee un buen tuitular, el mainstream de los opinadores españoles se han dado prisa en dar lecciones a Venezuela sobre los peligros de la polarización política, en contraste con los logros de los liderazgos integradores y los pactos de Estado de la piel de toro. Hugo Chávez, el nuevo Perón: alguien capaz de jorobar la política de un país hasta después de muerto. Tal ha sido el profundo calado del mensaje de los opinólogos antes que empezaran a preocuparse por la seguridad del running en el contexto internacional.
La referencia a Perón no es nada gratuita. Dentro del discurso-marco occidental y en particular hispánico sobre sus ex-colonias siempre ha sido un tópico recurrente dividirlas en buenas y malas, según su capacidad de obediencia, composición racial y tipo impositivo para las inversiones occidentales. El caso de Argentina -y en general el Cono Sur- ha sido, en esto, muy paradigmático. Frente a una mayoría de países con una mayoría de población molesta mezcla entre neցros e indígenas viviendo en la selva tropical, la Argentina era una tierra de oportunidades para los europeos, rica, con clima templado y mayoría de blancos con un apellido pronunciable. Grandes aficionados al fútbol, siguieron la respetable costumbre latina de confiar en una dictadura militar de derechas para resolver los conflictos sociales, depurar a los comunistas y embarcarse en guerras en el exterior. Luego, como solución a sus problemas económicos, privatizaron los activos públicos y ligaron su divisa a la de un país extranjero respetable y con un idioma de raíz germánica. Hasta ahí todo bien. ¡Si son como nosotros!
Pero para nuestra intelectualidad, los argentinos la amaron en algún momento y decidieron dejar de ser un país occidental. Puede que fuese cuando decidieron que con las saludables Leyes de Punto Final y de Amnistía no se olvidaban los asesinatos a sangre fría de sus amigos y familiares, y decidieron hacer (oh, no!) escraches en las casas de los culpables en vez de acudir a ver películas de reconciliación nacional con vaquillas como protagonistas, la valiente decisión que se toma en una democracia occidental moderna. O cuando el Gobierno, en su infinita sabiduría, optó por bloquear sus cuentas bancarias, hundir sus salarios y desmantelar sus servicios públicos para pagar una deuda con el FMI, momento en el cual los estúpidos argentinos decidieron largar a sus gobernantes, que tuvieron que escapar en helicóptero, en una decisión valiente con el solo precedente de nuestro glorioso Alfonso XIII. En algún momento entre esas dos decisiones, los argentinos perdieron su condición de occidentales y con ello el respeto de la blogosfera liberal española, tan vital para el sustento de un régimen político que se precie de serlo. Lo importante es no perder las formas.
Argentinos moliendo su pertenencia a Occidente
La supuesta intelectualidad española, a la que denominaremos cariñosamente obediesfera, puesto que su principal estímulo intelectual es la obediencia -ya no a un partido o a un Gobierno, sino al stablishment, con el ojo puesto en la captura de un puesto en el sector público- ha encontrado en los escraches, la gran afición de Iósif Stalin, la más terrible de sus pesadillas. Esencialmente por una cuestión: la pérdida de las formas. La referencia implícita a Argentina alude a un aspecto crucial de los cambios de cultura política que se dio progresivamente tras su sangrienta dictadura: la constatación de que el Derecho no es sino un dispositivo de dominación -y simplemente una cristalización de un equilibrio de fuerzas-, no algo sagrado; y por consiguiente el poder de la desobediencia como motor de cambio y construcción política.
Ciertamente la problemática de los desahucios y la respuesta de los escraches puede verse como un lobby muy bien organizado, de un perfil y edad determinada; la dación en pago, como una descarnada tras*ferencia de renta, otro rescate más a costa del erario público. A nivel contable, solo son números, y posiblemente el enfoque sea correcto y resulte ser una medida poco justa y factible. Pero nada de eso nos explica las razones de su éxito y enraizamiento social en tan poco tiempo.
El mensaje de calado de nuestra intelligentsia es que para que un país pueda considerarse civilizado hay que sacar cuantos más temas mejor del debate político al alcance de las masas, y dejarlos, por supuesto, en manos de técnicos y expertos que van a aplicar la única solución posible, la mejor. No es nada casual que mientras miles de británicos brindaban por la fin de Margaret Thatcher en distintas ciudades del país los medios españoles lloraran en bloque por la vieja premier configurando la tradicional hagiografía que tan bien se les da. El gran mérito de Thatcher para el stablishment y sus palmeros de la blogosfera es, justamente, no haber escuchado a nadie, no haber negociado nunca, aplicar su programa a rajatabla a cualquier precio sin escuchar a la gente de los mineros y los sindicatos, que al fin y al cabo no son economistas ni nada de eso. Sólo hay una solución y la saben los expertos. There Is No Alternative.
La génesis de ésta línea de pensamiento, que ha llegado a su cúspide con los brillantes gobiernos tecnocráticos y troikas auspiciados por la Comisión Europea, hay que buscarla en un tiempo donde -o tempora, o mores- la mayoría de la intelectualidad que uno podía encontrar en las universidades y otros núcleos de pensamiento era nítidamente marxista o al menos políticamente comprometida en el campo de la izquierda. El rechazo a la subjetividad política en el campo intelectual, era, pues, una propuesta consciente hija de un contexto histórico. Un contexto, que, además, sabe leer perfectamente. El precio de la obediencia política y las reglas de juego cristalizadas, por ejemplo, en el sistema constitucional español, es la prosperidad económica.
Todo ello opera, aunque de la misma forma, en distintas esferas. La desmovilización de los antiguos cuadros políticos y sociales es un proceso consciente que se premia con puestos de trabajo en el sector público, a la sombra del poder. No sólo en la España del PSOE; también en la Italia del Compromesso Istorico o la Francia de Mitterrand con los cuadros del PCF. A nivel de sociedad, los fondos europeos operan de bálsamo exactamente de la misma forma: se compra el apoyo social al desmantelamiento de la industria y el hundimiento paulatino de los salarios reales. Ésa generación -los Solana, Lluch, Maravall y compañía- entienden perfectamente la naturaleza del pacto fáustico que realizaron en su momento con el SPD de Willy Brandt, y cuál es el precio de la paz social.
Lo verdaderamente risible está en las nuevas generaciones, que han crecido con los discursos de aquella generación, pero parecen no entender nada del intangible, de la monumental cantidad de dinero público y pactos tácitos que se esconde bajo la punta del iceberg de los discursos de consenso y construcción europea. Como ya mencioné en el artículo sobre Venezuela, es el equivalente a la creencia popular de que la pacífica acampada de Tahrir, y no las huelgas salvajes y los cruentos enfrentamientos armados que la hicieron posible, fue la que hundió al régimen de Mubarak. Para la Academia de nuevo cuño, conceptos como superestructura o monopolio de la violencia no existen, suenan a viejo. Y por eso, su cacareada ausencia de sesgos se convierte en el más terrible de todos ellos: no entienden el conflicto social ni nada de lo que pasa.
Que el Estado falte a su compromiso tácito más elemental, garantizar el bienestar a la población, y sobretodo que no sea capaz de prometer que ello vaya a cambiar ni tan siquiera en el medio plazo altera de forma considerable toda la ecuación y convierte en inservibles muchos de los estudios realizados hasta la fecha. El proceso de proletarización de las clases medias echan por la borda siete décadas de esfuerzo gubernamental. Para entender el relato, basta mirar a su mejor exponente de propaganda, Cuéntame como pasó: proletarios convertidos en clase media en el proceso de urbanización y al amparo del Estado, que como deben su bienestar económico al franquismo apoyan de forma entusiasta a su sucesor.
Hay que saber a quién toca votar
Ésta es la latinoamericanización que tanto temen algunos: una paulatina simplificación del espacio político, que en realidad es una regresión al eje político dominante anterior a la tras*ición y el franquismo: el social. Es a través de él que grupos que hasta hace pocos años habían estado más o menos enfrentados -autónomos, trabajadores por cuenta ajena, funcionarios, pagapensiones- han empezado a tejer redes de solidaridad en distintos ámbitos. Y por ello muchos sectores que quizá eran refractarios a los planteamientos de colectivos como la PAH o las asambleas del 15-M han comenzado a acercárseles sólo por la virulencia y la vergüenza ajena que producen los que se les oponen. El enemigo de mi enemigo…
El campo no está ni mucho menos cerrado. Pero cuando en las encuestas la mayoría de la población se alinea claramente con determinados postulados y formas de lucha -y un sector aún minoritario pero creciente empieza a contemplar el uso de la violencia- mientras que la práctica totalidad de opinólogos en los medios audiovisuales y escritos, representantes políticos, patronales y sindicales apuntan en sentido contrario, parece que pasa algo grave. Una grieta que se agranda día a día. No está en crisis -al menos no del todo- la lógica de la representatividad: están muertos los representantes. Y no hay ningún cauce establecido para sustituirles, visto que las elecciones tienen un papel limitado.
El problema es que en este contexto los matices entre los bloques tienden a desaparecer: aunque el establishment i el creciente magma de la oposición son plurales, cada vez va a resultar más y más difícil estar en medio entre la conservación a ultranza del stablishment y un cambio sustancial en la sociedad. Máxime cuándo revisando sus escritos e intervenciones suelen centrarse en la inveterada costumbre española de cargar contra el débil, en este caso la oposición, que a fin de cuentas no tiene muchos cargos a repartir.
La gran e inevitable pregunta es si se consumará la latinoamericanización y al cambio en la hegemonía social lo seguirá un cambio en los gobiernos y las instituciones. Para ello hay varios obstáculos. En primer lugar, las reglas de juego no acompañan: el consabido sistema electoral tan de moda en estos tiempos. En el caso español la estructura de las circunscripciones y la disparidad de estructuras económicas y políticas acerca más los horizontes de cambio a las autonomías, en particular las “históricas”: la presencia de más de un eje político ha producido sistemas de partidos más ricos y una “sociedad civil” más robusta.
En segundo lugar, el papel de los liderazgos. Es paradigmático que no seamos capaces de encontrar liderazgos “jovenlandesales” comparables a los del recientemente finado Sampedro; o que un veterano como Beiras sea capaz de regresar como un huracán a la política gallega, por mera comparación con sus oponentes en el campo de la izquierda. La emergencia de un autodenominado “proceso constituyente” en Catalunya, independientemente del resultado del mismo, va en esta misma tendencia. Gente como Arcadi Oliveres o Teresa Forcades -o el candidato de la CUP David Fernández- tienen valor no por su trayectoria académica o habilidades oratorias, sino por el crédito que merecen entre los cuadros de la izquierda catalana.
El liderazgo en la nueva izquierda es mucho más cuestión de confianza que de mercadotecnia. Por ello, la nueva izquierda será, muy probablemente, por poner algunos ejemplos, antitransgénicos o escéptica con las banderillas: en las asambleas, los encierros y las manifestaciones la gente del movimiento antitransgénico, por poner un ejemplo, estuvo presente. Los protransgénicos, seguramente con muchos más argumentos científicos de calado a favor de su posición, estaban mayoritariamente preocupados por publicar más papers y mejorar su expediente académico. Todo tiene un precio, y es así como se configuran mayorías.
En tercer lugar, y no menos importante, está el factor del miedo a las masas.
Nunca está de más un poco de perspectiva histórica. En el año 105 a.C un ejército romano formado por ciudadanos de clase media y alta, que se pagaban su propia armadura y instrucción militar, fue destrozado por los germanos en la batalla de Arausio. Era el quinto ejército consular exterminado por los germanos en poco tiempo, y ya no quedaban ciudadanos de clase alta capaces de alistarse en el ejército. La República Romana tenía un terrible enemigo a las puertas y no tenía ejércitos con que responder. Era una regla inamovible que sólo podían participar del ejército -de la defensa de la República- aquellos con suficientes ingresos para procurarse su armamento.
El cónsul, el general Cayo Mario, de tendencia progresista, halló una solución imaginativa. Propuso que el Estado diese armamento y instrucción militar al proletariado urbano, llamado censo por cabezas o capite censi, puesto que eran tan insignificantes que en el censo sólo los contaba por las cabezas, como al ganado. A Mario le costó horrores convencer a sus compañeros del Senado, incluidos los de su partido que aquella “gente” era perfectamente capaz de participar en la defensa de su país.
¡Por ahí vienen los populistas!
Mario ganó la guerra a los germanos con soldados procedentes de las clases bajas, pero eso cambiaría para siempre la historia de Roma. El espejismo de una República de iguales que en realidad era una cruda oligarquía se disipó pronto cuando el proletariado urbano decidió que si podía participar en la defensa también debía ser protagonista del proceso político y exigir trigo a precios bajos para no morirse de hambre. La jerga posmoderna lo llamaría empoderamiento.
Como sabemos, aquel proceso condujo a la funcionarización del ejército romano y a un Estado mucho más complejo; también a varias guerras civiles formadas por ejércitos clientelares y finalmente al Imperio. Éste miedo es el que sobrevuela a la izquierda: ser devorados por “las masas” a quienes despierten. Ciertamente en un entorno de política de notables es mucho más fácil tomar decisiones que en asambleas y organizaciones masivas dónde todos tienen ganas de expresar su opinión y es muy difícil llegar a acuerdos prácticos. Ésta es la encrucijada a la que ya se enfrentó la anterior generación, cuándo eligió entre pacto y los riesgos de la ruptura y la política de masas, que ahora se llama populismo.
Qué vía tomará la izquierda, si el del 78 o la latinoamericana -que es la misma, adaptada a los tiempos, que ya tomara Cayo Mario- es algo que tendrá que decidir más pronto que tarde. Decía Rafael Chirbes que si aparece el César y empieza a tirar euros se acaba la contestación política. Lo cierto es que, más para bien que para mal, ni está ni se le espera.
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