PEREZ REVERTE, SIDI

MOLÓN SAN

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En España la inteligencia es un un insulto, no actuar en rebaño es un insulto.

Arturo Pérez-Reverte: «España tiene una larga historia de insolidaridad, falta de unidad, vileza y cainismo»


Se acaba de publicar «Sidi» (Alfaguara), la última novela del escritor y miembro de la Real Academia Española (RAE) Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951). Sidi es Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, donde empieza su leyenda: su liderazgo, el sentido del honor, del valor, de la lealtad y de la dignidad, pero también del orgullo, la rapiña, la sangre y la espada. Un viaje a través del tiempo a esa España de hombres duros, con otros ideales; hombres de coraje y estrategia en la batalla, en las esperas, en las incertidumbres... Cuando el eco de la batalla de Pinar de Tébar aún resuena en mi cabeza, hablamos.

Siglo XI, plena Edad Media, España de jovenlandeses y cristianos. Sidi se gana la vida en el destierro. ¿De qué habla esta novela?
Hay dos planos fundamentales: el primero es cómo era la frontera en el siglo XI, que era nuestro lejano Oeste. Se trataba de una frontera muy peligrosa e inestable, llena de gente igualmente peligrosa. El otro plano es una reflexión sobre el liderazgo: cómo una persona es capaz de hacerse con el control, con el respeto y con el mando de una mesnada de gente dura y peligrosa en un lugar no menos peligroso. Es decir, cómo alguien es capaz de hacer que lo sigan, incluso que mueran por él. Es un doble plano: el personaje y la época.

Dice que hay muchos Cid en la historia de España, unos mejores que otros.
Pero este es el mío. Y yo quería contar un Cid que todavía no se hubiera contado, sobre todo en el momento en el que él se forja. A ese Cid he llegado con toda la documentación, pero también con toda mi biografía personal. He volcado cuanto sé del ser humano en ese tipo de cosas, y mi mundo está muy presente en esa novela. El Cid mira el mundo como yo lo miro: le he dado mi mirada. Por eso hay una carga personal, una parte biográfica. Cuando hablo de violencia, de fin, de sangre, hasta cierto punto las he vivido.


Como fotoperiodista bélico ha cubierto diversos conflictos, como los sucedidos en Líbano, Sudán, Bosnia... Y como escritor las batallas están presentes en muchas de sus novelas. ¿Por qué esa fascinación por la guerra?
No es fascinación. Yo salí de casa muy joven, con una mochila y unos libros, y fui a una guerra. Y me di cuenta de que era un lugar muy especial. Porque en la guerra aprendía cosas en un día que igual hubiese tardado diez años en aprender. Yo tenía veinte años y tenía una visión de la cultura que me permitía interpretar la guerra como algo más que un mero espectáculo de barbarie. Era nutritiva en el sentido intelectual. Aprendí sobre los seres humanos, sobre sus comportamientos, sobre el valor de las cosas. La guerra es horrorosa. Me fascinó más bien el sentirme cercano a las verdades de lo que es el ser humano.

Debajo de la leyenda o lo romántico del personaje subyace la más terrible de las violencias. En «El pintor de batallas» hace una profunda reflexión sobre la crueldad como un impulso irresistible. ¿Es la crueldad inherente al hombre?
El ser humano es un animal muy peligroso, y sí, cruel. La cuestión es que nosotros queremos que el mundo sea de una manera: que haya reglas, normas de comportamiento, además de principios jovenlandesales, de una Ilustración que nos hizo cambiar la forma de mirar el mundo, o de un Renacimiento. Hay eso: de Homero y Platón hasta ahora. Pero es que el mundo no es así. Esto es una pequeñísima parte del mundo. En cuanto sales fuera, en cuanto te vas a la India o África además le añades la guerra. Ese es el mundo real. Creemos que todo es estable, y cuando has estado por Beirut o Sarajevo te das cuenta de que basta una crisis política, económica o social, para que toda se vaya al carajo.

¿Qué da la guerra?
La guerra te da la conciencia, la lucidez de un marinero, que ha de estar siempre atento al mar. Y esa certeza del desastre como algo posible, que el occidental ha perdido, nuestros abuelos la tenían todavía. Había entonces una mayor proximidad con la realidad de las cosas. Yo he visto la violencia: he visto apiolar, he visto hacer daño, y he sido amigo, además, de gente que hacía esas cosas. Y esa misma gente que ha hecho cosas horribles ha hecho, el mismo día, cosas estupendas. Eso te da una medida de las cosas muy distinta. Con eso hago novelas.

Y esta novela tras*curre en un tiempo violento, de una terrible inseguridad y donde sobrevivir era difícil. ¿Cuál cree que es el precio que ha pagado el ser humano por la seguridad que disfrutamos hoy en día?
Somos más vulnerables. En esta novela hay una cosa que he intentado que se remarcara mucho. Es el hecho de que todo el mundo se pasa mucho rato mirando. Mi intención era decir que, en el siglo XI, en esas fronteras y sitios peligrosos la gente miraba porque mirar significa vivir o morir. Por eso en la novela son tan importantes los momentos en los que los guerreros miran, observan, se paran, etc. Ahora, lo único que miran los seres humanos es el móvil o la televisión. La realidad no la miramos. El mundo es un lugar hostil poblado a menudo por me gusta la fruta: esa es una definición muy justa de lo que es el mundo. Si estás atento, si estás mirando, puedes sobrevivir mejor. Esa falsa seguridad que nos da el no mirar la realidad la pagamos muy cara.

Ahora que no hace fotos cuando se ocupa de batallas, ¿a dónde mira?
Miro para atrás, tengo una mochila llena de recuerdos. Esos recuerdos me sirven para vivir de una manera mucho más suspicaz, mucho más lúcida, en el sentido de que sabes lo que es un lugar peligroso, de que incluso aquí estamos en un lugar peligroso. De ahí que no te relajes nunca, de que no vivas engañado. En cambio, el ser humano occidental vive muy engañado.

Ha sido un hombre de acción. ¿Qué comparación haría entre el poder de la experiencia y el viaje mental desde el escritorio?
Hay tres formas de nutrir una novela: con lo que has leído, con lo que has vivido y con lo que imaginas. La mayor parte de los escritores que conozco –como Javier Marías, que es muy amigo mío– son escritores que imaginan, que han leído y que aportan una parte de su vida también en sus novelas. Pero cuando has tenido una vida compleja como la mía; cuando has tenido dosis intensas de situaciones extremas, eso te vale también para las novelas. Por ejemplo, si yo estoy torturando en «Falcó», que es una trilogía de novelas sobre un espía franquista –guapo y elegante, que es un me gusta la fruta–, cuando Falcó tortura estoy recurriendo a mis recuerdos en Angola, a mi propia experiencia. Mi conocimiento sobre estos temas me es utilísimo como elemento documental.

Cambiar la guerra por el escritorio, ¿fue un cambio radical?
No fue radical. Yo dejé el periodismo en el 94, pero tuve un periodo de adaptación. Hubo unos años que fueron difíciles, más o menos hasta «El pintor de batallas», con el que cerré ese periodo. Yo navego. Y mi sustitutivo de la guerra es el mar. Y en el mar de verdad, en un velero en invierno en el Golfo de León, te aseguro que hay mucha acción. He cambiado, claro. Hay cosas que ya no puedo hacer. Yo no puedo caminar 40 kilómetros cada día, con un sol sin más sombra que la de mi sombrero. Tengo 68 años y mi cuerpo no lo aceptaría.

¿Por qué cerró ese periodo?
Una vez conocí a un tipo en Asia, en Bangkok, que era un viejo corresponsal de un periódico español, típico de entonces, de los años setenta: alcoholizado, cliente, etc. Me contaba su vida y yo pensaba: un día seré como este tipo. Seré un viejo borracho alcohólico en un bar de pilinguis, contándole mi vida a un joven reportero. Y me dije que no quería terminar así. Ya desde el principio intenté crear una parcela lateral a la que replegarme cuando llegase el momento. Supe siempre que me iría, que un día terminaría todo eso. Porque también hay muy malos ratos en ese oficio. Hay de todo. También hay ratos buenísimos. Normalmente nos dicen que el ser humano es bueno y que el mundo lo hace malo. Yo creo que es al revés. El ser humano nace con unos instintos no malos, sino muy elementales: calentarse, comer, procrear, abrigarse, protegerse… Por eso sacrifica todo lo demás. Es la sociedad la que, creando una serie de normas, lo civiliza. Pero puesto en lugares extremos, el ser humano es muy peligroso.

Sidi es un guerrero carismático que consigue que las mesnadas le sigan ciegamente en la batalla y produce cohesión y entendimiento entre gentes muy diversas: por ejemplo, jovenlandeses y cristianos iban juntos entre sus seguidores. ¿Qué cualidades cree que debería tener un líder?
En cierta forma, este libro es también una especie de manual de autoayuda sobre el liderazgo. Mi idea era: ¿por qué un infanzón burgalés que ha caído en desgracia, que no es nadie a efectos históricos, consigue ser una leyenda que oscurece los nombres de los reyes de su época? ¿Cómo consigue un hombre, en aquel momento, hacer que otros lo sigan y mueran por él? ¿Cómo consigue la lealtad, siendo la lealtad lo más difícil de conseguir en la vida? ¿Cómo consigue sobrevivir y moverse en un territorio como ese? ¿Cómo ha compartido con ellos el peligro, la comida, el suelo? ¿Por qué mecanismos, por qué astucias, evidentemente, pero también por qué noblezas consigue el ser humano que otros lo secunden de esa manera? Y no me interesaba El Cid ya hecho, me interesaba El Cid cuando empezaba a hacerse: los años de formación, de exilio, en fin, cuando empieza la leyenda.

Un detalle del personaje...
Por ejemplo, él no va con mujeres. Y no porque no le apetezca, sino por decoro, o porque su gente piensa que es una debilidad. Son ese tipo de comportamientos los que crean el respeto. Entonces, me dediqué a estudiar, primero, cómo es posible que se forje esa personalidad. Y de ahí sale la novela.

¿En nuestra época hay líderes?
Sí, es posible. Siempre los ha habido. Pero el problema, en mi opinión, es que nuestra época no merece a esos hombres. Están, pero esta época no los mira, no se fija en ellos. Cuando hablamos de virtud en el sentido romano, es decir, de nobleza de espíritu y de actitud elegante ante la vida, de dignidad y de coraje personales, te das cuenta de que al mundo de ahora no le interesa eso; no lo quiere e incluso lo rechaza. Es más, cuando el mundo de hoy se coloca delante de la virtud, el mundo se burla de ella. Frente a la gente noble a la que no pueden igualarse la ridiculizan. El mediocre detesta al que no es mediocre e intenta rebajarlo. Y como no puede rebajarlo lo intenta a través de la burla. Cualquier mediocre puede hacerlo a través de internet, en 140 caracteres, en la televisión, etc. Por ejemplo, en esos programas de televisión que hacen resúmenes con retales de otros programas te das cuenta de que las cosas dignas son ridiculizadas: se burlan de ellas porque necesitan rebajarlas.

La risa es un arma muy poderosa...
Los Cid, las personalidades están ahí. El ser humano produce constantemente genios, artistas y creadores, héroes y bomberos, gente maravillosa dispuesta a morir por muchas razones: por salvar a un niño o a un perro, por defender lo que sea. Equivocados o no. Da igual. La causa es lo de menos. Es gente dispuesta a sacrificarse por aquello en lo que cree, crea en lo que crea. Eso molesta.

¿Cree que ahora queda alguien dispuesto a morir por la patria o por un ideal?
Fíjese, creo que El Cid no muere por un ideal. Son hechos. Es decir, lo que me interesaba remarcar del Cid es que no se trata de una persona que salga a pelear por un ideal. Lo hacía para comer. Él no está peleando porque quiera primero la Reconquista (que en España todavía no existía), sino que son reinos en los que se está peleando entre jovenlandeses y cristianos. Después, él no tiene ninguna misión providencial. Todo eso viene después. Él no tenía un código de ideales, de ideas, sino un código de lealtades y dignidades, eso que hemos hablado antes. No tenía ideas religiosas ni patrióticas, es decir, no luchaba ni por Dios ni por la patria.

Pero, a pesar de su destierro, seguía brindando lealtad y respeto al rey Alfonso VI.
¿Sabe por qué? Porqué cuando no tienes nada, cuando eres un marginal y la sociedad te expulsa de su seno –seas un delincuente o seas un mercenario– y los códigos generales en los que se ampara la sociedad dejan de funcionar, tú mismo necesitas tener algo a lo que respetar: necesitas un código de lealtad entre tu gente y algo más. Por ejemplo: «Yo soy un mercenario, pero tengo a mi rey, al que le soy fiel»; o: «Yo soy un malo, pero a mis compañeros no los delato». Incluso la gente marginal, incluso la gente que es medianamente decente busca algún tipo de justificación para no sentirse abyecto.

En su «Historia de España» escribe su versión de ella. Es un tópico para mucha gente decir que España es diferente. ¿A usted se lo parece?
Sí, claro, España es un país muy abrupto, muy parcelado, donde un valle topa con el valle adyacente y crea recelos entre ellos. Hemos sido siempre esa especie de disgregación geográfica. A eso hay que añadirle la oleada turística fiel a la religión del amora, las religiones, los malos gobiernos, etc. De manera que España tiene una larga historia de insolidaridad, de falta de unidad, de vileza y de cainismo. Siempre he dicho que Caín tenía DNI español. Eso nos ha lastrado toda nuestra historia. Y al analizarla, la historia de España nos muestra, en esa insolidaridad, que es muy difícil que hagamos cosas en común. En cuanto cede la presión, se disgrega todo. Hemos tenido muy mala suerte. Por eso, para un niño español lo mejor es hacerlo viajar, porque si lo dejas en el valle, en el pueblo, no saldrá de ahí. Es una cuestión educativa.

¿Qué opinion tiene de ella?
En España se ha perdido el control de la educación. Es un caos. Hay lagunas enormes, culturales, artísticas, etc. Hay diecisiete sistemas diferentes… O sacas a tu hijo de aquí, te lo llevas fuera, lo formas y te lo traes de vuelta formado de otro modo, o lo dejas aquí y crece contaminado. Si lo dejas sometido a todas las barbaridades de este país, lo vuelves loco. Eso quita esperanza en cuanto a las generaciones futuras.
 
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